Flavia


Una ráfaga de viento mueve la cortina. Flavia se revuelve en su bañera de alabastro y para por un momento de frotarse con los perfumes de nardos y rosas que le dan a su piel ese suave aroma que seduce a los hombres. No le gusta ponerse almizcle, como algunas mujeres de los barrios menos favorecidos. Le resulta muy fuerte. Se relaja en su baño, pensando en Mario, pero otra vez, el viento vuelve a agitar la cortina que separa su estancia del Impluvium.

Llama a sus esclavas, pero no responde nadie. Es extraño, porque siempre están dispuestas a acudir al menor gesto de la Dómina. Sus esclavas son de origen visigodo, pero llevan a su servicio los años suficientes para haberse romanizado. Desde hace ya mucho tiempo, desde antes de la época del gran Emperador Constantino, los pueblos bárbaros de allende el Rin y el Danubio son fuente de esclavos y de soldados para el ejército. El imperio romano tiene una extensión enorme y no tiene suficiente gente para funcionar, algunas regiones están totalmente despobladas, por lo que hubo que hacer tratados con los pueblos bárbaros para integrarlos y romanizarlos. La integración, en general, había sido satisfactoria, aunque en algunos casos hubiera fricciones, disputas y peleas entre romanos de pura cepa y “nuevos” romanos.

Flavia llama de nuevo a sus esclavas sin resultado. Inquieta, sale del baño y se envuelve en su clámide. Se dirige hacia el pórtico que conduce al Impluvium. Fuera ha hecho un día tórrido aunque a la caída de la tarde un aire fresco supone un alivio para la ciudad quemada por el sol. Sin duda es ese fresco nocturno quien ha agitado la cortina, se dice Flavia. Pero, detrás, en un pliegue de la tela, se adivina una sombra oscura, que se abalanza sobre ella. Flavia grita, pero una mano fuerte y nervuda le tapa la boca. Siente que le arrebatan la clámide. Gime y se retuerce, pero no puede resistirse. De repente, se produce un alarido ronco y las manos que la sujetaban caen flácidas. Un chorro de líquido rojo y caliente le baña la cara. El cuerpo musculoso que la había atacado cae sobre ella, inerte, con la garganta traspasada. Detrás, de pie, está Mario, con su espada ensangrentada. Flavia llora y tiembla de la emoción. Se abraza a Mario y mira el cadáver rubio que está tendido en el suelo. ¡Es Agila, un pretoriano de la guardia de palacio! Exclama.

Ambos comprenden que tienen un problema. Cierto es que Agila la había atacado y la había intentado violar, pero eso era difícil de demostrar. Se trata, además, de un personaje al servicio de palacio, no un esclavo. Mario reacciona. Arrastra el cuerpo de Agila hasta la bañera de alabastro de Flavia y lo sumerge. Con la cota de mallas el cuerpo se hunde. Flavia limpia cuidadosamente toda la sangre de la estancia y en el agua de la bañera, que ha enrojecido, vierte todos sus frascos de almizcle de color violeta.

Flavia y Mario se sientan a reflexionar. Es evidente que Agila había sobornado a todas las esclavas, por lo que, lo más probable es que no aparezcan en toda la noche. Mañana recibirán su merecido, piensa Flavia, pero ahora, tienen tiempo suficiente par decidir qué hacer con el cadáver del pretoriano godo. Ravena, por la noche es una ciudad tranquila, lejos del alboroto y la depravación de Roma. Pasadas unas horas, montan el cuerpo de Agila en una carreta y en el silencio de la noche lo llevan hasta un mausoleo que está construyendo la Emperatriz Gala Placidia. Hay varias tumbas vacías, sin duda previstas para la Emperatriz y su descendencia. Depositan el cuerpo de Agila en una de ellas. La tumba es pequeña, pero le doblan las rodillas al godo y lo introducen, la tapan con una losa y la sellan.

Varios siglos después, unos arqueólogos investigan las tumbas del mausoleo de Gala Placidia. Desde hace mucho tiempo, se sabe que Gala Placidia no está enterrada en su mausoleo, pero queda por elucidar a quien pertenecen las pequeñas tumbas que hay en el interior. Casi todas están vacías, pero al abrir la última, un aroma perfumado, de almizcle, nardo y rosas se expande por el recinto. Dentro, hay un cuerpo incorrupto. ¡Milagro! ¡Milagro! Exclaman los testigos…

Desde entonces, el pueblo de Rávena va todos los años en procesión a la tumba, cantando sones religiosos y pidiendo favores al santo varón desconocido que, sin duda, los observa desde el cielo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS