Abro los ojos de a poco porque la luz del sol me incomoda. Estoy tirado en el medio de la calle, no recuerdo muy bien qué me pasó ni qué hago aquí. Me arde la cara y hay humo por todos lados. Ah, sí, ya sé. Vine a la manifestación.

Un grupo de personas está a mi al rededor cuidando que no me pase nada. Dos jóvenes me ayudan a levantarme y en el proceso siento crujir mis huesos. Una señora me cuenta que unos policías me atropellaron y me desmayé. Me duele la cabeza no puedo prestar mucha atención, se mueve todo. Dicen que van a llamar a la ambulancia y les contesto que no, que estoy bien, que las ambulancias vengan por los que están realmente heridos. No pienso irme. Voy a aguantar aunque se me reviente el corazón, aunque no pare de llorar y aunque no aguante el dolor. Nadie me va a sacar de aquí.

Le doy las gracias a los dos jóvenes que me levantaron y me ayudan a caminar. Mientras marchamos les cuento que hace mucho no puedo comprar los medicamentos porque están cada vez más caros y apenas me alcanza para comer. Mi señora tiene diabetes y necesita insulina. Pero con los recortes y el desastre que está haciendo el gobierno, los que tenemos que pagar somos nosotros los de clase media, los que más aportamos al Estado. Los muchachos me miran apenados y me dan la razón. Me cuentan que van a la secundaria y que se preocupan por el futuro y por las malas decisiones que está tomando el presidente de turno. Me dan esperanzas estos chicos, tienen la mente despierta y no consumida por la televisión, todavía quedan jóvenes así. Me siento un poco más aliviado a pesar del caos.

Entre los manifestantes se corre el rumor de que la ley de reforma previsional ya se ha aprobado en el Congreso. La gente empieza a gritar. Diputados hijos de re mil puta, no sirven para nada, no saben lo que es trabajar toda una vida. Justo que me estaba por jubilar, y ahora cómo hago para vivir. La policía tira gas lacrimógeno desde un edificio, todos se dispersan, corren de un lado a otro, desesperados. Somos como hormigas y nos están pisando.

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