Piel de un Guerrero sin Rostro – (In Principium 3) – Relato Breve

Piel de un Guerrero sin Rostro – (In Principium 3) – Relato Breve

Cipriano Jiménez

11/12/2017

Un suspiro moribundo ensordece las cañerías de una orilla olvidada y huye del temor de los prejuicios, como el aire serpentea entre las rocas. Una figura acabada malvive en sus pensamientos y entona una desenfrenada cadena de actos intransigentes, de firma humana equivalente al diablo. Víctima o compositor, vagabundo o señor, nadie escapa de su final: si la ira arrebata vidas, la ira las retornará con la función de poner fin a quien siempre ha rechazado recibirlo.
Con dolorida compostura, el joven Andrés entrelaza las manos, llenas de arena, y apoya los codos sobre un pequeño tronco. Exige justicia. Y, sin más aguante para el peso de sus brazos, deja caer la cabeza de nuevo en la oxidada orilla.
Justo después acecha una gran tormenta que fulmina las heridas en la espalda del muchacho, como balas de cañón en el pecho de un tierno cordero. La piel inerte tiembla ante la crueldad de los hombres, para adentrarse en un nuevo sentido de ambigüedad máxima. Maltratada piel de un guerrero sin rostro. No se deja nombrar. Las alas lo convierten en un enviado de plumaje putrefacto. La continuidad de la lluvia lo descubre por completo y lo deja a la espera de una sentencia divina.
El río retorna a su curso. El único final, la única escapatoria. Volver a arriesgar la vida por una causa a la que no se encuentra explicación.
La silueta se deshace de él y, como si levitara, con la sutileza de sus caricias, el río arrastra al muchacho y lo aleja del caos de unas ideas de falsa fachada.
La traición se cuestiona. Irrita la belleza de una criatura indefensa, incapaz de luchar por ella misma. Aunque no incapaz de pensar y reflexionar sobre las cuestiones vitales. No son cuestiones que determinen si el muchacho vive o muere: son cuestiones de importante resolución para él, para su vida.
Andrés, río abajo, trata de agarrarse a cada una de las piedras con la que choca en el camino. Intenta convertirlas en un apoyo, en supervivencia. No llega a atrapar ninguna, pero esto no implica no intentarlo de nuevo. Y vuelve a fallar.
Para mayor sorpresa, el abrumador periplo de un alma en pena termina donde empieza. Andrés es arrastrado por el río, hasta que llega nuevamente al lago. Y, antes de poder pestañear siquiera dos veces, lucha contra la corriente y consigue atracar otra vez en la orilla. Se pone en pie y admira la grandeza de su alrededor: el color de las flores, el verde de los árboles… Se nota cómo el contraste lo invade y lo sumerge en su dolor. Ha perdido la ropa. Desnudo, sus heridas sufrirán más. No encuentra el zurrón. También lo ha perdido.
La espalda le sangra. Comienza a llover y el agua la convierte en la ignorancia de un anarquista, cosida a latigazos.
Andrés intenta apoyarse en una de las palmeras, pero se encuentra con el suelo. Desolado por su propia maldición, sólo cierra los ojos por un momento y afirma que no volverá la oscuridad.
Cuando Andrés despierta, el reflejo de la sangre dibuja una sonrisa sobre una mesa. Está confundido. Unos troncos y unas tablas de madera, como las que por poco le arrebatan la vida, ahora lo resguardan del frío.
Un trapero, de barbas largas y de afiladas uñas, responde a un silencio sin pregunta y le ofrece una taza de achicoria.
Andrés, tras un primer vistazo, rechaza el trago. Aunque luego, se lo piensa mejor y le arrebata la taza al viejo. Está deshidratado y necesita recuperarse.
– ¿Cuántos días llevo aquí? -pregunta con curiosidad el muchacho.
– Tus padres no saben nada de ti desde hace tres días. Cuéntame, ¿cómo te has perdido?
El sucedáneo surte efecto en la mente del joven. El horror se vuelve más claro y los recuerdos más nítidos. Escucha unos pensamientos que exigen venganza.
Se presenta un nuevo desafío: revelar la verdad sobre el padre Dominico le llevaría al arresto por parte de las autoridades. De este modo, no podría saciar su sed de sangre.
Andrés le relata una historia casual y fácil de creer: un mal paseo por un lugar complicado llevó al muchacho a caer por un pequeño balate al interior del lago, donde fue recogido unos metros más allá, junto a la colina, en el bosque de palmeras.
El amable hombre, al tratar de comprender cómo había sobrevivido el joven a tal caída, se levanta del sillón donde estaba descansando para buscar un mapa de los alrededores y preparar el retorno de Andrés.
El mapa se presenta en forma de pergamino. Un mapa antiguo con mala señalización.
-Si eres capaz de llegar a la carretera principal, podrás alcanzar el pueblo en una tarde.
El muchacho contempla el pedazo de papel con atención, y una mueca surge de la cara del viejo. Queda perplejo por la rápida lectura del joven.
– ¿Dónde está mi ropa? – expresa Andrés avergonzado mientras oculta sus partes íntimas.
– Te recogí tal y como Dios te trajo al mundo –ambos ríen hasta superar la incomodidad.
El viejo trapero le muestra un pequeño baúl con uniones de cuero y el muchacho se viste con las ropas del que encuentra en el interior. Se acomoda con una fina cuerda unos pantalones de pana desgastados y se abotona una camisa que ha perdido el blanco, como Andrés ha perdido la confianza, repentinamente. Ata los cordones de los nuevos zapatos, levanta la vista por un momento y se percata de la tímida mirada del viejo, sorprendido por sus heridas. Carga con una pequeña cantimplora que cuelga de su espalda y, con el mapa en mano, gira el pomo de la puerta, y se sumerge en un resplandeciente exterior bañado por las hojas del templado otoño. El bondadoso hombre se asoma por la puerta y le regala a Andrés una pequeña sonrisa de satisfacción al ver al joven vestido con sus viejas ropas.
– Recuerda esto, hijo: no hay camino más importante en la vida que el camino que inicia uno mismo.
– Le agradezco toda su ayuda, señor. Ha sido muy amable.
– No hay nada que agradecer, comienza tu partida y llega antes de que anochezca -concluye complacido el anciano.
El joven Andrés se encamina hacia la siguiente ladera, atraviesa ríos y llena la cantimplora hasta poner pie en la carretera principal. Prosigue su camino y, al ver a un pájaro descansando sobre una rama, le viene a la cabeza algo que una vez le dijo su padre y que le dejó pensativo durante varios días: “Sólo uno es capaz de divisar lo lejano cuando es consciente de lo que ocurre a su alrededor”.
El muchacho dibuja una sonrisa de mejilla a mejilla. Querría saludar a su familia, pero sabe que es mejor hacerlo una vez que lleve a cabo sus planes. Reflexiona sobre esto incluso admitiendo que es peligroso que alguien entorpezca su venganza. Prosigue el camino señalado y se percata de unas huellas hundidas en la tierra.
– Un carro ha pasado por aquí a toda velocidad, y creo que no hace mucho -piensa.
Levanta la mirada y entrecierra los ojos. A lo lejos, observa un gran carruaje volcado sobre la fina arena. Sin pensarlo dos veces, Andrés agarra el mapa con fuerza y comienza a correr en ayuda de quien sea que haya perdido el control del carro. Poco a poco, percibe en el aire el espeso humo que se adentra en sus fosas nasales, un olor parecido a leña quemada. Ya alcanza a verlo, la madera del carruaje está ardiendo. Aprisa llega al lugar, recoge una gran manta tendida en el suelo y procura sofocar las llamas.
El fuego no se deja apaciguar y comienza a consumir el resto del vehículo. Entonces el joven considera un detalle: no hay caballo alguno en la escena y apenas queda mercancía en el interior del coche. Ahora lo entiende. Hay bandidos cerca. Andrés se parapeta detrás del carruaje. Este tramo de la carretera está franqueado por dos grandes arboledas de altos y finos abetos.
Puede ver cómo se acercan varios hombres encapuchados. Conforme van avanzando, distingue más detalles. Llevan consigo a un hombre mayor. Le sangra la cabeza. En ese momento, el muchacho busca algo con lo que defenderse. Encuentra desprendido el radio de una de las ruedas. Acecha a los bandidos; no lo hace como depredador, pero tampoco quiere considerarse una presa, no tan pronto.
El grupo de hombres ya toma presencia junto al coche, enfrente de Andrés. Parecen enfadados. Uno de los encapuchados comienza a maldecir en un idioma extranjero. Es entonces cuando azota la cabeza del pobre hombre con un bastón. El conductor cae ante su carro destruido y, a causa de su derrota, otro de los bandidos le amenaza con un trabuco.
Andrés, preso del miedo y también de la furia, se muestra y yergue su cuerpo y la vara de madera a partes iguales. Exclama un valiente grito y, con un gesto heroico, corre hacia el hombre armado. Pero, antes incluso de poder acercarse, otro de los encapuchados le sorprende por detrás y lo ciñe con los brazos. Andrés trata de liberarse, pierde el palo y queda desarmado. Aparece un tercer bandido y le propina un codazo en la cabeza. El joven cae sentado y, aletargado, no es capaz ni de reproducir una simple expresión facial.
-Vete -ordena el encapuchado dueño del trabuco.
El viejo arriero echa a correr hacia la arboleda próxima y se pierde entre los abetos. Ahora el tipo de patillas largas y de cejas pobladas se acerca al muchacho sin dejar de encañonarlo.
– No seas tonto y no hables de esto. Te lo dice El Topi y con eso basta. Lárgate.
Andrés se libera de las garras de El Topi y su banda, recupera el mapa y no deja de correr hasta llegar al pueblo. Allí está la imponente entrada de piedra que había sido defendida – por dos torres laterales – de los franceses hacía doscientos años. En esta ocasión, el pueblo tendrá que defenderse de un mal interno que ni mil torres pueden segar; sólo la conciencia de uno mismo al enfrentarse contra sus propias acciones.
El muchacho atraviesa la entrada y se dirige directamente a la plaza, donde toma asiento en un banco. Se descalza el pie izquierdo y examina el zapato con atención, tiene un agujero en la suela: probablemente apareció ahí cuando huyó de los bandidos. Adentra los dedos índice y corazón por el orificio para tener constancia de su magnitud. Esta vez no es el zapato lo que deja huella en el suelo, sino el suelo lo que deja marca en el zapato.
Andrés recoge un pequeño cartón del suelo y tapona la abertura de la suela, se calza de nuevo y le da un buen trago a la cantimplora, hasta vaciarla por completo.
Se dispone a buscar el pequeño afluente que atraviesa el pueblo. Callejea y se adentra en el lado oscuro de la gente. Deambula por zonas marginales y conflictivas hasta llegar al riachuelo. Primero llena la cantimplora y la observa como la única esencia de su sustento. En segundo lugar busca un palo. Debe ser robusto y consistente, buena madera. La empresa de tala de árboles se deshace de lo que sobra en la serrería y lo arroja al río, por lo tanto no es difícil para el joven encontrar lo que busca. Se descalza de ambos pies, deja los zapatos alejados del agua, en tierra firme, se remanga los bajos del pantalón de pana y las mangas de la camisa, para después sumergir los brazos en el pozo de la venganza.
El riachuelo, su confidente y cómplice, le proporciona todo lo que necesita para completar su represalia. A la derecha de Andrés asoma el hocico un perro, un chucho indiferente: busca el apego y el cariño que el muchacho no puede ofrecer, nunca más.
Consigue dos palos: el que buscaba y otro más pequeño y manejable. Lanza lejos este último, a las espaldas del perro, que comienza a roerlo agazapado y deja a Andrés en segundo término.
El joven abandona el agua y comienza, por fin, a preparar el primer paso de la derrota del padre Dominico, de los demonios que lo atormentan cada vigilia y que intentan enloquecerlo. Al borde de la corriente descansan hierbajos y una gran cantidad de yesca. Una planta muy seca que le facilitará su encuentro.
Desata la cuerda de los pantalones y rodea uno de los extremos del palo junto con la yesca, que envuelve la punta. Un nudo marinero mantiene los tres elementos compactos entre sí, incluso con el más brusco movimiento.
Se desabrocha los botones de la camisa y, enrollándola, seca el resto del palo. Se vuelve a enfundar la camisa, esta vez abierta para que luzcan las heridas del pecho. Recoge el calzado, apoya la antorcha en el hombro y se dispone a marchar. En este momento contempla los ladridos de felicidad del perro. El animal comprende que se separan y le agradece el anterior gesto.
Andrés vuelve a callejear por los mismos lugares. Pasea durante varios minutos hasta sentarse encima de un bordillo, frente al comedor social. Un hombre de ropas holgadas se sitúa junto a él y muestra especial interés por las heridas de su pecho.
– Tienes buenos zapatos -intenta disimular el vagabundo.
– Sin algo que corte, no hay trato -Andrés se muestra intransigente a la espera de una réplica por parte del limosnero.
El hombre abandona el bordillo y se dirige a la fila de personas frente al comedor, y reparte el olor nauseabundo del ropaje. Entabla una tímida conversación con una mujer de la fila. Las manos intercambian algo, pero Andrés no lo identifica. El vagabundo vuelve al lado del muchacho y, del bolsillo, extrae un punzón algo oxidado.
– Chaval, esto es lo único que tengo y necesito esos zapatos.
El joven apoya el calzado en cuestión sobre sus muslos y le retira los cordones.
– Todo tuyo -ambos cambian de posesiones.
El mendigo revela un gesto de agradecimiento, se calza y vuelve a la cola. Andrés, orgulloso, abandona el bordillo, se encamina hacia la iglesia y atraviesa los mismos tugurios. Ya se encuentra frente a ella: un enorme edificio.
La entrada presenta unos bloques de piedra que descansan sobre dos grandes cargas del mismo material. Una bóveda de y eso que alumbra las penurias de ese suelo de mármol que emite el frío tan característico de las iglesias. Un altar de madera lidera todos los asientos de cada fiel. El metal halaga a Dios desde el campanario plagado de nidos de cuervos.
Durante el paseo ha caído la noche y Andrés va a cumplir su deseo. Extrae los cordones de los bolsillos. Ata los extremos de cada uno y, en segundo lugar, los sobrantes los une rodeando la empuñadura de la llave hacia su libertad interior. Busca en torno a él y encuentra un pequeño cubo de hojalata que sirve de letrina a los mendigos.
La antorcha comienza a arder con ferocidad y, muy pronto, la madera se ve dañada por las llamas. Andrés toma el artilugio por las ataduras y la luz comienza a girar a su alrededor. Y, casi como si fuera una honda, suelta los cordones con toda la fuerza del dorso y la antorcha cae sobre el tejado de la iglesia, junto al campanario, sobre los nidos.
Ahora, el imperturbable silencio de la noche se torna vulnerable por los graznidos de unas madres incapaces de salvar a sus crías. Una enorme bandada emigra a cualquier otro lugar más seguro.
El muchacho se para frente al portalón. Las tejas se desprenden y el ruido de los impactos sobre el suelo sirve a Dominico como timbre de aviso de su propia muerte. La cerradura expresa sus últimos crujidos y la madera la imita hasta quedar henchida.
Se dirigen ambos una mirada de odio para obsequiarse con la crueldad de cada uno. A sus espaldas, los vagabundos corren con el propósito de dar la alarma en el pueblo.
Gran parte de la techumbre ha sido consumida por las llamas, que son visibles desde la calle.
Andrés se posiciona y embiste al cura distraído por los gritos lejanos de los lugareños. Los dos acaban en el suelo y el muchacho, rápidamente, se adentra en la iglesia y se pierde en la plena oscuridad. Dominico, por su parte, siente después de muchos años el que es su único deseo.
– Nadie nos interrumpirá -sentencia Dominico tras clausurar el portalón.
Andrés, ansioso, desata las ligas de la cantimplora y, entonces, varias tejas caen sobre Dominico. El sacerdote cae de rodillas y se cubre la cabeza. El muchacho comprende: Oportunidad. Arremete contra la espalda de Dominico – con las ligas de la cantimplora enrolladas en las manos- y lo sorprende por detrás al rodear su cuello con la cuerda y presionarlo contra él.
Dominico intenta librarse, pero cuando nota la pérdida de aire, aprovecha la luz que ofrece el orificio en la techumbre para arrollar a Andrés repetidas veces entre los bancos de madera. Los dos quedan en el suelo, el gigante y el tirador. Dominico se abalanza sobre el muchacho y, antes de que consiga estrangularlo, Andrés lo empuja con las piernas y el cura cae de espaldas al enlosado.
El joven echa a correr en busca de una escapatoria. La sala de las ideas y la habitación próxima se mantienen cerradas. Así, inicia la ascensión por una escalera de mano situada a la izquierda del altar.
– Y se hizo la luz -concluye Dominico con malévolas carcajadas que resuenan en la bóveda mientras Andrés la atraviesa.
Llega a la cima, los gritos del fuego exigen justicia y adelantan un pronto sufrimiento. La escotilla está podrida y no la puede cerrar. Se separa del potente humo y la altura invade la mente del joven.
De repente centra su vista en la escalera. Dominico está en el tejado. Las grandes hogueras repartidas por toda la techumbre son endebles cortinas, cómplices y testigos de un peligro inevitable.
– Eres valiente volviendo aquí; pero, aún así, tienes miedo -la voz del sacerdote devora toda la atmósfera y, a la vez, parece inaudita.
– ¡No te temo! -el mensajero empuña el oxidado punzón.
Dominico reaparece entre las llamas. Su mirada se antoja cuna de admiración, respeto e indiferencia. Una mirada que sólo un extraño sería capaz de producir.
– El miedo es algo especial e ilógico. Te puede fortalecer y matar a partes iguales. Sólo debes ser capaz de utilizarlo con firmeza, y no que él te controle a ti -Andrés antepone el punzón amenazante y los llantos de las llamas se coordinan, quieren sangre-. Ya te he dicho que no te temo. Ni a ti… ni a la muerte. De eso no te preocupes, yo ya estoy muerto.
El joven avanza y agarra al padre Dominico por la cabeza, busca convertirle en protagonista de un ardiente bautismo y hunde el punzón en el abdomen del recién converso.
– ¡Arrepentimiento! ¡Perdón! ¡Nada te librará! ¡Ni siquiera ser sacerdote! -enumera Andrés mientras entra en contacto con el cuerpo de Dominico en forma de un vital abrazo mortal.
– No sabes qué hay al otro lado. No has conseguido fijarte nunca, porque en ningún momento te ha interesado tu entorno -retuerce las entrañas del fiel girando el punzón clavado-. Los has tomado todo como un prueba divina, y lo peor de todo: perdiste el control, creyéndote Dios por un instante.
Andrés rompe a llorar, preso de los acontecimientos.
– Por muchos verdes prados -vuelve a retorcer el punzón y el sacerdote, a causa del dolor, sufre un espasmo-, por mucha humildad a la que te apegues, por mucha hostilidad que reprimas, no hay distancia suficiente ni el espacio ni en el tiempo para poder olvidar lo que hiciste.
Andrés observa los temblorosos ojos de Dominico. El fuego está por alcanzarlos, ya notan la abrasante calidez de la muerte.
– Puedo ver en ti, como un espejo sobre un río, el curso del miedo y la inseguridad -el sacerdote se atreve a exhalar su último aliento.
– Nadie atenta en mi nombre -concluye Andrés justo antes de ser devorado por la intimidad de las llamas.
El joven es, al fin, derrotado por sus propios demonios. La fría noche caldea las mentes de los lugareños expectantes por cómo una figura desaparece en su propia destrucción mientras se lleva consigo conversaciones, momentos, promesas y cánticos desaforados de un alma en peregrinación por el fino sendero entre el infierno y el paraíso.
La iglesia, devastada por las llamas, simboliza aún la antorcha de su interior.


Ilustración, edición y apoyo moral por Antonio Valero.

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