Ella

(Nótese la originalidad en el título)

Yo ―Y digo yo, pero en realidad podría haber sido cualquiera― conocí el amor cuando la conocí a ella ―Y digo ella, podría haber sido otra pero no, fue ella―, tan amable y encantadora, tan perfecta y soñadora.

Cómo no enamorarme al momento de conocerla ―Y digo conocerla de verdad, dejando atrás la belleza física para saborear su esencia―, con sus gestos, sus manías, su forma de ser.

Ella era luz y agua, era la armonía que componía las mejores canciones; era la gota de magia que llenaba incluso al alma desamparada. La serenidad habitada en el mar de su mirada; y era la paz… la paz que yo sentía al poder abrazarla.

Sí, debo admitir que la amaba. Y no, no era otro de esos amores efímeros que se olvidan al siguiente verano. Ella fue esa semilla que se plantó en mi corazón hasta echar raíces para crecer con los años.

¿Y cómo sacarla de mí sin hacerme daño? Dicen que los problemas se arrancan desde la raíz, pero es que ella no era un problema. Al contrario, yo era la ribera de un cauce violento y sus raíces eran lo único que me brindaban seguridad.

¿Cómo olvidarla? Si con ella de este mundo yo me olvidaba. No existían los días tristes ni noches gélidas, ni canto de dolor ni grito pena. Todas las texturas rugosas se convertían en seda. Todo se iluminaba en segundo cuando ella estaba cerca… Si bien mi alma ya estaba presa, tenerla me libraba de cualquier condena.

Ella, tan real como Laura Avellaneda, haciendo la tregua entre su alegría y mi tragedia. Y a la vez, tan idealizada como una soñada Dulcinea. En sus manos tenía mil aventuras y, por ella, yo me arriesgaba a cualquier tipo de locura… Y por ella —¡Ay, por ella!— es que ahora estoy perdiendo la cordura.

Ni con todo el valor que tenga el mundo puedo llenar el vacío que ella deja. Yo era un pobre idiota que se sentía muy afortunado al poder verla, admirarla cada día, contemplar todos sus matices, ser feliz con tan sólo ver su sonrisa.

Y ahora, que la he perdido de vista, todo me crispa: el sol, los días, la música, las fotos, el aire, las flores, el agua… Ya nada para mí brilla, ni el canto ni el ruido, ni la gente ni los vicios, ni el sabor del vino ni los vidrios que tiro. ¡No queda nada! Y las palabras son de la alegría la única albacea.

Nunca pensé que ella terminaría siendo la moraleja de mi historia: «La felicidad solamente es eterna mientras el destino se encarga de alejar aquello que el corazón desea». —Y no, no es moraleja si nada te enseña pero es que nada me queda en mi sola tristeza—.

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