Hábitos nocturnos

A Manucho Mujica Láinez

Los atardeceres de domingo, está comprobado, son terreno propicio a los suicidios. Seres solitarios como Alejandro lo sufrían e intentaban mil tácticas para no sentir esa depresión insensata.

¿Qué diferenciaba una tarde de domingo de otra cualquiera, de cualquier otro día?

Una vez que había recorrido por enésima vez todos los canales de cable, con sus opciones de películas que ya había visto una decena de veces, programas de entretenimientos con cierto parecido a la Corte de los Milagros, documentales con los hábitos sexuales de los moluscos en la Polinesia o diferentes disciplinas deportivas inverosímiles; se decidía y salía a caminar.

Esas caminatas le habían demostrado un par de cosas. La primera: mucha gente salía a caminar un domingo a la tarde porque no tenía otra cosa que hacer. La segunda: mucha gente pretendía que era feliz y se mostraba como tal, cuándo en realidad eran tan solitarios y depresivos como él.

Cierta vez tuvo otra enseñanza. No era bueno prolongar esas caminatas de noche y a lugares apartados. Le habían robado con rudeza, además de los golpes sintió el cañón del arma en su cabeza. Jamás podría olvidar esa sensación de impotencia. Con las primeras sombras volvía a su refugio urbano.

Aquel anochecer era aún más deprimente, el día siguiente era un feriado y el fin de semana largo hacía que la ciudad estuviera más despoblada que de costumbre.

Estaba lejos de su casa, ya anochecía.

—¡Taxi! ¡Taxi!

—Buenas jefe, ya me iba para mi casa —dijo el conductor—, estoy trabajando desde muy temprano…

—Son unas pocas cuadras, pero por seguridad prefiero no caminar ¿puede hacer un último viaje?

El tipo lo miró, le guiñó un ojo y le abrió la puerta trasera.

—¡Gracias! Cuándo lleguemos lo invito a tomar algo en el bar de la esquina.

—Bueno, eso se lo acepto, estoy muerto de sed.

Alejandro miró sin demasiado interés por la ventanilla. Algunos negocios estaban cerrando, unos chicos hacían malabares entre los autos detenidos en el semáforo. Había quienes le daban unas pocas monedas por sus juegos con esclavas. Cansado de mirar sin ver, comenzó a inspeccionar el interior del vehículo. En el espaldar del asiento del conductor figuraban los datos del titular. El que manejaba era un peón, no el dueño. En el otro espaldar había una especie de tapiz que dejó a Alejandro sin respiración.

—¡Pero! ¿Usted sabe que es esto?

—No muy bien, lo compré en San Telmo, en una feria; creo que es mexicano.

—Es azteca —dijo Alejandro—, Huitzilopochtli, el dios guerrero.

—Hui… ¿cuánto? —respondió el chofer sorprendido— ¿Usted es profesor?

—No, soy maestro de primaria, pero aficionado a la historia. Sobre todo las civilizaciones precolombinas. Le traduzco el significado: “colibrí azul a la izquierda”. Se representa con un hombre azul adornado en su cabeza con plumas de colibrí.

—¿Tiene algún valor? —pregunto codicioso el taxista.

—Eso sólo lo puede decir un experto, pero si lo compró barato en San Telmo, no creo que ningún anticuario se lo regale para que usted haga negocio.

—¡Ah!—agregó algo decepcionado.

—¿Le cuento algo sobre este personaje?

—Déle, todavía falta.

—La religión azteca tenía ritos sangrientos que ofendían la sensibilidad de los conquistadores y cronistas de la época. Y eso que ellos eran bastante salvajes. Pero para comprenderlo mejor le digo, ellos sostenían que su Dios se había sacrificado para que este mundo existiese, por lo tanto los hombres debían ofrecer aquello más valioso por los dioses: su vida y su sangre. Así se aseguraba que siguiera existiendo el mundo. El mayor honor de un guerrero era morir en el campo de batalla.

Planteada así, la necesidad cósmica del sacrificio humano parece explicar suficientemente el ritual de sangre practicado por los aztecas; pero no hemos de olvidar, por otra parte, el carácter aguerrido de esta raza que en dos siglos escasos, logró pasar de una situación de esclavitud y barbarie a la forjadora del que fue, acaso, el más poderoso imperio de la América prehispánica.

Se creía que estos privilegiados acompañantes del Sol, a los cuatro años de haber muerto se convertían en inmortales aves preciosas y se alimentaban con el néctar de las flores en los jardines del Tonatiuhichan, Casa del Sol, pudiendo también descender a la tierra. En cuanto a los hombres muertos en la piedra de sacrificios eran equiparados a los guerreros caídos en la lucha, pues se consideraba que con sus vidas habían alimentado al Sol, el guerrero divino que campea en el cielo.

Tonatiuh, el Sol, tenía en Huitzilopochtli, el dios propio de la tribu azteca, una de sus principales encarnaciones. Huitzilopochtli era el dios guerrero por excelencia. Un mito azteca refiere que Coatlicue, la vieja diosa de la tierra, después de haber engendrado a la luna y a las estrellas, llevaba una vida de retiro y castidad como sacerdotisa de un templo; una vez, mientras barría, se encontró una pelota de plumas y la guardó junto a su vientre; cuando quiso tomarla de nuevo, la bola de plumas había desaparecido, y ella, en cambio, se sintió embarazada. Al advertirlo sus hijos, decidieron darle muerte. Ella lloraba por su triste destino, pero el nuevo fruto de su vientre la consolaba desde adentro asegurándole que habría de defenderla. Así fue: en el preciso momento en que iba a ser sacrificada, nació Huitzilopochtli y con una serpiente de fuego cortó la cabeza de su hermana Coyolxauhqui, la luna, y puso en fuga a sus innumerables hermanos, los Centzonhuitznáhuac, las estrellas. Por eso, al renacer cada día, Tonatiuh-Huitzilopochtli vuelve a entablar combate con sus hermanos, la luna y las estrellas, y armado de la serpiente de fuego, el rayo solar, los hace huir; su victoria significa un nuevo día de vida para los hombres.

—¡Ese bicho es todo eso! —comentó azorado el conductor.

—Si —resopló resignado Alejandro con la sensación de haber explicado en vano.

El automóvil atravesó un par de avenidas y en poco rato estuvo en la puerta del edificio dónde vivía Alejandro.

—¡Lo prometido es deuda! Vamos a tomar algo.

—Poco, mire que mañana tengo que trabajar y ahora tengo que manejar hasta Dock Sud…

—¿Vive en Dock Sud? —preguntó Alejandro.

—Si ¿por?

—De pibe jugué en Victoriano Arenas y me crié en Barracas.

—Pero, mire usted, casi vecinos…

—¿Cómo está aquello? —inquirió Alejandro.

—Si no fuera por el aire envenenado y las aguas turbias, por la inseguridad y las drogas, es como si estuviéramos en el primer mundo.

—¡Mozo! ¡Dos cervezas! ¿Te gusta la birra?

—Si, pero poco ¿vio?

—Tuteame ¿como te llamás? —Alejandro entró en confianza.

—Carlos…

—Alejandro —se presentó—. Está bien, un poco y a casa.

Bebieron esas dos y un par más.

—Pobre tipo ¿Qué está haciendo?

Los dos miraron por el ventanal. Un andrajoso estaba abriendo una bolsa de residuos, tomaba algo del interior y lo llevaba a la boca.

—Sobreviviendo, Alejandro, sobreviviendo —respondió Carlos—, te asombrará

saber que otras cosas puede hacer un hombre para sobrevivir.

—¡Pero comer cosas de la basura!

—El ser humano se adapta a todo —Carlos hablaba con naturalidad—. En las guerras comían el cuero de los botines y ratas. A diferencia de otros animales el hombre no tiene problema en comerse a otro hombre.

—¿Antropofagia?

—¿Te acordás los rugbiers uruguayos en los Andes? ¡Hasta los aztecas eran caníbales!

—¡Creí que no sabías nada! —dijo asombrado Alejandro—. Pero debo corregirte, en el caso de los aztecas era un rito religioso. Así como en algunas culturas comer el corazón de otro guerrero se pensaba que aumentaba la valentía, en el caso de los aztecas era como un acto de comunión con los Dioses. Solo comían ciertas partes, cocinadas con recetas ancestrales y en grupo tribal, como una ceremonia. No era por supervivencia pura.

—¡Ah! Ya veo —asintió Carlos—, le agradezco Alejandro.

—Por favor, no te olvidés de tutearme.

—Si, claro —dijo algo cohibido— ¿Te espera tu familia?

—No, vivo solo… no tengo familia.

—¡Ah! ¿Provinciano?

—No —respondió Alejandro contrariado—, no importa, es un poco largo de explicar y no tengo muchas ganas de…

—¡Está bien! ¡Disculpá! No me quise meter en tu vida privada ¡Cada uno tiene lo suyo!

—No es por nada Carlos —dijo Alejandro entristecido.

—Escuchá Alejandro, tengo una idea. ¿Qué te parece si venís a casa? Así conocés a mi esposa y los chicos ¿si?

—No quiero molestar, además…

—No es ninguna molestia ¿Tenés algo que hacer mañana?

—No, es feriado.

—Entonces hecho ¡Te venís conmigo! Además hoy cocino yo, voy a preparar una carne estofada con mi receta particular.

—¿Algún secreto familiar?

—Podríamos llamarlo así —Carlos contaba con entusiasmo—. Para la receta necesito que la carne sea lo más fresca posible, de un animal muerto casi en el momento de la preparación.

—Pero ¿No se endurece demasiado si no la enfrías en el congelador?

—La mayoría coloca la carne en la olla cuándo está rehogando la cebolla, el echalote, las especias y mezcla todo, para que se macere durante al precocción. Yo preparo la salsa, con los vegetales cuándo esta casi finalizado, adiciono la carne para que se termine de cocer con sus jugos y mantenga la suavidad.

—¡Me diste ganas de comer!

—Entonces vamos, Alejandro.

—Dale Carlos.

El resto del viaje Carlos estuvo feliz como un chico que lleva un compañerito a tomar la merienda a su casa. Bromista y conversador.

A medida que se acercaban al Dock, las casas se iban espaciando y se veían fábricas de aspecto fantasmagórico, con sus grandes chimeneas despidiendo veneno al cielo. El aire tenía un olor picante, un hedor a manzanas pasadas. Costaba respirar. Además había un zumbido constante. Las maquinarias no ensordecían, pero el ruido era continúo. ¿Cómo se podía vivir en aquel lugar?

—Adelante ¡No seas tímido! —dijo Carlos mientras abría la puerta de su hogar más que humilde—. Esta es Estela, mi hija mayor, y aquella Estrella la menor. Mi mujer salió ¡pasá! Vamos a tomar algo mientras termino de preparar la cena.

Alejandro se quitó la campera. Pese a que la temperatura afuera era muy baja el tenía calor. Desde el comedor podía ver un patio pequeño atiborrado de cosas en desuso como: un lavarropas oxidado, un jaulón vacío, algunos neumáticos y una bicicleta desarmada. Contra un rincón se veían las llamas de una fogata sobre la que pendía un caldero sostenido por cadenas. Carlos se acercó y echó un par de puñados de especias, luego revolvió el contenido hirviente. Tomó un cuchillo de hoja ancha y en un santiamén pelo y cortó un par de cebollas, un apio y algunas zanahorias.

Alejandro estaba extrañamente feliz, algo somnoliento por efectos del alcohol. Pero no rechazó la oferta de un brindis con vino tinto.

—¡Por la bendición de una buena cena!

—¡Salud!

Pese a su bienestar, Alejandro estaba un poco incómodo. Las dos niñas lo observaban con aire ansioso. La menor tendría unos diez años, disimulaba algo su curiosidad. Pero la mayor lo miraba con desfachatez y atrevimiento. Carlos entraba y salía del comedor al patio. La jovencita quinceañera no le quitaba los ojos de encima. Su mirada afiebrada decía más que todas las palabras.

—Estrella andá a buscar a mamá y los tíos, ya estoy por servir la cena. Y vos Estela ayuda a Alejandro a ponerse cómodo —Carlos alzó el vaso mientras guiñaba un ojo. Se fue al patio de nuevo.

La más chica salió mientras Estela se acercó a Alejandro. Sus pequeñas manos expertas abrieron la camisa de él y se la quitó. Alejandro estaba luchando con su confusión. Estaba horrorizado y temeroso. ¿Y si entraba Carlos de nuevo? Por otra parte, esa situación extraordinaria lo excitaba. Le era placentero ver como aquella criatura tomaba un cuenco y con sus manos le embadurnaba su pecho desnudo con un amasijo con olor a salvia, romero y albahaca.

El corazón le latía desbocado. No sabía si era de terror o de un deseo impropio.

Por un segundo sintió que la sangre se le helaba en sus arterias. Fue cuándo Carlos entró, miró lo que pasaba, alzó su copa nuevamente y volvió a retirarse.

¿El padre consentía lo que estaba sucediendo?

¿Era algún tipo de pervertido?

¿O prostituía a la niña?

No pudo seguir pensando en ello mucho más.

La niña la había abierto su bragueta. Con un hábil movimiento le había quitado los pantalones. Quiso protestar, pero ella había hundido su cabeza entre sus piernas. Contuvo la respiración esperando el placer. Preparó un largo suspiro de deleite. Pero en realidad no sucedió lo que imaginaba.

Abrió sus ojos. Vio a Estela olisqueándolo. Luego tomo más del contenido del cuenco y se lo pasó por los muslos y el vientre. La sensación era de placer y desasosiego. El sueño que se iba apoderando de él hacía que una impresión de irrealidad rodeara toda la escena. Así es que no le sorprendió cuándo Carlos atravesó la habitación con el cuchillo de hoja ancha en la mano. Era casi como estar soñando.

Antes de quedar realmente dormido, escuchó un rumor de voces, algunas risas infantiles y la voz de Carlos, mientras abría la puerta:

—¡Pasen! Ya estaba por poner la carne en la salsa. Tenemos un invitado para comer.

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