Son gajos robados de un cantero en la puerta de un edificio del Parque Chacabuco. «Pequeños delitos naturales» podría llamar a esto de llevarme sin permiso partes de plantas y traerlas a vivir conmigo. Esto de adueñarme sin ser vista de lo que no es mío, pero que a la vez «es de todos».

Son dos horribles ejemplares. Lo digo con una mezcla de indignación y compasión que no deja en claro mis sentimientos. Están amarillentos en las puntas, con costras marrones de sequedad, se niegan a ser verdes y definitivamente no tienen ningún tipo de gracia. Me molesta verlos, siento que desequilibran el espacio y no aportan nada. Dudo si tienen ganas de estar ahí. Tal vez haber sido arrancados sin aviso los deprimió. Sin embargo, tomé la decisión de plantarlos en estos lindos floreritos y ver el contraste de su fealdad al pasar los días.

¿Por qué sólo queremos tener cosas lindas alrededor? ¿Qué rechazamos de lo feo? Lo pienso porque lo siento. Me pasé 25 años de mi vida atrapada en esta ruta de perfeccionamiento inalcanzable. Una perfección que me tiene esclava de mi propia mirada, dura y detallista la mayoría del tiempo, suave y gentil cuando me agarra con la guardia baja. Una mirada que me pertenece, pero que no soy yo del todo, una mirada que se carga de otros ojos imaginarios. Ojos que a su vez cargan con otros ojos que a su vez cargan con otros ojos, y al final acá estoy yo, con 300 kilos de ojos sobre mis espaldas y absolutamente ciega de realidad.

Las miradas no matan, pero lastiman. Forjan certezas y echan raíces en lo más profundo de uno, sea donde sea que es ese lugar profundo y lleno de raíces. Certezas de que uno es como es, y que si fue así hasta ahora, difícilmente podrá cambiar. Y a pesar de luchar contra este pensamiento cada día, ahí están las certezas despertándome a la mañana temprano con el café en la mano ¿Por qué dejo que las certezas me preparen el café?

Y ahora estas plantas feas me hacen pensar si hay chance de mirar en otra dirección ¿Qué pasa si miro adentro? En ese territorio desconocido que uno nunca tuvo frente a un espejo para criticar. ¿Lo criticaría si lo viera? Seguro que sí. Territorio grande que la modernidad ha dividido en mente, corazón y alma, pero que tiene órganos que hacen todo. ¿Les dediqué alguna vez una sonrisa por ese gran trabajo? Claro que no. Demasiado ocupada resolviendo el afuera.

Lo órganos son nuestro reverso. Imagino una naranja cuando la cortamos al medio y la damos vuelta, dejando la cáscara por dentro y el relleno por fuera, y ahí vemos todo. Hay un mundo interno lleno de fluidos y cosas impactantes. ¿Es silencioso ese mundo? ¿Llegan mis palabras? ¿Escuchan mis pulmones lo que pienso de mí? ¿Me miran con tristeza por lo que sufro? ¿Quisieran mis ovarios decirme algo y la falta de un lenguaje se los impide? Ojalá pudieran hablar. No, no quiero despertarme escuchando a mi interior debatir sobre mi vida, pero creo que hay un lenguaje que no debo estar oyendo y debería aprenderlo.

Vuelvo ahora a los dos gajos miserables que sufren mi desprecio y me acuerdo de mi reverso que poco conozco, y se me ocurre de pronto que podría tratar de mirar a esa planta por dentro. Que tal vez la verdadera belleza está ahí. ¿Podría ser capaz de verla?

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