Los Matarazzo me conocieron en la subasta de una feria, apenas me vieron, se dieron cuenta de todo lo que yo les podía dar. También llamé la atención de un granjero y su señora pero los Matarazzo son bravos y ganaron con éxito la puja. Me llevaron a su hogar sin pensarlo dos veces.

Son una familia de seis integrantes, José, un señor imponente con una voz tan grave que penetraba en los oídos y se instalaba cual bala en el cerebro. María, todo lo contrario. Una dulce y agradable mujer, pero a la vez, con ideas claras y determinantes. Algunas veces los escuchaba discutir, ambos a los gritos, y se escuchaba aunque yo estuviera afuera. Al cabo de una hora se reconciliaban.

El hermano mayor, Martín, era un joven muy solitario, muchas veces se acercaba a mi y me hablaba, me contaba que no tenía amigos porque le costaba mucho entablar conversaciones, también que a veces sentía un enojo profundo por las injusticias que tenía que ver día a día. Alguna que otra lágrima se le caía, y yo lo escuchaba, siempre atenta. Creo que él se daba cuenta de que sí me importaba. Porque de verdad me importaba. 

El que le sigue es León, un niño muy inteligente, siempre que lo recuerdo, lo veo haciendo preguntas y cuestionando todo a sus mayores, razón por la cual se llevaba gratis algunos golpes, «para que aprenda» según su padre. 

Y las trillizas, Lara, Maia y Sofi tenían cuatro años cuando yo llegué, por lo tanto no dejaban que se acerquen a mi. De todas formas, a medida que crecían, yo sentía que les repugnaba porque nunca quisieron verme. No me disgustaba ese hecho, yo les tenía cariño, a ellas y a todos. Fueron como una familia los primeros años, después las cosas se complicaron y no me quedaban ganas de querer.

Nunca me quejé de la condición en la que me mantuvieron por mucho tiempo. Insalubre. Cuando llegué no tenía idea de todo lo que me iba a pasar, nunca me hubiera podido imaginar tanto dolor. Pero no cualquier dolor superficial, de esos que se superan pensando en otra cosa, no. Era un sufrimiento tan descomunal, tan feroz que sentía que me estaba desintegrando por dentro, que todo a mi alrededor ardía y no podía escapar.

Voy a ser directa porque es la manera más fácil de contarlo. Me obligaron a quedar embarazada, fui violada. Y a los dos meses de nacido, me lo quitaron. Ya sabía lo que le harían, ya estaba advertida. En tan poco tiempo había creado un fuerte y profundo vínculo con mi bebé, yo lo amamantaba y cuando él me veía, yo sentía su mirada llena de amor sincero, era lo más preciado que tuve en vida. Y me lo arrancaron, como si de un objeto se tratase. Pero eso no impidió que siguieran extrayendo leche de mi cuerpo. Nunca voy a olvidar el sentimiento de impotencia por no poder hacer nada, me sentía ultrajada y despreciada. Mi destino estaba marcado desde que nací, al igual que el de mi hijo; nunca pude entender el por qué. No lo merecía, nada podría justificar el maltrato que recibí. León tampoco entendía, en una ocasión lo escuché decir «¿por qué le hacen eso a Perla? ¿no ven que la lastiman?». José sólo emitió un «shhh».

Recuerdo también la primera vez que me inyectaron. Hormonas, tranquilizantes, antibióticos y más hormonas. Al final del día me sentía casi muerta, y lo disfrutaba porque lo que más deseaba era morir. A lo largo de mi corta vida, padecí de varias infecciones en mis extremidades. Creo que el suelo de cemento no está hecho para que yo lo pise. Y como olvidar la luz artificial que me dejaba medio ciega, solo ocho horas de oscuridad en todo el día, decían que me hacía más eficaz, pero yo no soportaba tanta presión en la vista.

Mi último día no fue para nada especial, era un día de tortura como cualquier otro. Yo presentía que ese día se avecinaba porque cada vez cesaba más mi producción. Le agradezco infinitamente al universo que solo haya durado cinco años en el mundo, no hubiera soportado un año más en ese infierno redondo. No les guardo rencor, al parecer, ignoraban todo lo que yo sentía. Hasta el último día. 

Martín y León fueron a despedirme, lloraban desconsolados, pobres niños, deseé que toda la sabiduría que existiera sobre el planeta tierra recayera sobre ellos y que a pesar de haber sido criados por padres cegados, ellos pudieran quitarse la venda de los ojos y remar contra la corriente con todas sus fuerzas. Ese fue mi último deseo.

Cuando fui transportada al matadero en ese camión horrible, sentí el viento suave y tibio sobre mi, como pidiéndome perdón.

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