Blaze! Capítulo 13

Capítulo 13 – Albert.

Fueron las primeras imágenes que vi al llegar a este mundo, incluso antes de abrir mis ojos por primera vez, acompañándome desde que tengo consciencia… Comenzó como un sueño recurrente, del que no distinguía mayores detalles, en el veo a una anciana recostada sobre un lecho de hojas secas, realmente no puedo divisar su cuerpo o su ropaje, mi vista se concentra en su mirada, ardorosa y llena de vigor, luchando por mantenerse en esta mortal existencia. No sé quién sea esta mujer, pero mi corazón se destroza al verla en ese estado, viendo como la vida le abandona rápidamente, a pesar de que ella no lo desee, sé que su muerte es inminente y nada puedo hacer para ayudarla…

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Al principio hubo sólo tinieblas y desde su más profundo interior un solitario ser emergió. El ser estaba ciego, su entumecido cuerpo no era capaz de apreciar su entorno en formación, sentía como si fuera una mente disuelta, sin contornos ni límites, vagando en la fría eternidad. Pero esto no duraría para siempre, ya que este se golpeó una extremidad con una gran roca presente en su camino. Se había topado con nuestro mundo, algo muy distinto a él. Comenzó a experimentarlo mediante golpes, que era la única forma que conocía para percibir hasta ese momento, pero lo único que sentía era dolor. Repetición tras repetición, golpe tras golpe, y cansado de su dolorosa existencia, decidió acabar con su vida, destrozando su cuerpo con sus poderosos miembros, liberando un cristalino líquido desde sus entrañas, lo que le hizo reparar en su error, no era ciego por carecer de vista, sino porque la luz había sido recién creada, bañando al mundo en el que ahora yacía destruido, iluminando su sagrada sangre. Más su aniquilación no fue en vano, cada una de las partes de su destrozado cuerpo formaron nuevas y diferentes formas de vida con características que reflejaban su procedencia… –narró Leasoir, uno de los sacerdotes de más alto rango, leyendo el mito de la creación del mundo desde un colorido, grueso y sagrado libro.

Y se supone que soy descendiente de los ojos del único ser divino –contribuyó Albert, escasamente convencido por las palabras del clérigo.

Si fuera otro el caso, serías descendiente de la sagrada boca del único ser divino o de otra de sus santas divisiones, pero no hay otra manera de explicar lo que tú puedes hacer, mi niño, no la hay –aseveró el hombre de fe, cerrando el libro de las escrituras divinas.

¿Pero no va contra mi supuesta ascendencia? No soy capaz de ver nada… –preguntó el muchacho, contrariado.

Hay distintas formas de ver, Albert, tu forma de percibir el mundo es distinta a los demás, lo que no invalida para nada tu procedencia, sólo refuerza la tarea que realizas aquí para todos, para nosotros –explicó el sacerdote, palmoteándole un hombro–. Ahora, vuelve a tus ocupaciones y no vuelvas a dudar de ti.

Albert se fue cabizbajo a la pequeña habitación acondicionada para su trabajo, sentándose en su acolchada silla, la que lo soportaría por largas horas, deteniéndose sólo para almorzar a mediodía, continuando su labor hasta que el sol se ocultase. La habitación era un cubículo conectado al interior del monasterio mediante una puerta, mientras que una de sus paredes conectaba con el exterior de la construcción y contaba con un orificio circular por el que entraban los brazos de los consultantes para contactar con Albert, dejando espacio suficiente para el intercambio de palabras, pero no permitiendo que los interlocutores se vieran. Por otra parte, fuera del cuartucho había un guardia que se dedicaba a cobrar a los visitantes por el trabajo del muchacho, antes de que fueran atendidos por este. Así pasó el día Albert, encerrado, respondiendo a todas las preguntas que le planteaban, esperando que pronto terminara la jornada para poder reposar.

¡Qué día más cansador! –exclamó Albert, masajeándose los hombros, siendo escuchado por unos monjes, quienes lo miraron con disimuladas expresiones de desprecio, algo a lo que ya estaba acostumbrado.

La noche por fin había llegado. El muchacho se dirigió a su recámara, la que quedaba en el subterráneo del monasterio, lugar que era cerrado después de que él se acostara, como si temieran que escapara del lugar. Mientras caminaba por la escalera que bajaba a su habitación, escuchó levemente una conversación, quedándose quieto para enterarse de la temática tratada.

…un niño mimado, no sabe lo que es el verdadero esfuerzo, sino fuera por su habilidad y el dinero que nos genera, lo tendríamos cocinando y limpiando todas las instalaciones –escuchó decir a un hombre, al que no pudo identificar por su voz, preguntándose de que dinero estaba hablando.

Albert se apoyó contra la pared de la escalera, sumido en sus pensamientos, entristecido al enterarse de como le veían los demás habitantes del monasterio y confundido por el hecho de que estuvieran generando dinero con lo que se suponía era una labor espiritual gratuita. Su cabeza estaba dándole vueltas a todo, procesando sus sentimientos, rememorando todas esas malas caras encubiertas de sonrisas que había recibido hasta ahora, todo tenía sentido; pero en ese momento, repentinamente, los vigorosos ojos de la anciana de sus sueños aparecieron como una nítida imagen en su mente, observándolo, haciéndole reaccionar. El día había acabado, tenía que descansar.

Mañana será otro día –pensó Albert, cerrando los ojos para obligarse a dormir, sin dejar de pensar en las palabras escuchadas, dejando intacta la cena que le llevaron a su habitación antes de que terminara de trabajar.

La escalera que conducía a la habitación de Albert fue cerrada como todas las noches, con un sigilo que ya había sido detectado hace años por el joven, pero que se empeñaban en mantener para asegurarse de que no tuviera oportunidad de irse del centro religioso. Leasoir contaba y registraba el dinero obtenido por el servicio espiritual entregado por su “protegido” como todas las noches desde hace ya más de doce años, momento en que el enclenque muchacho demostró su valía y dejó de dedicarse a atender a todos los hermanos del monasterio. A pesar de la desilusión de Albert, el cansancio le ganó la partida, durmiendo como un lirón. La noche se fue y el alba despuntaba, era hora de despertar, la puerta del subterráneo se encontraba abierta ya para el joven. La cena de la noche anterior estaba rebosante de moscas, algo bueno para Albert, tuvieron con que entretenerse mientras él dormía.

Hermano, hermano… ¿ha visto al señor Leasoir? –preguntó Albert a uno de los monaguillos que se aprestaban a desayunar, recibiendo una respuesta corporal negativa–. ¿Señor Leasoir?

Después de varios minutos de rastreo, encontró a su superior en la sala comunitaria de rezos, arrodillado frente a una escultura que pretendía referenciar al único ser divino, aunque la interpretación era más artística que algo basado en registros reales. Sus tripas se movían con sonoros retortijones, estaba muriendo de hambre.

Señor Leasoir, discúlpeme por molestarlo tan temprano… –articuló Albert, mostrando su siempre excesivo respeto ante las personas que representaban una autoridad para él.

Albert, ¿desayunaste ya? –respondió el hombre de fe sin observarlo, levantándose del piso y limpiando sus rodillas del polvo que reposaba sobre el suelo empedrado de la sala, mirando luego hacia arriba–. Haré que limpien nuevamente este lugar, al parecer hay tierra cayendo desde el techo…

No, aún no he desayunado, pero quisiera hacerle una pregunta de suma importancia –arguyó el joven, bajando la mirada después de observar la horrenda escultura que tenía en frente, mientras que sus entrañas sonaron guturalmente.

Pues nada es más importante para mí, obviamente después del único ser divino, que tenerte en las mejores condiciones, y eso incluye el que te alimentes como es debido –contraargumentó Leasoir, caminando hacia el ansioso Albert, evidenciando el hambre del joven.

Lo sé, no puedo quejarme de como me tratan, pero creo… bueno, anoche escuché… –balbuceó el joven, temeroso de plantear su interrogante.

No, no, no te coartes, Albert, exprésate sin tapujos –dijo el sacerdote, animando al muchacho a hablar.

Lo que pasa es que… bueno, no sé de qué manera comenzar, como le decía, anoche escuché a alguien, cerca de la puerta del subterráneo y me quedó una duda, pero no sé si sea verdad lo que escuché y… –comunicó Albert, persiguiéndose la cola por miedo a sonar como una persona conflictiva, temiendo también estar equivocado en lo que le plantearía a Leasoir. Sus tripas seguían sonando.

Leasoir le miraba atento, pero su expresión cambió del interés al hastío al cabo de unos segundos de escucharle, ofreciéndole una pequeña reprimenda.

Creo que deberías ir a alimentarte como es debido para ordenar tus ideas y prioridades antes de venir a consultarme, ambos tenemos tareas importantísimas que realizar este día y no podemos darnos el lujo de perder nuestro tiempo –afirmó Leasoir, interrumpiendo la verborrea de Albert, tomándolo por los hombros y sacándolo de la sala de rezos.

Pero señor Leasoir, estaba llegando al punto –respondió Albert, mientras era empujado amablemente de la sala.

Desayuna primero, después de que regreses de las compras puedes venir a hablar nuevamente conmigo –ordenó Leasoir, utilizando su arma definitiva contra el muchacho.

El rostro de Albert se iluminó al oír tales palabras, en todos los años que llevaba encerrado en el monasterio había salido unas pocas veces al exterior, muchas menos desde que descubrió sus habilidades divinas, como solía llamarlas Leasoir. Le encantaba salir a hacer las compras, podía pasarse casi todo el día comprando y al regresar nadie le decía nada; además, no importaba la cantidad de cosas que comprara, ya que siempre era acompañado por dos o tres de los hermanos del monasterio, cargando entre todos los productos comprados. Las expectativas que le producía el hecho de salir del monasterio le hicieron olvidar casi completamente la razón por la cual había venido a consultar a su superior.

Hoy será un día espectacular –susurró Albert, cayendo nuevamente en el engaño que Leasoir había fraguado hace ya mucho tiempo para mantenerlo contento y tranquilo, y que siempre utilizaba cuando el muchacho tenía momentos de ansiedad extrema.

El desayuno de ese día fue uno de los más deliciosos que había probado, el pan parecía ser más crujiente, como si estuviera recién horneado, y la leche estaba fresquísima, sin nada de natas flotando en su superficie, como si hubiera sido recién ordeñada. La verdad es que Albert no notaba que estaba siendo atendido para darle en el gusto en las pequeñas cosas que le alegraban la vida, con tal de desviar su atención de las situaciones agobiantes que lo pudieran estresar. Esta era una de las razones por las cuales era despreciado por casi todos los residentes del monasterio, que sólo lo toleraban por el hecho de que eran mantenidos casi en un cien por ciento por las remuneradas tareas que el joven realizaba desde hace años, remuneraciones que él no supo que generaba hasta la noche recién pasada y que ahora estaba olvidando por el coordinado engaño del manipulador sacerdote.

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La puerta del convento se abrió lentamente, dejando salir a cuatro personas, una de las cuales era Albert, mientras que dos de los religiosos tiraban de una carreta de madera vacía y el cuarto hombre “acompañaba” muy de cerca al extasiado muchacho. Gracias a que Albert trabajaba encerrado en su cuartucho, no fue reconocido por ninguno de los feriantes y compradores presentes en las tiendas dispuestas en la zona central de la ciudad, de otra forma se habría formado un tumulto en torno a él, imposibilitándoles las compras.

Después de más de un año, el lugar no ha cambiado mucho, pero estar fuera de la abadía en un día como este es maravilloso – comentó Albert, llenando sus pulmones con aire medianamente fresco, al menos no tenía el olor del viciado ambiente del convento, que olía a libros viejos y a encierro humano.

¿Qué tiene de maravilloso este día, niñato? Parece que viene una tormenta y tú lo ves como si fuera un día soleado y resplandeciente –respondió de mala gana el acompañante del joven.

No lo sé, pero esta amplitud me sienta bien –dijo Albert, extendiendo sus brazos hacia los lados, tocando el brazo del hermano religioso sin querer.

¡No me toques, id…! –gritó sulfurado el hombre, como si un leproso se le hubiera aproximado más de la cuenta, suavizando su trato al recordar las ordenes de Leasoir.

Perdón –gimió el muchacho, agachando la cabeza, para luego levantarla en dirección opuesta–. ¡Oh! Allá se encuentra lo primero de la lista, vayamos.

Las compras se realizaron como Leasoir les indicó a sus adeptos. Albert debía tener el mayor tiempo posible para elegir los productos que él considerara indicados, debiendo seguirlo por cada uno de los puestos del mercado si era necesario; además, debían tratarlo de la mejor manera posible con tal de que se sintiera cómodo y respetado, sin caer en obvias adulaciones que le hicieran percatarse de que lo trataban especialmente. El ingenuo muchacho estaba en las nubes, mientras que sus acompañantes casi estaban urdiendo como torturarlo y matarlo lentamente.

Sólo faltan un par de cosas más que no están en la lista, pero que el señor Leasoir y los demás hermanos agradecerán que llevemos –dijo Albert para animar a los desganados religiosos que cargaban a duras penas la colmada carreta.

Ya lo oyeron, apresúrense –ordenó burlescamente el acompañante del mimado joven, feliz de no tener que esforzarse tirando el vehículo como si fuera un viejo buey, recibiendo las fruncidas miradas de sus cansados compañeros.

Albert se dirigió con seguros pasos al negocio de siempre, en el que sabía que encontraría lo que buscaba, pero a mitad de camino se quedó paralizado, como si una luz cegadora le ocultara el camino a seguir, boquiabierto, con el corazón latiendo cada vez más fuerte, a punto de salírsele por la garganta.

No puede ser… –pensó, mientras una lágrima rodaba por su mejilla derecha.

¿Qué fue lo que dejó así a Albert?, ¿algún tipo de descuento del 99%?, ¿o tendrá alguna enfermedad neurológica que inutiliza su cuerpo? Esto y mucho más en el próximo capítulo de BLAZE!

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