«La desgracia de Don Quijote no fue su fantasía, sino Sancho Panza»

(Frank Kafka)

Qué manera más tonta de acabar con todo: un conflicto entre los personajes de un cuento se traslada a la vida real, y se hace carne. Y la carne destruye todo: la propia carne, el pellejo y hasta el hueso.

Decía un escritor (no recuerdo quién, ni me voy a esforzar en recordarlo ahora) que LA FANTASÍA ES INOCENTE. Pero…cogiste la fantasía, la apaleaste, la culpaste, la enjuiciaste y la condenaste…a un kit-kat, a algo tan vulgar y tan rico como una barra de chocolate con galleta. Y allí quedó la Fantasía aplastada para siempre, mezclándose con el chocolate que va quedando derretido entre los dedos y que todo lo vuelve pegajoso y desagradable.

Pero resulta que nosotros lo único que teníamos era eso, era la Fantasía, así que con su condena nos condenamos nosotros.

Bueno, vosotros, los extraños, o tú, que ahora llegas aquí, te preguntarás qué es eso de la Fantasía. Y tendré que explicarlo, porque ya sabemos que la claridad es esencial en la literatura.

Si alguna vez has escrito sabrás que suele haber conflicto con los personajes. Que a veces es tan personal lo que escribes que te cuesta romper el pudor y se crea un conflicto. Eso ocurre cuando eres tú el que escribes, tú solo. Pero, ¿qué ocurre cuando una pareja decide ponerse a escribir un relato, un cuento, cada uno un capítulo, donde crean dos personajes, espejo de cada cual, sólo para poder decirse lo que en una correspondencia normal jamás se atreverían, donde cada autor se vierte en su personaje, se deshace en él, y le utiliza para hacer cosas que él jamás ha hecho y que probablemente él nunca haga, o para decir cosas que nunca ha dicho y que probablemente nunca diga?

Pues podríamos contestar que eso es la Fantasía. Pura Fantasía, pura inocencia. Y que el hecho de que el “otro” (o la otra) piense, desee, viva, proponga o escriba algo que tú desearías que pensara, deseara, viviera, propusiera o escribiera, te llena de tal manera que ya de por sí colma cualquier aspiración frustrada que tengas. Que el hecho de que el otro ( o la otra) te responda a un beso, te lo describa desde sí mismo (o misma), o te responda a una noche de amor y sexo y te lo describa también desde sí mismo ( o misma), es la Fantasía que sustituye a lo imposible.

Pero entonces ocurre un milagro, quizás sólo posible en un entorno católico donde incluso el pensamiento es pecado, y uno ( o una) de los autores se siente tan concernido con la última noche de amor, y se asusta tanto de las que prevé que aún quedan, que llega a pensar que por algún sortilegio todo eso puede saltar de la Fantasía a la dura realidad…así que deja todo y se va a la tienda de enfrente y se compra un kit-kat. Y entre el chocolate se desliza una frase enigmática: «Querer es no tener que decir nunca lo siento». Y uno piensa…¿Qué significa? ¿Es un aviso para que no haga lo que nunca he hecho? Porque si es así, es un poco estúpido, incluso insultante.

Y entonces es cuando se detiene y encadena a la Fantasía, se la lleva a un calabozo, se la interroga, se la acusa, se la apalea y se acaba condenándola…a un kit-kat.

Y piensas, bueno, un kit-kat se come rápido. Pronto la Fantasía volverá a volar libre, a mostrarse otra vez elegante y brillante…pero entonces lo descubres: con el kit kat te has comido todo lo que teníamos. Ya no nos queda nada. La Fantasía, con esa galleta, se ha zampado sus propias alas y ya no tiene forma de volver a volar, y también sus propias luces y no brillará nunca más.

No importa, piensas: también se puede vivir sin Fantasía, o con la Fantasía descansando un tiempo. Y quizás eso valga para situaciones normales, pero con nosotros…ah…con nosotros te equivocaste. Porque todo lo que teníamos era sólo y nada más que Fantasía. Nada era real. Todo era un cuento hermoso que necesitaba de capítulos llenos de todo lo que no cabía en nuestras Realidades, o sea, llenos de Fantasía, y si esto falta, todo se queda vacío.

Pero te empeñaste, una y otra vez, en poner por delante esa Realidad que ya conocíamos y que a ninguno debió importarnos (hay, en medio, suficientes años como para tener a la Realidad bien reconocida y controlada). Pero nunca perdías ocasión de recordarla, como esos malos cuentos donde ni el propio autor se cree lo que está contando y te recuerda cada diez líneas, sin querer, que todo es mentira.

Aún no soy capaz de entender por qué la mataste. Porque esa razón que antes daba, eso de que quizás pensaste que los personajes pudieran salir de la tinta negra y remover Roma con Santiago, armando la de Troya, ni yo mismo puedo creer que sea la verdadera. Ni yo mismo puedo creer que tuvieras miedo de eso. Y en cuanto a lo de nunca decir «lo siento», ¿Pedir perdón por ¡escribir un cuento!?

La literatura, decíamos, nos une. Pero la literatura nos ha puesto en nuestro sitio, un sitio desde el que es imposible siquiera ver al otro porque nos hemos sentado de espaldas con nuestros kit-kats.Y así transcurrirán nuestras vidas después de este paréntesis que hemos tenido de hermosa Fantasía. Yo quería una historia de hadas. Tú, una crónica. Así que debíamos construir una crónica de hadas. ¡Pero no existen las crónicas de hadas! Sólo de pensarlo duele la cabeza y se pierde el tiempo. Y cuando se pierde algo de tal tamaño como el tiempo, el hueco puede llegar a parecer insoportable.

Pienso en las pompas de jabón. Ya escribí sobre ellas:

“Intenté tocar con las manos mis recuerdos

y estallaron como pompas de jabón, agua inflada:

hermosas, irisadas pero intocables,

porque en el propio tacto está su muerte.

Míralas solo volar, bailar redondas con el aire,

pero guárdate las manos

porque no las puedes tocar”

Las pompas son la Fantasía. Tocarlas te devuelve a la Realidad. Tu las tocaste. Y la realidad es tan vulgar…

Y ahora me permito recordar un sueño, que visto lo visto ha resultado premonitorio.

El sueño

En la bruma del amanecer, cuando el cielo empieza a avisar la llegada del sol con sus tonos rojizos, abrí los ojos. Y allí, sobre mí, recortado contra la luz aún por venir, apareció tu rostro limpio, con el cabello suelto moviéndose libre sobre tus mejillas. Era blanco. Largo y blanco. Me mirabas y sonreías. Aparecían unas arrugas pequeñas en el entorno de tus ojos y de tus labios. Tu frente también mostraba arrugas que la cruzaban de lado a lado. Y tus ojos parecían apagados, sin brillo.

Extendiste una mano, como dirigiéndola hacia mí, con la palma hacia arriba, acompañando con un gesto de la cabeza, invitándome a levantarme. Miré mis manos. Estaban llenas de arrugas. Resaltaban los huesos. Pensé que ya éramos viejos.

Empecé a andar detrás de ti. Vestías una túnica color azul pálido, desgastada, y tus pies descalzos iban dejando huella sobre unas baldosas de arcilla. Las huellas tenían forma de hojas de papel en blanco. Aceleré el paso, intentando ponerme a tu altura, pero me resultaba imposible alcanzarte. Siempre estabas a la misma distancia de mí.

Sólo cuando te paraste conseguí rozar tu mano con mi mano, y sentirte a mi lado.

Señalaste a tu derecha. Y cuando miré, un mar tranquilo se extendía hasta el infinito. Parecía no tener horizonte. Sólo se veía mar, y mar, y mar. Y las olas llegaban una tras otra sin hacer ningún ruido. Una brisa muy suave y constante, sin ráfagas, nos daba en la cara. Y olía a limonero. Tú seguías sonriendo, y señalabas el mar como si fuera tuyo. Estuvimos mirando un buen rato, sin hablar.

Después, seguiste andando. Y yo volví a caminar detrás de ti. Cruzábamos una pradera de yerba seca, que reverdecía allí donde tú pisabas. Tu huella era ahora una mancha verde entre el pasto seco con la forma de tu pie. Yo pisé una de esas huellas verdes, y se secó, así que seguí andando con cuidado, procurando no pisar ninguna más.

Te volviste a parar. Ahora señalabas un campo inmenso plantado de vides. Se veían rebosantes de uvas de color morado, que resaltaban entre el follaje verde de las cepas. Seguías sonriendo. Intenté coger un racimo, el más próximo a mí, pero no conseguí alcanzarlo. Parecía que lo tenía al alcance, pero mi mano no llegaba nunca a tocar las uvas. Lo intenté varias veces, y cuando parecía que las tenía en mi mano, cerraba el puño pero no cogía nada.

Después, seguiste andando. Y yo volví a caminar detrás de ti. Ahora me di cuenta de que tu pelo era más corto y más oscuro y la túnica tenía un tono más definido de azul. Me miré mis manos. El dorso parecía liso, sólo resaltaban algunas venas, pero ninguna arruga. Intenté mirar tu cara, pero seguía sin poder ponerme a tu altura.

Te volviste a parar. Y ahora sí vi tu cara. Las arrugas habían desparecido. Ni en los ojos ni en los labios ni en la frente había señales del tiempo. Tu piel era ahora lisa, tersa y brillante. Y tus ojos despedían un brillo como de diamantes. Señalabas un río caudaloso y lleno de meandros. Desde donde estábamos, se veía como corría contorsionándose entre el paisaje, y también se veía cómo el agua, mucha, corría despacio, llevando consigo hojas secas y pequeñas ramas caídas de algún árbol. De vez en cuando, algún pez saltaba sobre la superficie y volvía a caer al agua sin hacer ningún ruido. Más adelante se veía un ensanchamiento, a modo de lago, donde el río se diluía.

Bajamos hasta el lago, donde nos esperaba un hombre vestido con camisa a rayas blancas y negras, que nos ayudó a subir a una barca pequeña. No hizo falta remar, porque la barca parecía saber adónde ir. Y nos llevó hasta una playa de arena gruesa. Bajamos y nos despedimos del agua.

Después, seguiste andando. Y yo volví a caminar detrás de ti. Ahora avanzabas a pequeños saltos, como jugando, y yo te miraba absorto mientras seguía andando. Cuando te paraste y llegué a tu altura, alcé mi mano para acariciar tu mejilla. Pero no lo conseguí. Mi mano parecía resbalar por tu piel sin tocar nada. Tú señalabas unas vías de tren, con sus raíles brillantes, completamente rectos que se perdían mucho más allá del horizonte. Se oía un tren, su sonido rítmico, pero no se veía ninguno.

Después, seguiste andando. Y yo volví a caminar detrás de ti. Me pareció que andábamos más ligeros, que yo veía más cercano el suelo. Y vi también que tu túnica ahora era de un azul brillante, que casi despedía destellos de luz. Vi que éramos dos niños andando por una calle estrecha y oscura. Y cuando te paraste, una fuerza extraña me detuvo a mí también, y ahora no pude acercarme a ti. Te volviste hacia mí. Vi tu cara de niña, con el pelo recogido en una trenza. Levantaste la mano derecha, y la moviste a modo de despedida, sin dejar de sonreír. Después te volviste y tu figura desapareció comida por la oscuridad de la calle. Yo me quedé allí de pie, sin querer moverme, mirando el hueco que dejaste, esperando que volvieras a aparecer.

Y entonces sonó un despertador y me quedé con las ganas de saber si volvías o no.

El sonido era de una melodía que me resultaba conocida, pero era incapaz de recordar su título. Mantuve los ojos cerrados, respetando la penumbra de mi habitación. Y ahora sentí cómo una mano cálida y suave me acariciaba una mejilla. No quise abrir los ojos para ver quién era. Simplemente empecé a respirar profundamente, mientras la mano me acariciaba una y otra vez la frente y las mejillas, y una luz de color verdoso fue extendiéndose por toda la habitación y penetraba hasta mis ojos a través de mis párpados, casi traslúcidos ahora.

Después dejé de sentir la mano en la cara, y la noté sobre la mía, cómo la cogía y tiraba suavemente de mí. Me incorporé, aún con los ojos cerrados, y sentí un aroma de café recién hecho que penetró hasta el fondo de mis pulmones. Ese olor daba al aire un ambiente de hogar, de casa. Anduvimos cogidos de la mano hacia la puerta, por donde entraba una luz suave de tonos verdes. Ahí volví a verte la cara. Eras tú. Ahora eras una joven con el pelo suelto, la frente limpia y los ojos radiantes. Soltaste mi mano y me invitaste a salir. Y yo salí y anduve. Y seguí andando, y andando sobre la hierba, que ahora era toda verde bordeando un camino. Vi que no venías a mi lado. Miré atrás, y tampoco te vi. Pero algo me empujaba hacia adelante, y ya no podía ni parar de andar ni volver atrás. Después adiviné tu figura, al otro lado del camino. Y me alegré. Intenté cruzar, pero una pared de cristal que delimitaba todo el camino me lo impedía. No podía cruzar, ni oír, ni oler, ni tocar. Ni siquiera podía verte.

Y aquí acabó todo.

Sí. Ahí acabó todo. Por no cuidar nuestra Fantasía.

Por un miedo innecesario a un «lo siento», ahora tenemos otro «asunto» más en el cajón de los «Inacabados» para añadir a nuestra historia: un cuento.

Sé feliz.

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