Era imposible saber cuantos tiempos habían transcurrido desde su encierro. No sólo porque la capucha le impedía ver los cambios de la luz solar. Sus interrogadores no dejaban de atormentarlo jamás. Primero le hundieron la cabeza en agua helada hasta casi desfallecer. Luego recibió una feroz golpiza. Ya no sentía las costillas de tanto dolor.

—¿Dónde está Germán? —la voz lo aturdía—. Mejor hablá…

Aquellos tipos no iban a entender nada de tiempos continuos y simultáneos. De realidades paralelas ni de física cuántica. Jamás habían oído mencionar la palabra continum. Sus menesteres eran otros.

¿Cómo podría explicarles que Germán estaba en otro plano temporal tratando de impedir la nevada de copos mortales? ¿Cómo entenderían que él no era la misma persona que habían arrojado dentro del calabozo?

—Estuvimos en el chalet de Vicente López —siguió implacable la voz—, no había rastros ni de él, ni la esposa y las hijas ¿Dónde están?

Le arrancaron el traje aislante y lo arrojaron sobre un duro camastro. La corriente eléctrica lo azotó desde la raíz del cuero cabelludo hasta la planta de los pies. Se arqueó mientras trataba de maldecir a través de la mordaza y los espumarajos de saliva.

—¿Dónde están? —la voz sonaba casi amistosa— ¿No querés salir vivo del Vesubio?

Él presintió que quizá estaban en aquel mismo punto del espacio, pero en otro plano dimensional. Germán y los suyos. Lejos de la amenaza de los Ellos y los Mefistos. A salvo de los temibles Cascarudos y Gurbos.

—¿Vas morir por nada? —ahora se notaba la cólera en la voz— ¿Vos estabas con los otros? ¿Con Favalli, Lucas y Polsky? ¿Quién sos vos?

—Juan Salvo —masculló por entre sus labios tumefactos—, me llaman el Eternauta.

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