Los Remanentes

Casi estaba segura de que era una gracia concedida.

La cosa había empezado así. Una mañana demasiado lluviosa como para ser de domingo, se habían conocido en la que debía ser la peor de las tareas: ser remanente de jurado de votación; porque contra todo argumento esperanzador, contra toda expectativa de retornar a casa a seguir durmiendo el sueño malogrado de la noche anterior, y el ansia de acobijarse hasta bien entrada la mañana, todos los jurados, sin excepción, fueron llamados y ubicados en mesas con novedades; hasta ella que se había demorado para entregar su documento de identidad para un improvisado sorteo, provocando que un desparpajo de mujer se agitara desesperada gritando a voz en cuello “La de ella, falta la de ella” que terminó por hacerle acariciar la idea de no entregar la suya para irse a su casa. Pero todos sabemos que las cosas no ocurren como queremos sino como tienen que ocurrir.

Gracioso resultó el hecho de que fuera justamente la cédula de la mujer la que sacaran en primera instancia, cosa que no dejó de producirle cierta satisfacción «buena te has traído, vieja zorra» pensó al verla irse con la cola entre las patas detrás de la funcionaria de la registraduría que la conducía hacia la mesa 26, tras lo cual y no sin sentirse avergonzada por su reciente deseo de hacer trampa, volvió a sentarse en los escalones del cubilete que hacía de cancha en ese mal habido centro educativo, sin darse cuenta que se había sentado en un charco de agua.

Había dormido poco. Al arreglarse para salir se había vestido lo mejor que pudo. “Uno no sabe para quién se viste” le había dicho una amiga hacía poco. “Ni para quien se desviste” había concluido ella mientras escogía las prendas interiores que mejor le iban .

Con el maquillaje reglamentario, un libro en el bolso y los caóticos enseres que habitualmente llevaba consigo, sin un hasta luego por parte de su marido, que dormía desde hacía meses dándole la espalda -cosa que no cambiaba mucho de día-, había salido de su casa, envuelta en una chaqueta gris tipo gabán, pues empezaba a caer un incipiente chaparrón, que fue arreciando poco a poco a medida que avanzaba, para encontrarse empapada, 15 minutos después, haciendo fila para entrar al edificio donde se realizaban los comicios, justo debajo de los chorros de agua, que para ese entonces caían a raudales del techo. Además, al malestar por el trasnocho y por encontrarse a esas horas ensopada, se le agregaba la inquietud por haber extraviado el volante de citación y el temor de que no la dejaran entrar y tuviera que arrostrar una sanción o por lo menos una explicación, con lo tedioso que es tener que demostrar a un ente fiscalizador lo inoperante de una conducta.

Para su sorpresa, no lo requirieron a la entrada, con lo que se sintió reconfortada.

-“Nada es tan malo como uno se lo figura”- había pensado mientras se dirigía escalas arriba, a un estrado, donde le indicaron, se ubicaban los remanentes.

Sacó su libro, sin mirar a nadie, sin darse cuenta de que era observada, y se sentó a leer y a esperar, según su expectativa, que le dieran la orden de irse para la casa.

En principio, no se percató de su presencia. Fue cuando los hicieron descender de donde estaban para ubicarse en las graderías de la mini-cancha cubierta que hacía de patio escolar, y a pesar de su recurrente estado hipnótico – sí es que se puede llamar así a su enajenamiento habitual- que lo vio, tal vez porque estaba como ella, aferrado a un libro. No recuerda como trabaron conversación, pero se sabe que entre lectores hay siempre un código de acceso, y cómo carecía de repertorios, hizo alusión a una obra de Saramago que trascurre en un lluvioso día de votación. El no la conocía -la obra, se sabe-

– De él sólo me he leído el ensayo sobre la ceguera -dijo- aceptando encantado el tema de conversación.

– !ah- muy buen libro, el mejor – juzgó ella, aunque no los había leído todos y el que había mencionado con respecto al aguacero ni siquiera lo había terminado de leer; aun así amaba a Saramago sobre manera.

«Un libro es todos los libros» -pensaba ella y no importaba qué tantos escribiera un autor, en uno solo y bueno podía consignar su esencia y mostrar su ingenio; pero luego estaba el ego y las ganas de reconocimiento y las retribuciones económicas y seguían escribiendo y escribiendo como para recoger cosecha, convirtiendo su arte en una especie de circo, para satisfacer un público en exceso maleable. En cuanto a ella con uno solo le hubiera bastado y aunque lo había intentando varias veces carecía de la paciencia para persistir en una idea hasta el final, en especial si al cabo no sabía si iba a conseguir lo que realmente quería.

-¿Y tú qué lees? –preguntó ella, para después lamentarlo.

A Mao Tse Tung – contestó él – corroborando con el libro rojo de pequeño formato que tenía entre las manos, “lo cogí al paso”- murmuró como disculpándose-

Lo miró desencantada, pues para ella los únicos libros que existían eran los de ficción «en ellos está todo lo que realmente se necesita saber» -pensaba – el resto, incluidos los artefactos de la vida moderna le parecía un sinsentido propio de la gente de poca imaginación, que por no tener más en que pensar buscaban soluciones duraderas hasta a los actos más simples y divertidos de la vida, como desplazarse de un lugar a otro , comer, subir unas escaleras o envejecer. Para ella toda esa sofisticación era innecesaria.

Luego, como el que juega pierde, la llamaron a ella para ubicarla en una mesa de votación. Esperó que la vieja zorra no estuviera por ahí, pero como negar es desear, cuando era conducida a la mesa asignada, se la encontró en el pasillo, bien de frente. Puso cara de ya que que estamos igual de embarradas pues, saludémonos; una mueca, más fría que hostil, como era en ella habitual. Iba maldiciendo porque eso no ocurre, que a última hora se cree una mesa y de que luego de haberse librado de que la llamaran en primera instancia, la hubieran ubicado en la intemporal mesa 37. Se sentó entonces, resignada, acordándose de lo que dijo la funcionaria de la registraduría: que la lista era apenas de 73 votantes.

De «re-insertados» -se figuró ella- o un truco de algún político de turno para legalizar el traslado de votos– dijo para sí con decepción.

Respiró cuando lo vio venir entre el tumulto, con otras tres personas, aparte de la funcionaria de la registraduría. No podía ser posible que también esta oportunidad se le fuera en nada. Llegó lo más alegre, expresando exactamente lo que ella acababa de pensar «que ya que me toca pasar el día aquí, que bueno que sea contigo«.

Se armó una discusión con otro de los remanentes frustrado que argüía que él era periodista y que no se podía quedar. Estiraba la mano con la grabadora, de manera patética, como si eso fuera prueba de algo «debe ser pésimo en su oficio» pensó y se apartó de la discusión, ya en el caso de la vieja zorra había visto que en cuestiones de apuestas siempre perdía y que más vale no recargarse porque a la vuelta el atado es doble. Al fin dejaron ir al pobre hombre y ya que otros tres miembros del jurado de la mesa 37 estaban muy interesados en estar en la mañana y que ella estaba ensopada, se retiraron para volver a las 12:00 m., a hacer el relevo.

Se encontraron entonces, caminando a las 7:00 de la mañana sin ningún rumbo.

-Estás tiritando -notó él

– Es que me senté en un mojado – le respondió atormentada

– ¿Y no te diste cuenta?

– No. Reconoció ella, avergonzada.

La institución era asfixiante. Siempre había detestado las instalaciones de las escuelas públicas por escuálidas y carentes de belleza. Lo único que puede pasar en un sitio así es aburrirse– pensaba ella- Amén de que era maestra; lo había sido en contra de su voluntad y tal vez como castigo porque siempre había denigrado de las escuelas, de los profesores, de los sueldos de los profesores, de los paros que hacían los profesores por sus sueldos, de los vejestorios de profesores, de la ignorancia torpeza y falta de inteligencia de los profesores. Era profesora y lo seguía siendo por falta de claridad, porque hasta ahora no tenía ni idea lo que realmente era y también porque conseguía ser alguien entre los niños y cuando la gente de barrio donde trabajaba la reconocía, se sentía a gusto con esa identidad prestada y también lo había seguido siendo por falta de canijos para reconocer que se había equivocado en todo, de tiempo, de lugar, de oficio y hasta de género.

Vale decir que era una enorme mujer o al menos se lo parecía por ser más alta que el común de las mujeres, de piernas largas y enormes pies, sin pechos y con tan poco sentido del arreglo personal que solían confundirla con un hombre.

No resistía que la miraran porque tenía la certeza de que su cuerpo contaba a voces sus miserias y como el contacto con el mundo externo había sido tan infructuoso, se devanaba los sesos pensándose a sí misma. Se decía que en su cuerpo debía haber una historia que no sabía, pero que esperaba contarse, aunque no lograba acertar de qué se trataba. Lo único que conseguía era ver ciertas coincidencias de su cuerpo con la pasmosa rectangularidad de un ataúd. Todo coincidía perfecto: Hombros anchos y cabeza pequeña de abundante cabello revuelto, el cuerpo largo se habría extendido según la forma del ataúd y que sus pies se habrían hecho grandes porque al no poder crecer más se habían prolongado hacia arriba como una enredadera. Imaginaba que había estado así tendida y amortajada por siglos y que se había levantado como lázaro porque creyó que alguien la llamaba, con algún nombre que no conocía, pero que creyó reconocer y que por eso andaba, sin rostro, con la mortaja por vestidura, deambulando, medio muerta, medio viva, totalmente enajenada, recorriendo una y otra vez su propio laberinto, esperando la hora de poder volver a extenderse y descansar, tan ardua, extensa y sin sentido le parecía la vida.

Él lo supo de inmediato y la fue conduciendo de a poco hacia las afueras de aquel asqueroso edificio.

Eras un pedazo de solidaridad entrando por la puerta de un establecimiento público. Un hecho poéticamente correcto,” Le habría dicho después, sobre su impresión al verla entrar esa mañana- “y me alegré de que te encaminaras justo hasta donde yo estaba”-concluyó él – para más belleza.

Le dijo (no sin cierta presunción snob) que se había casado con una mujer italiana, que tenía una hija pequeña, , ambas estaban en el país de ella, mientras que decidían a donde radicarse, por lo que no había ningún problema en que esperaran la hora de regresar en su apartamento ubicado a escasa una cuadra del lugar de donde estaban.

Ella accedió más por comodidad que por cualquier otra cosa, pues su casa estaba algo retirada y no tenía ninguna gana de emprender el camino, así aterida de frio. Si el lugar estaba apenas a una cuadra, hacia allí iría. Usualmente no se sentía interesada por lo que pensaran los demás de ella. “Lo mío es cuestión de supervivencia” – se dijo mientras esperaba a que él abriera la puerta.

El lugar le pareció demasiado simplista aún para un hombre recién separado. Botellas de ron sobre la mesa de centro, hablaban de una juerga reciente. “Pernocté tomando ron con un amigo”-le dijo a manera de tácita explicación- ella le creyó, estaba decidida a creerle todo lo que dijera- por lo que le preguntó:

– “¿Qué te hizo verme apenas entré esta mañana, así cubierta como estaba?”

Tu olor” –le dijo él sin pensarlo ni un segundo-.

-“Pero si estabas a más de 20 metros de distancia” –repuso ella intrigada-

Es que tengo muy buen olfato”- le contestó él confiado-

Sin decir una palabra más, empezó a ayudarle a quitarse la ropa mojada.

-“Voy a ponerla a secar.” –dijo sin un gramo de asombro después de haberla desnudado. Aunque de reojo la hubiera mirado y se dijera entusiasmado:

– “Es bellísima»- pensó- jamás fallo. Nunca me equivoco.

La dejó que se metiera entre las cobijas y se acurrucara para dormirse. Terminó de extender la ropa y de recoger las botellas, luego, parsimoniosamente se desvistió y se metió con ella en la cama.

Ella se estremeció de contento, hacía tiempo que no degustaba de la concavidad acogedora de un cuerpo y se dio media vuelta espantado el sueño.

Las bocas se encontraron de inmediato y se besaron interminablemente, él le susurraba palabras en francés e italiano y ella se moría de risa porque no le entendía nada. Tampoco le interesaba.

Con la fricción de los cuerpos, cada vez más acelerada, ella entró en calor y pronto volaron lejos las cobijas; perdidos, sin esperanzas, se mecían como un barco en altamar, asolado por una repentina tormenta.

Se amaron una y otra vez con voracidad y desespero, ambos cuerpos, livianos y vibrantes se acompasaban en una danza cada vez más frenética. Con arte de deshollinador ejecutó su tarea: hacía tiempo que nadie recorría ese tramo.

Ella murmuró un “gracias” somnoliento apenas hubo terminado la faena.

Gracias a ti por ser tan bella-le respondió él, dándole un fuerte abrazo.

Los enormes pies de ambos entrecruzaban los dedos, otro tanto sucedía con las lenguas, así se durmieron.

Cap.III

Cerca de las doce él la despertó sobresaltado

– Vamos a llegar tarde- Tan rápido como pudieron, se vistieron.

Minutos después Iban por la calle, agarrados del brazo, como buenos amigos. Se cruzaron con conocidos. La gente los miraba con curiosidad; estaban escandalizando, nada que hacer.

Pasaron la tarde conversando como verdaderos cómplices, haciendo conjeturas sobre los enigmáticos votantes que se acercaban a la mesa 37.

-“Este debe ser del bloque nutibara, es de anorí”. Decía él, pues con rigor de sabueso escrutaba en las cédulas la edad y el lugar de expedición. “Este debe ser de los urabaeños, es de turbo “. Era real, todos provenían de lugares apartados y según decía en el encabezado de la lista habían sido investigados por la transhumancia de votos. Pocas mujeres. “No tiene cara de matona” -decían cuando alguna, después de votar ya se había ido-. Debe de ser la mujer de un paraco. Y se reían.

Por muy tranquila que pareciera la actividad de la mesa, se sentían observados. Un policía estuvo siempre a pocos pasos de ellos. Por momentos temían que se estuviera planeando una redada para algún buscado de la lista. La funcionaria de la registraduría pasaba cada tanto haciendo énfasis en lo especial de esa mesa de votantes. No obstante, como vino a votar sólo un tercio de los inscritos, tuvieron tiempo de contarse muchas cosas. El se llamaba J. ella S. “Mucho gusto” recién se presentaron; Él era antropólogo y docente, ella docente y escritora. Ante la consuetudinaria pregunta qué escribes ella se pone a la defensiva:

– “No tengo nada para mostrar, sólo borradores y nunca corrijo, suelo perder los papeles en que escribo. ”

– Tal vez tu vida es tu obra – observó el compadecido.

  • Ella consintió -lo había pensado antes- “Lo que no escribo se me toma la vida, y me arrasa, algo así como un tsunami de angustia y dramatismo que me destroza de adentro hacia afuera fuera” – dijo jadeante y exaltada de poder decirlo, de tener a quien decirlo-.
  • – Entonces trábate, hay escritores que sólo escriben drogados -le sugirió él con toda naturalidad.
  • Ella no lo había considerado pero le agradeció la buena intención.

Realmente se veía interesado. Gran impacto para ella que había sido una vergonzante de su arte. El oficio de escribir lo tenía como una mala marca, como la huella en la frente con que signaron a Caín, condenado a deambular por el mundo sufriendo las historias propias y las ajenas.

La jornada se fue en volandas. Al final fueron a comer a un bar cercano, un espacio romántico y apacible donde quedaron de encontrarse cada viernes para un preludio nocturno de 6 a 8.

Al llegar a la casa ya estaba su marido, la miró inquisitoriamente mientras le abría la puerta.

  • “Me eché a perder”. Le dijo ella con malicia. No acostumbraba a mentir, ya que como buena escritora, pensaba que las historias se cuentan solas.
  • ¿Te conocías de antes con los otros jurados? Le preguntó él pues, tenía sus mañas.
  • No. – Le respondió, acabamos de conocernos.

Recordó que el sitio de votación de él era el mismo donde ella había servido de jurado. Debió de verla abstraida en la mesa.

Constató que por primera vez en mucho tiempo no había esperado nada de él durante el día, y entendió que es sólo cuando se necesita de alguien, que se lo convierte de inmediato en el propio verdugo.

Participó como pudo en las actividades nocturnas de la casa. Se cuidó muy bien de no rezar esa parte de no nos dejes caer en tentación y se arrebujó como hacía meses abrazada a la almohada. Lo sintió revolcándose en la cama en la ardua tarea de conciliar el sueño cuando la mente loquea de inquietud.

Ella no se durmió enseguida aunque estaba rendida.

Antes garrapateo en su libreta el inicio de una historia que por fin tenía para escribir.

«Para probarse en las artes de la seducción y la conquista, para demostrarse que podía jugar al amor sin salir herida, para sobrellevar una crisis matrimonial larga y demoledora, había entablado un juego de cázame que te cazaré con un hombrazo, guapo hasta de nombre, en su punto, más joven que ella pero no demasiado, hermosamente dúctil, alocado y brillante, dispuesto a malograr su vida o por lo menos a rendirse a cambio de una mujer

Mañana la terminaría. Luego se quedó dormida.

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