Apuntes de una carta imaginaria al padre

Apuntes de una carta imaginaria al padre

Todo es una ilusión; la familia, la profesión, los amigos, la calle; fantasía lejana o pobre, la mujer; pero la verdad más inmediata es apretar la cabeza contra el muro de una celda sin ventanas ni puertas.

El joven Kafka dejó un instante de escribir en su diario. Escribía a la luz tenue del candil, en la soledad protectora de su cuarto, en su mundo silente y nocturnal.

“—Tal vez, incluso, yo sea tan sólo una fantasía —meditaba angustiado— ¿Cómo puede mi madre hablar más de veinte palabras al día con un personaje imaginario? ¿Y mi padre? ¿Lo puedo culpar de nuestras diferencias? ¡Claro que no! El vive en el mundo real. Una vida hecha de cifras, de telas y botones, de riquezas y bienes, de lo material y tangible, donde el oro es la expresión de su más íntimo deseo.”

Tomó el farol y lo apoyó en el rellano de la ventana. La nieve había formado una espesa capa que cubría la acera.

—“Mi padre, a su manera, quiere lo mejor para la familia, que su heredero deje ese trabajo para pagar cuentas, que prospere y que siga con la empresa familiar. En otras palabras: que sea como él —meditaba con un sabor a las coles amargas en la boca— ¡Si él intuyera cuanto cuesta vivir en esta absurda realidad! Si por un segundo habitara mi piel, si tuviera conciencia de esta sensación agobiante de intrascendencia.”

—Hijo ¿qué haces ahí? —la voz, con frecuencia portentosa, sonó con inusual calma— ¿No puedes dormir?

Kafka hijo quedó sin palabras. Siempre, ante una interpelación del patriarca, comenzaba a tartamudear hasta quedar en silencio. Hacía bastante tiempo que sus respuestas eran nada más que mutismo.

—Franz ¿te sientes bien?

—No, padre —habló al fin— ¿Recuerdas la noche en que te pedí un vaso de agua desde la cama?

—Recuerdo, un capricho…

—Si, padre, un capricho de niño —la voz de Franz parecía la del padre: grave y admonitoria—. De un hijo que no ve a su padre más que a la hora de la cena, que no sabe lo que es compartir un juego ni un día de campo. Un niño que trata de llamar la atención ¿recuerdas que hiciste aquella noche?

—Apliqué un correctivo —respondió Hermann Kafka desde el oscuro.

—¡Vaya correctivo! Aún hoy, padre, cuándo escucho que vienes a mi cuarto, me aterra pensar que me vas a sacar de la cama y me vas a dejar en el balcón en blusa de dormir.

—¡Pero Franz! No había forma de acallar tus llantos…

—¿Por qué, padre, simplemente no alcanzaste el vaso de agua que reclamaba?

Kafka padre, que parecía agitado, se sentó en el borde de la cama, mientras Franz seguía hablando:

—Yo no puedo ni quiero ser como tú, padre. Quizá esto te decepcione pero para mi también es duro. Yo no soy alto, corpulento, decidido, con gran oratoria, como tú. Cuando me llevas al balneario no quiero salir nunca de la casilla. Mi cuerpo esmirriado no resiste la comparación al lado de tu porte. ¡Padre! ¿Tus denodados esfuerzos para enseñarme a nadar? ¡Tengo miedo al agua! ¿Entiendes?

—¿Por qué no dijiste antes todo esto?

—¿Cómo padre? Eres más considerado y atento con tus empleados que con tu familia; tú decides todo en esta casa, lo que se debe hacer y lo que no se debe ser. Incluso a nuestra madre le das el mismo valor que puede tener un mueble o un adorno, aunque creo que a estos los puedes encontrar aún más útiles —Franz siguió impertérrito—. Comprendo que por ser el hijo varón cifres tus esperanzas en mí para seguir con la estirpe de los Kafka, pero padre: delego el honor.

—¿Tan diferentes somos? —preguntó Hermann mientras se sacaba los zapatos— ¿Sabes, hijo? Vuelvo tan cansado de la tienda, tan harto de todo, que sólo deseo dormir. No era mi intención menospreciar, sólo deseo lo mejor para ti ¿Sigues escribiendo?

—¡Sí, padre! —una luz asomó en las intensas pupilas del joven— ¿Quieres que lea algo?

—No, hijo, como dije estoy agotado. Tal vez mañana, ahora me voy a dormir —Hermann Kafka salió arrastrando sus pies tan cansados como su alma—, tal vez mañana.

Franz estaba asombrado. En los últimos años no había cambiado con su padre más que un saludo protocolar, todavía no podía creer que él hubiera venido a su cuarto a hablarle. Además, no comprendía como él había tenido coraje para tamaño atrevimiento; decirle aquellas cosas tan duras en la cara. Sin titubeos ni tartamudeos, casi parecía un sueño.

Un rayo de sol lo cegó un instante, la llama del candil humeaba contra el cristal de la ventana. Sintió un intenso dolor en el cuello y a un costado de su frente. Se había quedado dormido apoyado en el dintel sobre la dura silla de madera. Todo su cuerpo estaba entumecido, casi tanto como su mente. Afuera la nieve reverberaba calle abajo.

—¡Claro, fue un sueño! ¡Una alucinación! —pensó decepcionado— ¡Hubiera sido tan lindo, padre!

El joven Kafka tomó el diario encuadernado en cuero, lo apoyó en el escritorio al lado del tintero y la pluma. La cama estaba intacta. Sacudió la cabeza tratando de alejar los recuerdos del sueño. Tal vez un baño le ayudara a exorcizar sus espectros diurnos, la agridulce resaca de sus quimeras nocturnas.

Se agachó cerca de la cama y tomó un par de zapatos de cuero ajado y sin brillo. Los cordones estaban raídos y la suela un tanto despegada. Además eran un par de números más grandes que los suyos.

Luego, de pasada, los dejaría al pie de la entrada del cuarto del padre.

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