La leyenda del vagabundo de Viena

La leyenda del vagabundo de Viena

Austria, Año 1909

Los dos hombres caminaban a orillas del Rin, en una indefinida zona dónde convivían los cafés con los kneipe, los mendigos y artesanos con los navegantes y los pillos, los paseantes con las meretrices. Viena, por aquellas épocas, era una ciudad cosmopolita en dónde arribaban los checos, los polacos, serbios, gitanos y todos los que de alguna u otra manera trataban de huir de la depresión económica que se esparcía por Europa como un voraz incendio. Aquellos dos hombres estaban bien trajeados y conversaban animadamente, mientras bajaban por la Tabor strasse hasta la intersección con la Prater strasse. Tomaron asiento en una mesa al aire libre en un bar justo frente al Ferdinand Überbrückt, sobre el canal Donau. Cruzando el Puente Ferdinand, caminando unas pocas cuadras, se encontraba el Reichpalast Holfburg y la Kathedrale von Heiligstsphane, lugar elegido por algunos pintores callejeros como modelos para sus cuadros. Tanto la Catedral como el Palacio Imperial solían ser los temas preferidos de los artistas. También una sinagoga que estaba sobre la Sänger strasse. Una vez concluidas sus copias iban hasta los muelles, dónde pululaban los turistas, y se acomodaban sobre la Donau strasse en apretadas hileras para hacerse de un puñado de billetes.

—¿Estamos listos para el viaje? ¿Falta algún detalle? —el hombre tenía un rostro anguloso y usaba unos anteojos de marco redondo. El otro, unos veinte años mayor, tenía un aspecto señorial con sus encanecidos cabellos y su bien cuidada barba. También usaba anteojos con marco de metal.

—Carl, nuestro viaje a Estados Unidos me entusiasma —hablaba con gran jovialidad—, pero antes de partir quisiera que conozca cierto joven que conocí hace algunos meses, un pintor callejero. Ya debe estar arribando a la Donau strasse.

—¿Es el autor de algunos de esos cuadros extravagantes que tiene en su estudio?

—Si, los he comprado con la exclusiva finalidad de poder conversar con él —movía sus manos en forma expresiva—, en sus cuadros ya se nota parte de una personalidad dual. Por ejemplo, los temas son sencillos, casi infantiles, ingenuos. La técnica es muy pobre. Pero la intensidad de las pinceladas y el uso de los colores denotan un temperamento enérgico y avasallante.

—Sigmund, nadie lo obliga a colgarlos en consultorio —interrumpió Carl con una sonrisa.

—Él muchacho es muy joven, debe de andar por los veinte años —prosiguió Sigmund—, tiene una personalidad indescifrable. Por un lado gusta de agradar a los demás, necesita de la aprobación ajena. Es amable y seductor, pero, por otra parte…

—Me tiene intrigado —dijo Carl—, más con la personalidad del muchacho que con su talento plástico.

—Hubo un par de sucesos que me revelaron su otra personalidad patológica, incluso peligrosa —Sigmund hizo una breve pausa—. El muchacho tiene un socio, una persona con mucho talento para la venta, en esencia no es artista pero vende las obras de él y comparten los beneficios. Pero ese día discutieron por diferencias de dinero.

—¿Qué ocurrió? —urgió Carl

—El muchacho agradable se transformó. Daba golpes a la pared, movía los brazos airado y dando mandobles. Sus ojos parecían salirse de sus orbitas. Por momentos se abrazaba y hasta parecía entrar en estado de epilepsia. Más que gritar escupía las palabras.

—¿Lo agredió al socio? —inquirió Carl.

—No, en un instante reparó en mi presencia —contestó Sigmund—. Se calmó y siguió conversando como si no hubiera sucedido nada.

—¿Piensa que fue una negación?

—No, mi buen Carl, no era su instinto de autodefensa —Sigmund miró a Carl a los ojos—. Es algo más retorcido, más profundo. Es como si el sujeto actuara su enojo, o lo que es peor, pudiera dominar su ira a voluntad para lograr cierto efecto sobre el auditorio ¿Entiende?

—Creo entender —suspiró Carl—, así sea un sujeto agradable como temible, su objetivo es manipular a los demás. En este caso a su socio. ¿Otro caso de histeria?

—El cuadro familiar es problemático.

—¡Mi querido Sigmund! ¿Piensa tratarlo?

—Es sólo deformación profesional, curiosidad —retrucó Sigmund.

—Que no se le transforme en obsesión, sino voy a tener que tratarlo yo a usted —dijo Carl entre las risas de ambos.

—Bien, el muchacho es oriundo de Branau am inn, un pueblito en la frontera austro-bávara —prosiguió Sigmund—. Su padre, Alois, era un buen empleado de las Aduanas Reales, pero tenía pocas luces, era alcohólico, golpeador y resentía la vocación artística del hijo. Decía que los pintores eran todos vagos y afeminados. Por el contrario Klara, la madre, era un ser dulce. La única que lo apoyaba, pero poco podía hacer ante su marido veinte años mayor a ella.

—Comprendo —asintió Carl.

—Una vez muerto Alois y pese a que Klara esta muy enferma, decide partir hacía Linz —Sigmund siguió con voz ronca—. Allí se produce otro quiebre en su personalidad. Sufre una nueva humillación porque no puede entrar a la Universidad, pues no tiene certificado de secundaria. Pero traba relación con un profesor, Leopold Pöscht, que luego se transformaría en ese padre que siempre quiso tener.

—¿Cree que hubo algún tipo de pulsión sexual?

—Él aún no lo asumió en forma conciente, pero algo de eso hay —respondió Sigmund—. Como sea, Leopold le muestra un mundo que él sólo intuía. Lo llevaba a la Opera, escuchaban la música de Wagner, le hablaba de la mitología germánica, de las Walkirias, de los Nibelungos, del oro del Rin. Reinterpreta de manera libre los escritos de Niezchte. En definitiva lo transforma en un pangermánico recalcitrante con un odio profundo hacía los serbios, los checos, los gitanos y, en especial, hacía los judíos y todo aquel que no tenga sangre aria.

—¿El descubrió que usted era judío? —preguntó Carl.

—Si, Carl —tosió para aclararse la garganta—. Sin ningún tipo de rabieta lo llamó a su socio y dejó que terminara mi atención. Permaneció frío y distante. Lo llamativo es que yo sospecho que desde un comienzo el sabía que yo era judío, pero como era un buen cliente y pagaba por sus cuadros más de lo que valían, me toleraba. Incluso soportaba estoicamente mis interrogatorios.

—Tal vez dijo algo que lo importunó —dijo Carl—. Haga memoria, Sigmund.

—No lo recuerdo. Aparentemente él tampoco, porque en días posteriores siguió tratándome como antes del incidente —respondió Sigmund algo desconcertado— ¡Ah!, pero allá está llegando.

Desde el otro lado del Canal Donau, sobre la calle del mismo nombre un muchachito flaco y bajo estaba acomodando sus atriles y lienzos. Tenía un sobretodo largo, negro y algo deforme. Sus cabellos lacios estaban un poco largos y bastante grasientos, debajo de un sombrero que había perdido su forma original en algún momento de su larga existencia. Su era piel muy pálida. El rostro no salía del común, pero enmarcaban lo más llamativo de aquel hombre; un par de ojos penetrantes, como ascuas en el medio de la noche más negra. Su mirada, aunque pasiva, podía molestar de tan enérgica.

—¡Buen día, Adolf!

—¡Buen día doctor Freud! Buen día señor…

—Es un colega, el doctor Jung —los presentó Sigmund—. Carl el es Adolf, el joven pintor de quién le hable.

—¿Usted es austriaco doctor? —indagó Adolf.

—No, soy suizo —respondió Carl.

—¡Ah! muy bien —respondió Adolf por cortesía—. Doctor Freud, doctor Jung. ¿En que les puedo ser útil?

—Llámeme Carl, joven. Estaba viendo alguno de sus cuadros, me gustaría tener uno. Parece que usted fuera egresado de la Universidad de Arte.

—No. en realidad esa es una gran frustración. No me admitieron —el joven parecía sinceramente apenado—. Creo que influyo el hecho de no tener un certificado de estudios.

—Tengo algunos conocidos en la Universidad —dijo Sigmund—, no le prometo nada, pero tal vez le puedan ayudar.

—¡Bien! ¡Bien! —dijo Adolf entusiasmado como un niño— Veamos que le interesa Carl.

—¿Tiene algún cuadro de la sinagoga de Sänger strasse?… se la quiero regalar a un amigo —respondió Carl.

El rostro de Adolf se contrajo. Los ojos se le blanquearon.

—¡Yo no pinto sinagogas! ¡Puede pedirme lo que quiera, pero nunca sinagogas!

El cuerpo se le había puesto tenso. El cuello tiraba su cabeza hacia atrás.

El socio de Adolf se acercó presuroso.

—¡Disculpen, señores! Mi amigo esta muy cansado. Anoche estuvo toda la noche pintando, casi no durmió. Además llegamos tarde al comedor comunitario y no comimos gran cosa. Sus nervios están destrozados. Disculpen.

Sigmund tomó un puñado de billetes y se los dio al joven. Luego tomó del brazo a Carl y se retiraron presurosos.

—Mi buen amigo, ¡fue muy imprudente!-dijo Freud.

—Sigmund, si tenía que haber una reacción, tenía que ser lo más rápido posible —respondió Jung—. Debía saber a quien estaba analizando. ¡Pero mi Dios! jamás pensé.

—Mi querido Carl, tal vez el imprudente fui yo. Tendría que haberle advertido más sobre este sujeto antes de presentárselo —el gesto de Sigmund era de abatimiento—.Yo opino lo siguiente: su pulsión de muerte es superior a cualquier otra que yo haya conocido.

—Usted sabe que no comparto plenamente esta teoría…

—Si, ciertamente —respondió Sigmund—, pero este sujeto interpreta esta teoría de otra manera. No siente que la vida sea difícil. No desea morir para no tener que tomar más decisiones. No lo atemoriza tener que lidiar entre las necesidades de su cuerpo, sus deseos y los condicionamientos sociales. El quiere eliminar todo lo que le causa malestar, los objetos y los sujetos que le impiden llegar al placer.

Freud quedó pensativo unos instantes. Luego agregó:

—Hace seis años que vive en las calles, pero no se asimila como un vagabundo más. Se sabe diferente. Es como una crisálida en estado larvado, acumulando resentimientos y desprecios, escuchando la voz de los otros desplazados. Es más convive con ellos, pero su fin no es la supervivencia, la permanencia. Tiene otros objetivos que no alcanzo a entender del todo.

—¿Qué es lo que lo molesta de este hombrecito, Sigmund?

—¡Ojala lo supiera! —retrucó—, pero ese hombrecito, según dice usted, presiento que puede llegar a cumplir con sus deseos. Eso no va a ser nada bueno para mucha gente.

Cuenta la leyenda que aquel pintor callejero, por los inextricables caprichos del Destino, no logró descollar en el arte. Pero encontró su vocación, primero en el ejercito, más tarde en la política y por último en las estrategias de la muerte.

Sigmund murió lejos de Viena. Carl, en cambio, siguió de alguna manera ligado a Adolf.

Adolf, a diferencia de aquel otro vagabundo de bombín y bastón que se perdía en los horizontes plateados del cine, aún vagabundea entre los restos de ciudades arrasadas, de los campos de muerte abandonados y de cierto sórdido refugio parecido a un sepulcro.

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