Misiva a San Petersburgo

Praga, 27 de mayo de 1914

“Mi muy querido amigo:

Hace ya tres largos años que has estado en nuestra casa y no se te deja de extrañar. A estas horas estoy sólo en mi cuarto, pensando si tal vez mi padre querrá jugar una partida de Karten, a lo cual ya nos hemos acostumbrado. Me pregunto si el tiempo será inclemente en esas lejanas tierras y si ya has hecho alguna amistad. Por lo que me dices, pese a que tus negocios han prosperado, te sientes un extraño en tierra de extraños. Tal vez, querido amigo, fuera preferible que resignaras algo de tu ambición para tener aquellas cosas realmente importantes de la vida: afectos genuinos y cercanos.

Por mi parte, te tengo reservada una sorpresa que espero te resulte grata, estoy por comprometerme con una joven de familia acomodada, que se afincó en nuestro barrio al poco tiempo de tú partida. ¿No sería, tal vez, esta ocasión propicia a arrojar por la borda todos tus intereses materiales, y tener tu grata presencia en nuestra ceremonia de compromiso?

El único cambio evidente será que dejarás de tener un amigo para tener un amigo inmensamente feliz, y una amiga fiel, que para un hombre soltero como tú es una gran bendición. No debes sentir ningún tipo de obligación ante esta invitación, se que seguirás lo que te dicte tu buen criterio y los dictados de tu corazón generoso. Aprovecho para enviarte un cordial saludo de mi futura prometida y mis mejores deseos para todo lo concerniente a tu persona: Georg Bendemann”

El hombre dobló el papel en cuatro antes de introducirlo en el sobre. Luego miró a través del ventanal la ventisca que azotaba la ciudad. A esas horas, casi de madrugada, toda la ciudad lucía blanca desolación, ni siquiera pasaba un carruaje ni el antiguo tranvía El parque tenía sus árboles desnudos y el lago cubierto de una delgada capa de escarcha. Incluso el Callejón del Oro, con los fulgores de la nieve y la luz de luna, parecía de plata. La oficina estaba iluminada por un tenue candil mientras el hombre inventaba excusas para postergar el regreso a casa. Al día siguiente sería sábado, para el hombre los fines de semana eran eternos.

Tal vez mañana se abrigaría bien y saldría a caminar por la orilla del río. O quizá encendiera los leños y aprovechara el descanso para leer y escribir. ¿Escribir? Si, probablemente una esquela corta y sobria sin destinatario determinado.

Se irguió y apagó las últimas luces de su prisión cotidiana. En realidad no podía escapar de si mismo. Cuando estaba allá, deseaba estar acá; y cuándo estaba allí, quería estar en otro lugar. Incluso las personas no le eran imprescindibles, aunque a veces tomaba conciencia de su soledad y añoraba tomar un buen cogñac con algún amigo verdadero.

—“No se puede espulgar la libertad del individuo, no hay hendiduras en el cerebro para seguir viviendo” —pensó taciturno.

La borrasca giraba a su alrededor al igual que aquellos pensamientos. Al doblar la esquina casi se tropieza con un guardia, que le dice:

—¿Por qué piensa esas cosas, señor? Si sigue con esos pensamientos deberemos cobrarle el impuesto a las ideas impropias.

Siguió su camino sin contestar e intentando no pensar. Los mudos edificios tenían la consistencia de la niebla y las sombras Una anciana, en el dintel de una casa abandonada, se iluminaba con una luz de acetileno, sobre ese fuego daba vueltas algo que parecían unas salchichas. Le sonrió mostrando unos pocos dientes renegridos y sus malvados ojos de diablesa.

—Buenas noches señora ¿usted conoce a alguien llamado Franz Kafka?

—¡Jesús! Yo soy Kafková Frantiska. Mi padre era carnicero equino, se llamaba Frantisek Kafka.

—Pero, usted no me ha respondido ¿sabe usted de alguien llamado Franz Kafka?

—Señor Bendemann, estas horas son propicias a las historias de homúnculos, íncubos y brujas —siseó la vieja—. Por las mañanas Praga resplandece con sus cien cúpulas de oro. A la noche salimos nosotros, los espectros, y la ciudad es nuestra por unas pocas horas.

—Sigue sin responder, señora —dijo el hombre contrariado.

—Cuando alguien pregunta algo debe tener paciencia para escuchar la respuesta —la vieja volvió a mostrar su pútrida sonrisa—. La persona por la que usted pregunta tal vez no exista. Quizá sea sólo un personaje en una trama que ni él llega a comprender.

—Pero, si existe ¿dónde lo puedo hallar?

—Señor Bendemann ¿se le ocurrió pensar que usted, yo y la misteriosa noche de Praga podamos ser la alucinación de la mente afiebrada del tal Kafka?

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