Recostado en la cama, Ricaldo, comenzó a salir de su sueño. Había visto detrás de sus párpados, como una mujer morena con olor a canela y rosas lo complacía en sus caprichos. Jamás se había sentido tan satisfecho. Pensó, incluso, que ya no tendría necesidad en lo futuro de luchar contra sus problemas internos. De pronto las mujeres de las que se había tenido que despedir, para siempre, desaparecieron como una nube de vapor dejándole un paisaje hermoso.

Con esta última acompañante había sido fantástico. Por lo regular, él era quien les hablaba y las engatusaba con su preciosa labia. La experiencia le había permitido siempre convencerlas sin dificultad. Les hacía ver que todo era un problema social, que la pobreza y las malas condiciones en las que vivía la gente eran una zanja profunda de la que no se podía salir. Ellas alarmadas afirmaban con una sonrisa nerviosa. Luego empezaba un juego peligroso y tenso de intercambio de opiniones. No tenía la razón, pero a sus clientas no les quedaba otra más que aceptarlo todo hasta que terminara el trayecto. Después, en ese laberinto de calles y casas bajas y pobres, se veían descampados; luego se apagaban los faros del coche y él abandonaba a sus pasajeras a la buena de dios.

Le donaban recuerdos que el guardaba en una gran caja de cartón. Tenía blusas, brasieres, medias, peinetas y todo tipo de pertenencias femeninas. Elegía lo más característico. Si la mujer se pintaba mucho, se quedaba con el lápiz labial; y si se preocupaba mucho por su peinado, cogía su cepillo. Llevaba mucho tiempo en su oficio y, por la gran facilidad con la que le resultaban las cosas, comenzó a arriesgarse, dejó de frecuentar terrenos baldíos, permitió que ellas eligieran las reglas del juego con sus conversaciones superfluas. Fue creando más estrategias y se sentía orgulloso de poder hacer lo que se le pegara la gana fingiendo.

La noche anterior tenía hinchado el pecho y su corazón se ablandó un poco, por eso cuando vio a Rita con su vestido negro, su rostro cadavérico pintarrajeado y, sobre todo, sus rechonchas piernas aprisionadas en sus medias de cabaretera, no pudo resistirse a jugársela de verdad. Ganó, ella resultó ser una excelente contrincante. Tan curtida por la intemperie de la vida como él, parecía leerle los pensamientos. Le gustaron los acertijos que le fue presentando. Le puso las adivinanzas como si fueran cartas de menor a mayor nominación. La contienda fue dura y las apuestas subieron hasta que se quedaron sin ropa. Pagaron su deuda con carne. Metieron todo al asador. No fue mala la comilona y toda la noche gozaron del banquete.

Era el momento de separarse. Ricaldo oyó la regadera y la voz polvorosa de su compañera. No había tregua. Sufriría, él lo sabía bien, pero era mejor así; quizás toda su vida había estado buscando esa solución. Se juró cambiar, ser respetuoso y no enloquecerse por la desesperación, ni la obsesión, ni la maldad, ni el rencor, ni nada. Iluminaría sus días con la esperanza de volver a encontrar a Rita. Al final, se decidió y comenzó a ver las paredes sucias de color naranja, el olor era una mezcla renal sudorosa que provenía del incienso, las frutas estaban podridas. Su compañera seguía pintarrajeada como la noche anterior. Notó que ningún maquillaje podría darle tanta naturalidad.

Lo miró con sus enormes ojos negros y sonrió. Tembló la tierra por efecto de los gritos que provenían del subsuelo, el aire comenzó a arrastrar escarcha y la espalda se le encorvó, su cuerpo se comenzó a llenar de agua espesa, como si le circulara en las venas fécula de maíz con leche, por último, el fuego en forma de serpiente se le comenzó a meter por las piernas, se le subió hasta el abdomen y formó una bola de brasas. Apretaba los dientes con fuerza, como aquellos héroes revolucionarios que resistían el dolor de las balas. Quiso imaginarse un sombrero de paja sobre su cabeza, una carabina en sus manos, una canana en su cintura, vestido con barato percal blanco —¡Ser por fin un hombre, qué carajos! — No le resultó. Tenía enfrente un espectro con trenzas como látigos, vestida de negro con encaje, sosteniendo una hoja amarillenta muy parecida a la hoz de su sonrisa. Leyó:

“Serán vengadas las pobres inocentes que ultimastes, no les dijistes nada más que mentiras, pero han vuelto para desquitarse y sufrirás por ellas en el más allá”.

No pudo oír más.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS