CLAVELES DE PAPEL

Salió del hospital con la sempiterna sonrisa cosida a su corpachón. Caminaba con el paso torpe habitual en personas de ese tamaño; sin embargo, las zancadas eran largas, como si calzara botas mágicas de cuento.

Quienes le conocían saludaban su presencia con una cordialidad natural y espontánea, a la que él respondía con el saludo amable del reconocimiento a la persona. ¡Adiós, Pepe!, ¡Hasta luego, Pancho! Dejaba constancia de dominio de espacio y de situación, como un cacique de territorios arados en los surcos de los sentimientos.

No lejos de allí se divisaba la estación de Metro a la que enfilaba rumbo. Allí se sumía en el anonimato de la masa. Pero, ni siquiera ese ámbito deshumanizado, borraba aquel rictus alegre, aunque éste pasaba a mimetizarse en miradas indagadoras de fisgón encantador.

Se anunciaba la llegada del tren. Abríanse las puertas y parecía, apenas entraba, retornar a los dominios del contacto con la gente. Saludaba a todo el que se cruzase, y si cogía asiento, los compañeros parecían ser amigos de toda la vida en feliz reencuentro.

Nada más sentarse se ponía manos a la obra. De la mochila extraía tijeras, pegamento y papeles de vivos colores. En el tiempo de una jaculatoria dejaba confeccionado un clavel que enseñaba envanecido a la somnolienta concurrencia, ahora sacudida de su sopor. Se jactaba: “son como los que hago a mis amigos los niños enfermos del hospital; nos los pasamos muy bien”.

Sin saber cómo, aunque con sospechas fundadas en esa mirada felina que gastaba, detectó tristeza y trasladó aquella flor de papel seda a un viajero, ya en pie, a punto de apearse en la siguiente estación. Era alguien que viajaba ensimismado, con la mirada perdida y unos ojos vidriosos de empezar a llorar hacia afuera, las lágrimas que se habían secado por dentro. Lo reconoció con intuición de profesional. Hubo palabras, inaudibles y pocas. Salió el pasajero, y cerrándose las puertas, intercambiaron, desde andén y vagón, dos sonrisas gemelas.

ÁNGEL ALONSO

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