El veroño

El veroño decidió que no me sirviera nada de lo que había metido en la mochila. Se suponía que un largo fin de semana de octubre en Galicia supondría padecer el adelanto del frio invernal que más tarde llegaría a mi ciudad mediterránea. Calcetines gordos de lana,camisetas térmicas, ropa de abrigo, rellenaban todos los huecos demi pequeño equipaje. Mi vuelo salía a las 6:30 de la mañana destino a Santiago de Compostela. Era el más cómodo para ese viaje porque, al llegar a destino a las 9:30, me permitiría empezar el viernes a buena hora, con todo el fin de semana por delante

Al salir del avión por el pasadizo metálico, ataviado, tan previsor, con mi impermeable amarillo, nervioso porque iba a pisar la tierra de mis padres, me lancé al móvil para comunicarles mi llegada ydecirles, de paso,que la temperatura que había anunciado el piloto al aterrizar, 26 grados, me hacía verque mi atuendo contra la lluvia y el haber rellenado mi mochila con tanta ropa de abrigo, había sido un error. Estaban pendientes e ilusionados con mi viaje. Esa llamada, que debió ser corta, se alargó lo suficiente- mi madre siempre se enrolla más de la cuenta- como para quetodos los viajeros que me acompañaban en el vuelo, las azafatas y los pilotos, pasaran por mi lado dejándome atrás. Al colgar y volversobre mí la atención que la conversación me había usurpado, descubrí, dada la ligereza de mi espalda, que mi mochila se habíaquedado en el avión.

− ¡Señorita , por favor!−le grité a la azafata corriendo y poniéndome a su altura− ¡mi mochila se ha quedado en el avión!¡Debajo de mi asiento. El número 9F!

En ese instante, corriendo a toda velocidad, en sentido contrario al nuestro y al de los pasajeros que entraban andando en el aeropuerto desde el “finger” , tropezando con nosotros y empujándonos violentamente, al grito de ¡al suelo, al suelo!, un grupo de unos diez policías y dos perros, armados confusiles y máscaras, trajes negros antiexplosivos, gafas protectoras, cascos y enormes botas de caucho, entraban en el pasillo de acceso al avión, armando un tremendo estruendo entre gritos, carreras y ladridos.

Asomándome a ese tunel de entrada al aparato, levantando algo la cabeza, desde mi posición tumbada en el metálico suelo, pude ver entre los pies del equipo de artificieros, como lanzaba a los perros a oler mi mochila, bajo el asiento 9F, de la que salía el sonido de unos pitidos intermitentes, que producía mi despertador y que yo, previsor, había colocado entre mi ropa, programado, como siempre, a las 9:45.Seguidamentela agarrabancon unas enormes pinzas de acero y la introducía en una especie de cilindro metálico que cerraron con una tapa de rosca, como se cierra una olla a presión.

Aún tumbadas en el suelo, junto a mí, las azafatas me lanzaron una sonrisa burlona y cercana a una despreciativa compasión que yo respondí con otra sonrisa, parecida, pero de afirmación, mientras nos levantábamos todos los allí presentes, sacudiéndonos yrecomponiendo ellas sus atuendos, chaquetillas y pañuelos, los pilotos sus gorras e insignias y yo mi impermeable amarillo.Ya en pie enfilé la puerta de salida a la calle, muy serio y digno, sin siquiera girarme, dejando atrás para siempre mi mochila y mis mudas que, efectivamente, en este veroño gallego yade nada me iban a servir.

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