Rompió dos huevos en un bowl, y un pedazo de cáscara cayó adentro. La vio, y por algún motivo no la sacó -“No importa”- Batió, golpeó milanesas durante 15 minutos hasta que fueron papel de calcar y jugó otros 20 minutos con sus dedos de pan deformados. Encendió el horno, tiró el fósforo adentro del agujero, como hacía siempre. Puso las milanesas. El aceite ya largaba ese olor con pan tan familiar. Se mostró más optimista. Intentó reflexionar sobre el optimismo que pueden dar las milanesas. No le encontró el sentido. A veces tenía la sensación de que alguien lo miraba en su soledad. Era una sensación casi real, y aún sabiendo que no había nadie ahí, caminaba erguido, y si se metía los dedos en la nariz, en seguida los sacaba, muerto de vergüenza. Trataba de mostrarse feliz. Tal vez lo observaba una mujer, un amor. -“¿Uno va hacia lo inevitable?”- Preguntas así, de aparente profundidad se asomaban seguido a su mente, como si fuera una obligación encontrar una respuesta a la existencia. Y empezó el olor a quemado. Puso papel de cocina en un plato, algunas milanesas ya estaban listas, las aplastó con fuerza hasta ver las burbujas de aceite aparecer entre las barras del tenedor. El aceite llenó el papel, y de repente se encontró demasiado solo haciendo eso. Aplastar para quitar aceite fue un llamado a la tristeza. -“¿Por qué?”- Quería entender. Siempre quería entender las emociones y era imposible. Sacó la segunda tanda de milanesas. Una de ellas tenía arriba la cáscara de huevo que no había querido tirar, como si ella sola hubiera decidido hacer el trabajo por él, y entregarse como culpable a la justicia, como un acto de deber. Se le iluminó la cara: -“Alguien me cuida”-. Otra vez una ráfaga de optimismo. El optimismo que nunca terminaba de dejarlo. Sonrió.

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