Era una noche tranquila. Acomodado frente a una fogata, escuchaba cómo crujían las ramas quebrándose por el calor de las brasas. Se dedicaba a rotar pacientemente un trozo de carne sobre las llamas. Su rostro se mostraba impasible frente a los sonidos de la noche; los grillos y el eventual canto de un ave sumida en la completa y profunda oscuridad del bosque no alteraban su ánimo en lo absoluto… Él sabía a qué temer.

Volvió a acomodarse en su lugar, acompañado por el sonido de las hojas rompiéndose bajo su peso. Elevo la rama que sostenía su comida y la observo con detenimiento. Es verdad que no se veía como la mejor cena que pudiera pedir, pero en su posición, bueno, tal vez sí lo era. Con la misma tranquilidad de la noche, sacó el cuchillo que había estado descansando en su estuche colgado al cinto y con él cortó un trozo de la carne asada. Sin mirarla siquiera se la metió en la boca y la masticó pesadamente, como si se tratara de chicle. Los modales no importaban, no había nadie cerca que lo importunara.

Llegó corriendo hasta un tronco caído y se resguardó bajo él. Se cubrió la boca con sus manos para tapar su agitada respiración. Escuchaba los gritos de adultos y jóvenes que lo buscaban. La luz penetraba en el bosque con dificultad, creando sombras tenebrosas a partir de los árboles y sus ramas muertas a causa del frío. Todo cubierto por una espesa manta de hojas secas. Escuchaba cómo los gritos se hacían cada vez más lejanos.

Miró a su lado, hacia la pila de ramas que yacían junto a él. Tomó unas cuantas con una mano mientras que con la otra sostenía su comida; las dejó entre sus piernas separadas y fue tirando una por una al fuego; dejando un espacio entre cada lanzamiento para ver las llamas cubriendo a su próxima víctima, sofocándola, quebrándola hasta su raíz. Era su expiación.

De a poco, fue relajando sus músculos, tensos al punto en que le ardían de dolor. Mantuvo su mano sobre el cuchillo. Se sentía sucio, impuro. Estaba cubierto por manchas que contaminaban su alma y su ser. La sangre de sus enemigos. De su mano chorreaba la lucha que había mantenido con bestialidad. Cubría su cuchillo ahora, lo cubría todo. Pronto, sólo era él y el bosque cuya vida se perdía a medida que las sombras crecían y lo envolvían. Sin embargo, ahí lo vio.

Mientras masticaba, dirigió la vista al otro lado de la fogata, a la línea que dibujaba débilmente la brecha entre su círculo de vida y la perfecta oscuridad de la noche. Línea que se rompía con la figura de un par de botas. Se las quedó mirando mientras masticaba. Tenía que trabajar aún, no podía descansar por mucho tiempo. Devoró el resto de la comida, tirando el palo sucio con al fuego. Se levantó al tiempo que sacaba una rama gruesa de la pira para alumbrar su camino. Se dirigió a las botas con una mano en la antorcha, y otra en su puñal. Con la luz, fue descubriendo las cercanías del lugar; dentro de ellas, una polera rasgada, negra por el lodo y la sangre que la embadurnaban.

Se miraron a los ojos. El joven no debía tener más de quince años. Vio el miedo reflejado en sus ojos, pero no estaba seguro si era del niño, o una imagen de sí mismo. No se movían, ninguno de los dos. Solo se miraban. Lentamente, fue acercando su mano a una piedra del tamaño de su corazón que, en ese minuto, amenazaba con reventar en su pecho, o bien detenerse súbitamente. El muchacho dio el primer paso en retroceso, con el único deseo de jamás haber llegado tan lejos, maldiciendo su infausto sino. Una vez dado el primer paso, el hombre arrojó la roca, golpeando la cabeza del chico, derribándolo. Se levantó vertiginosamente para lanzarse sobre su víctima; esta pataleaba para librarse de su atacante, pero todo esfuerzo era en vano, pues aquel hombre poseía una fuerza sobrenatural alimentada por la furia y el miedo. Pronto alcanzó su garganta con ambas manos. Lo estrangulaba con firmeza, mirándolo a los ojos que clamaban piedad al tiempo que se hinchaban en sus cuencas y se tornaban rojos. Elevaba su cabeza y la precipitaba contra el suelo enérgicamente, escuchando como el cráneo cedía poco a poco ante tal fuerza destructiva. Finalmente cedió .Líquido negro por la creciente oscuridad borboteaba de la pequeña grieta. Todo volvió a su quietud anterior. Ahora, lo único que se escuchaba era el suave canto de los pájaros junto a la suave caída de las últimas hojas de otoño.

Iluminó el cuerpo desnudo del joven. Se veía mucho más pequeño, más indefenso. Caminó hacia la pierna que aún tenía carne en ella. Tenía que trabajar. La noche no lo ocultaría para siempre.

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