EL HOMBRE DE LA CABAÑA Y EL EXTRAÑO FORASTERO

EL HOMBRE DE LA CABAÑA Y EL EXTRAÑO FORASTERO

Juan Pachón

24/12/2017

La nieve cae de manera copiosa sobre el techo de una vetusta cabaña internada en un bosque montano; es una morada humilde, pero posee cierto encanto bucólico. Está hecha de madera de pino silvestre. A pesar de su añeja fachada, aún conserva el aroma fresco de la alta montaña. Allí, atrapado entre los troncos rústicos y el olor a leña recién recogida, vive un octogenario hombre de aspecto melancólico y andar a rastras, que se pasa los días rumiando su amargura y contemplando con resignación, a través de la ventana de su cuarto, el verde que le ofrece el bosque a la distancia. Luce derrotado y cansado. Tiene unas manos grandes y robustas, como las de un consagrado pugilista de feria. La nieve incrementa su furia y el viento bufa en tono metálico. El hombre se sienta en una silla de roble viejo (tanto como él) que reposa al lado de su cama, a la par que se sacude la nieve y las ramas que se le han pegado a sus gastadas ropas, señas de una agotadora expedición entre el denso y agreste paisaje. Ostenta una mirada militar, rocosa. Sus pensamientos son tristes; su expresión, adusta; y sus pasos, de animal taciturno, de hombre en ruinas. Sin embargo, hay algo en su lánguida figura que evoca nobleza y dignidad. La tarde está cayendo y una bocanada de brisa helada se cuela por entre la madera. El hombre, cuan enorme, se levanta aparatosamente de su silla: ya es hora de prender el fuego. Las llamas crujen violentamente y le proporcionan a éste el calor necesario para mitigar el rudo invierno que azota por aquellas geografías. Y acto seguido, se vuelve a desparramar sobre la silla cual bulto inerte, a masticar su infinita soledad.

Ya es de noche y los sonidos del bosque estallan en coro animal; las bestias salen al acecho y el cielo se viste de un negro perfecto y lúgubre. El hombre continúa sentado en su silla, destejiendo sus gloriosas aventuras de tiempos pasados, que le atormentan, que le castigan como un puñal afilado. Entonces, una sombra voluminosa espanta la quietud. El hombre salta como una liebre, no obstante su pesada silueta y avanzada edad, y se atropella en busca de algún trozo de madera para defenderse. La cosa misteriosa da pasos sigilosos y se esclarece lentamente, dando lugar a un hombre con estampa de oso siberiano. Porta unos anteojos muy pequeños que contrastan con su recargada fisionomía. Su barba luce muy bien cuidada y su rostro resume una vida sin azares. Lleva un traje rojo cardenal que resalta con su cinturón y botines negros. El inesperado comensal se posa frente al desconcertado hombre y le saluda con sus manos colosales, mientras esboza una tibia sonrisa. El hombre se tranquiliza con aquella señal de calidez que le brinda el forastero, y baja la guardia. Pero no deja de ser un suceso inquietante que lo golpea en lo más hondo de su ser.

Ambos hombres se retan con la mirada y sostienen un silencio gélido, que es conjurado por los aullidos de una jauría de lobos. El visitante deja vislumbrar en sus amables gestos que está lejos de ser una amenaza y adopta una actitud desenfadada que procura liberar de estrés la situación. Luego, se pierde a la vista intempestivamente, como si fuera un fantasma de la noche, un gas liviano. Entonces, el hombre de la cabaña es invadido por un llanto roto, ajeno a su razón, el cual cae a torrentes. Llora como un niño sin consuelo durante un largo rato, hasta que el sueño lo vence irremediablemente.

La escena se repite a la siguiente noche, y esta vez se torna algo más familiar y menos vaga. El cuadro conserva los mismos elementos: la sombra súbita, el rollizo hombre, la adrenalina, el sudor glacial, el desgarro en la garganta, los demonios. Sin embargo, el hombre de la cabaña parece estar sediento de esa mística presencia. Es más, siente que la necesita, como el enfermo a la medicina; todo su ser clama por ella, por esa figura alucinante que intenta adivinar, pero que aún le resulta esquiva a su entendimiento. Así las cosas, la noche va revelando consigo cada nuevo detalle, cada nueva pista, que le va dando forma al rompecabezas: el traje rojo y el gorro de punta flácida, la barba blanca y abundante, la panza prominente y dura, el saco rebosante de sencillos regalos, la risa jovial y transparente, el aire a santo de otra época. Ya no hay lugar a dudas, se trata de la figura icónica que sospechaba desde el primer encuentro, pero que extrañamente se negaba a reconocer. Sin embargo, lejos de encontrar sosiego, ya resuelto el enigma, el hombre se sumerge cada vez más en su aflicción. Es una experiencia contradictoria, pues a la placidez que le produce el acontecimiento, le sigue una rara sensación de dolor y zozobra.

Así pues, el hombre de la cabaña padece las siguientes jornadas actuando como un ente, un bicho errante (mucho más que antes): recoge las flores de invierno del suelo teñido de blanco, en un ejercicio mecanizado y estéril, motivado más en un afán malsano de matar el tiempo que en una sincera necesidad de un quehacer digno; camina sin rumbo por los espesos senderos, cuenta las horas para que el día cese. Es una criatura penosa, que sobrevive sólo por inercia, como si fuera un autómata programado para auto destruirse lentamente; una máquina averiada, sin combustible, sin ganas, ni fuerzas, para siquiera tratar de torcer ese destino aciago y maldito que le ha tocado, y del cual ahora es plenamente consciente. No obstante, siempre ha de llegar la noche, donde se ha de sentar a esperar a ese gran hombre macizo como un volcán, enhiesto, pletórico de entusiasmo y júbilo, esa figura estimulante, ese maravilloso ser de luz que emerge de la oscuridad, para darle una única razón para vivir, una esperanza de un mañana mejor (que nunca llega).

Y pasan las noches, los encuentros silenciosos, las nostalgias, tan profundas como un pozo sin fondo, los sollozos solitarios que hieren su alma cada vez más agrietada, al borde de la agonía. Pero una tarde gris y sombría, tanto como el ánimo abatido de aquel desdichado, escucha éste una algarabía inusual que interrumpe sus atribuladas reflexiones: un tropel de niños alborozados, como poseídos por un elíxir mágico y sanador, emiten gritos desordenados en todas direcciones, que repiten una y otra vez con fervor nacionalista: “se acabó la guerra, se acabó la guerra, se acabó la guerra, …”. El hombre de la cabaña siente una descarga eléctrica en su sangre y le vuelve el vigor a su cuerpo; su corazón se le quiere escapar del pecho, y su mirada resplandece como un sol del Sahara. Luego, se dirige presuroso hacia su cabaña enclavada en el bosque, dando saltos locos de felicidad suprema, respirando profundamente el aire puro de las empinadas montañas, que purifica sus venas oxidadas; celebrando el poder del ahora: su carpe díem, su momento de oro. Ya han pasado varios minutos de camino, como nunca placentero; un viaje como hacía tiempo no experimentaba. Y asoma la noche, y con ella, los espíritus del bosque, la fauna más diversa y exótica, el aire frío. Por su parte, el hombre, visiblemente excitado, llega a su guarida entonando, con su voz luminosa de tenor otoñal, el himno de su patria ancestral, contagiado de una solemnidad ceremonial, casi litúrgica. Ya en el calor del hogar, se apresta para darse un gran baño de agua helada, se organiza su enmarañada barba, se arregla su desaliñada mata de pelo cenizo, se acomoda su encendido traje de gala que tenía archivado en un rincón empolvado, el cual le queda un poco grande, pues a pesar de conservar su tamaño hercúleo, ha perdido algo de peso. Luego se sienta en la silla, la misma de todas aquellas noches angustiosas, pero esta vez trata de mantener su frente erguida y su mirada altiva y elegante. Se toma un café mientras limpia sus raídas gafas con el esmero de un relojero. Transcurre un largo silencio, un silencio sublime, total. Y luego de un breve espacio de serena meditación, el hombre atraviesa con su mirada brillante el fondo de su cuarto. Pero esta noche es diferente a las otras, pues la estampa del gordo grande y gentil no irrumpe con su habitual traje rojo y su bondad a reventar.

A la mañana siguiente, el hombre aún yace postrado en su ahora ilustre trono. Se ha quedado dormido desde la noche anterior, y todavía se puede leer en su rostro un rictus de victoria, que es iluminado por un tímido rayo de luz que anuncia la llegada del verano (también para su alma), el cual entra por una ventana desvencijada, impactándolo en su cara ancha y abultada, y despertándolo de un solo golpe. El hombre estira sus manos lentamente, arroja un resuelto bostezo y abre sus ojos límpidos y cristalinos. Se para con los bríos de un toro joven y se mira en un espejo rectangular que había evitado en mucho tiempo, quizás por miedo de descubrir en éste a la bestia deshumanizada en que había mutado, y distingue una figura que se le hace muy familiar, su propia figura, la de remotas correrías por el vasto globo, la misma que observaba todas las noches desde su silla, fruto de una mente perturbada por una guerra que desnaturalizó el verdadero sentido de lo que él representaba, obligándolo a resguardarse bajo las sombras del olvido.

El hombre, consciente del insólito evento, se sienta a pensar largamente. Entonces, embriagado de felicidad e inyectado del ímpetu de un ave fénix, vuelve en sí y se alista a planear la rutina que lo habrá de llevar en su periplo por todo el orbe, con el firme propósito de alegrar los hogares de millones de niños, que de seguro lo entenderán como un bálsamo para sus espíritus acongojados, máxime luego de haber sufrido una época tan infame y desoladora. Corre mediados de agosto del año de 1945, y la humanidad festeja el final de la segunda guerra mundial. En algunos meses llegará la Navidad y queda poco tiempo para desarrollar semejante logística, que satisfaga las urgentes demandas de un mundo ávido de buenas noticias. Así pues, el huraño anciano de la cabaña ad portas de la locura, el hombre que se sentaba en las noches a contemplarse a sí mismo en su versión de antaño, a partir de construcciones fantásticas y paranoicas, el hombre que huyó lejos de la civilización (si es que acaso merece ese apelativo) en lo profundo del bosque a dejarse morir en vida, mientras la raza humana se dedicaba, muy oronda, a matarse entre sí como en una estúpida tragicomedia de bufones medievales, ha quedado sepultado en el olvido, abriendo paso a un hombre renacido, a un hombre nuevo, al entrañable y siempre generoso abuelo de tez color salmón y ojos azules como los mares del norte (de donde dicen que viene), que surca los cielos en su trineo milagroso, tirado por nueve maravillosos y traviesos renos… Jojojo se escucha, antes de entrar por la chimenea…

Juan Fernando Pachón Botero

24 de diciembre de 2017

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