Graznidos de un Siervo – (In principium) – PARTE 2

Graznidos de un Siervo – (In principium) – PARTE 2

Cipriano Jiménez

27/10/2017

Audio, ilustración y edición por Antonio Valero


El leve silbido del viento se pasea por su falda; el suave tejido la ayuda y la protege de sus preocupaciones; la envuelve en una comodidad idealizada, en la que todos piensan erróneamente.

Una macilenta y canosa lana, fruto de una piel curtida por la corrupción del agua, y el movimiento de los árboles que azota la brillante atmósfera con su translucidez. El ambiente engatusa al animal para que no crea que es verdad, que esa maravillosa piel ha cargado a sus espaldas el temblor del mundo entero.

Y esa sensación, el curso de lo inevitable, lo natural, como un río que gira en círculos buscando la inestabilidad de alguien que lo perturbe, alguien sumamente ingenuo que se crea capaz de perturbar ese curso. Y si algo de todo esto es verdad es que los hombres no están al alcance del divino curso de los acontecimientos.

Andrés permanece en el suelo, expectante de que algo ocurra. Juan se levanta y, con paso lento, se esfuerza por volver a unir los pies que, a continuación, separa del suelo. Su gran mandíbula se arquea cada vez que aspira con ansiedad. Vacila de un lado a otro. El equilibrio ha consumido el bienestar, como la ceniza de un cigarro que consume los restos del tabaco. Lo puro cediendo ante lo insano. Infectado por la rabia de otro.

Juan se marcha llorando, ya no se tambalea, se dirige firme y sin rumbo hacia la nada. Andrés no tiene energías para retenerlo.

El resplandor del fuego es fortalecido en la hoja del hacha, hundida en un tronco. La viva imagen de la pesada violencia aterrorizando a los débiles canaliza su miedo contra ellos, le sirve lealtad absoluta. Pero no es suficiente, y el grito de los anteriores devora las llamas en busca de una justificación inexistente. Un trazo de sangre con mil años de longitud, el abrevadero de la escoria asesina. Siervos del mal que tiemblan y fuerzan a temblar y conducen a la decadencia al sentimiento y al espíritu humano.

La huella y las sombras de las llamas devoran el pasado del joven pastor, se alzan como garras sedientas de un niño y se consumen a sí mismas, después, por no encontrarlo. En la lentitud de sus movimientos, Andrés contempla el horizonte. Callado y sumiso, cumple las órdenes de su padre, flexiona una rodilla que ahonda el césped, con fuerza y cansancio. El calor abrasador inunda sus pensamientos, recoge en ellos sus grandes temores y ordena sus recuerdos. Andrés vuelve a ponerse en pie, se gira hacia la derecha y comienza a andar. Endereza los tobillos y aprieta las piernas con fuerza para no volver a caer. Él sabe que le estará prohibido marchar y no podrá regresar. Pero no repetirá los mismos errores de su pasado: su padre le acaba de aclarar su historia, su camino y lo que le queda por contemplar.

Andrés inclina la cintura y recoge el zurrón del suelo, desliza la mano por la correa, suavemente, y la posa sobre el hombro izquierdo. Prosigue su camino hacia el norte, hacia el pueblo, a la iglesia, a la sala de las ideas, lo inalcanzable para el hombre, en sus manos. Ahora, aquella sala es lo único que tiene y desea poseer.

El muchacho se dirige hacia la entrada del pueblo. Allí, tirado, bajo los insultos de unos y los abucheos de otros, vulnerable, al raso, con la mugre ennegrecida por el odio penetrante que destroza todo a su paso.

El pueblo ha sentenciado. Y piensa seguir golpeando al hombre. Ha robado patatas de un colmado. Él justifica que las necesita para alimentar a su familia. Un acto castigado para servir a unos y juzgado por otros que se encuentran en la misma condición. El hambre enloquece a las personas y va más allá. Carga con la culpa de cualquiera que no la deje saciarse con todo el mundo.

El río desemboca en algún lugar y renace. Andrés no pierde el tiempo en observar tal atrocidad y reflexiona sobre su estado e impotencia. Decide seguir adelante abandonando a su suerte a los desgraciados por no poder cargarlos a sus espaldas.

Una figura herida y desolada deambula por las vacías callejuelas sombrías, arrojada a las profundidades de la creencia en alguien al que llevan siglos esperando.

Una última cuesta, un último obstáculo. Los bordillos y escalones de la iglesia se adentran tímidos en la mente del pastor.

Justo antes de llegar siente un pálido dolor en el pecho, ennegrecido por la angustia. Fatigado, separa la camisa del cuerpo para percatarse de una herida sangrante que le ha empapado las prendas. Las piernas flaquean y sólo encuentra energía para soltar un fragoso alarido antes de caer.

– ¡¡¡Padre!!! – el pastor golpea su muslo contra el último escalón y se empotra contra el suelo.

Incapaz de mover un solo músculo, sólo puede expresar su ira maldiciendo y deshonrando al padre. En la presencia de nadie, sólo se tiene a sí mismo, se siente derrotado. Casi como un ente, se arrodilla junto a él. De ropas negruzcas y casi imperceptible en el tiempo. Nace la oscuridad. Y con ella, el temor a sentirse desterrado de la vida de alguien y de su propia conciencia.

La luz retorna, los llantos desaparecen y el padre Dominico se muestra una vez más. La sala espera con ansia miradas y pensamientos de Andrés. El cura, inseguro, le ofrece un vaso de agua.

– Bebe y recupera fuerzas.

El joven pastor intenta levantarse para encontrar de nuevo el suelo, agotado.

– Debes descansar y sanar. Permanece ahí y acomódate.

Le acerca unas mantas y le arropa con ellas. Andrés retrocede y se apoya en una de las estanterías.

– Padre, menos mal que le he encontrado. No sé qué decir, no sabía a qué otro lugar dirigirme y no quería dormir en mi cama.

Dominico lo observa con aprobación y le interroga por lo ocurrido. El pastor, entre sollozos y enojos, le explica una historia que ni él mismo puede creer que sea cierta. No quiere creerla.

Llega la tarde y, con el permiso del cura, el joven queda sumergido de nuevo en las reveladoras páginas y en los conocimientos de aquella enigmática sala que ahora lo acoge por compañero.

Empapado por el jugo de las ideas, Andrés destaca, entre las grandes obras literarias, un manuscrito de La Ilíada.

– ¿Cómo es capaz Aquiles de humillar a Héctor? ¿No es suficiente con matarlo? – le pregunta sorprendido al padre Dominico.

El cura toma asiento junto al pastor y le arrebata el volumen de sus manos. Lee con atención:

El cadáver de Héctor, ultrajado, revela las laceraciones que el árido terreno de Troya le ha propiciado como exequias fúnebres. Mientras, con rostro hierático, desde el mortuorio carro, Aquiles blasfema contra los dioses que toleran tanta violencia despiadada.

El padre, entusiasmado, le narra a Andrés los enfrentamientos entre el bien y el mal a lo largo de la Historia. Los suplicios que arrollaron a generaciones y generaciones de personas sumidas en su propio odio y en las hecatombes que los envolvían. Le explica que Héctor lucha por su pueblo y su familia, y Aquiles por su amigo y amante, asesinado en el campo de batalla por éste.

– Es complicado entender el destino que Dios mismo nos ha impuesto a cada uno de nosotros.

– Pero, ¿si Dios me pide que haga daño a alguien, estaría bien?

– Los caminos del Señor son inescrutables y enigmáticos. Puede que esa muerte produzca otros beneficios.

El joven pastor retira su mirada del padre Dominico para, más tarde, posar de nuevo los ojos sobre él y, esta vez, con firmeza y determinación.

– Yo no hablaba de matar a nadie.

Los ojos del sacerdote se tornan tan oscuros y sombríos como sus ropajes negruzcos.

Acaricia las prendas del muchacho hasta llegar al muslo izquierdo.

– Claro que no, tú no podrías hacer eso.

Andrés arrastra la espalda por el suelo mientras huye de un mal presentimiento. Y, con tal brutalidad, que impacta contra el borde de una de las estanterías. El padre Dominico se abalanza sobre él y lo apresa con los brazos sin que éste pueda ejercer el más mínimo movimiento.

– He visto cómo me mirabas. ¿Crees que nunca me percataría? – le revela cara a cara al muchacho.

El joven pastor, aterrorizado y tembloroso, interrumpe sus gritos de auxilio y empuja inútilmente a Dominico para que se separe de él. El sacerdote se pone en pie y le propina a Andrés un estruendoso pisotón sobre la nariz, el cual pierde el conocimiento de inmediato.

Vuelve la oscuridad. El muchacho teme despertar. Arropado por un lecho de cuerdas apegado a los pies de Cristo, en la cruz – como el cuerpo inerte de Héctor arrastrado por el carruaje de Aquiles -, sobre el altar de la nave, el edificio, un todo para él, que ahora le pasa factura.

Una vez las piernas de Andrés no soportan su peso, el padre Dominico, que se encontraba detrás de él, le desabrocha el cinturón. Los pantalones caen con ligereza sobre los tobillos.

– ¿Por qué me hace esto?

El sacerdote dispara una primera nalgada. Y con frialdad, tras escuchar los primeros quejidos del pastor, lleva a cabo otra repetición. Se retira y abre uno de los baúles donde guarda una pequeña tabla de madera, una jarra de metal vacía y una fina cadena de hierro. El pastor contempla el instrumental y, aunque exhausto, emite un último grito de socorro antes de que Dominico le introduzca una granada madura, que ha rescatado de un paño, en su boca.

– Andrés, no seas egoísta. Todos debemos ofrecerle un pequeño sacrificio al Señor. No temas, yo sólo te ayudo.

Con indomable carisma, el cura se apodera del corto tablón y, antes de que impacte sobre él, Andrés grita desaforado.

– ¡Deja que Dios se apiade de ti! – le sacude de lleno en las lumbares.

El joven pastor, enrojecido por el temor y la furia, con la mandíbula dolorida por las dimensiones del fruto, no puede expresar nada más que gruñidos enzarzados entre sí, cual bestia apresada.

– ¡Si te resistes, no podrás alcanzar la vida eterna!

El segundo golpe se apodera de las nalgas de Andrés, quien comienza a llorar angustiosamente.

– ¡Andrés! ¡La base de la resurrección reside en la muerte! ¡ Tienes que aceptarlo!

Dominico lo empuja con una de las piernas para mantenerlo erguido y efectúa un tercer golpe directo a sus costillas. Resuena otro grito ahogado del muchacho, que descarga patadas sin sentido a ras de suelo, producto de una agonía extrema. Tanto que, de forma inmediata, nace un gran moratón en el costado izquierdo.

– ¡Debes estar dispuesto a sufrir la ira de Dios!

Un último golpe se abre camino por la columna vertebral, la madera se fractura y parte la tabla en dos. Algunas astillas quedan clavadas en la espalda del muchacho y provocan un reguero de sangre.

Andrés, moribundo y sin más voluntad, deja que las cuerdas le sostengan. Vuelve la oscuridad.

Una cálida sensación absorbe al joven pastor. Como si el Sol le abrazase con ternura hasta convertirlo en brasas. Se hace la luz.

A través de un espeso humo suena un carraspeo muy particular. Y es cuando, con agilidad y sutileza, el sacerdote vierte el agua sobre la espalda de Andrés. La recorre por completo al tiempo que le abrasa la piel y termina por gotear en los costados a su libre albedrío.

El cuerpo del joven pastor no reacciona en principio ante tal abuso. Sin embargo, de inmediato, se rebela mediante lloros y pataleos, igual que antes, aunque esta vez grita con todas sus fuerzas hasta el punto de que los tendones se marcan en el cuello y los omóplatos se contraen. Un grito de dolor inexpresable, y antes de intentar zafarse de nuevo, un fuerte dolor de cabeza y la falta de aire le fuerzan a expulsar un sangriento río por la garganta. Una imagen tan inhumana como repugnante. Vuelve a desmayarse. Vuelve la oscuridad.

Agonizante y sin consciencia, no es capaz de contemplar sus últimos momentos.

Un tercer miembro se une a la ceremonia y llega la incursión. Dominico, fundido al pastor, se aferra a la herida del pecho y a la fina cadena con la que le rodea el cuello.

Andrés, ajeno a las embestidas que recibe, se neutraliza entre la vida y la muerte. El transcurso de las próximas horas, y tal vez minutos, culminará si avanza el gran paso o se retrasa para permanecer en la línea de los vivos.

El cura, en un último embate, desgarra la costra de la herida, ya sanada, para después consumar.

Abandona la sala para preparar la limpieza, el encubrimiento y la coartada. El cuerpo de Andrés queda ahí, sustentado por el cordaje.

Se ha vivido una escena abominable y nauseabunda que perturbaría a cualquier alma.

Y en el eterno silencio, sin matices, sin colores, el negro se apodera de la iglesia y contempla a Andrés.

Con un gesto de casi gratitud, aguarda como un ángel caído rogando el perdón de un Cristo crucificado.

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