La Bóveda en las Palabras – (In principium) – PARTE 1

La Bóveda en las Palabras – (In principium) – PARTE 1

Cipriano Jiménez

06/10/2017

Hostilidad expuesta en un rellano de ira
que prevalece en las mentes de los ingenuos,
dotados de la simpleza y los recovecos del sarcasmo.

Allá, en la cercana lejanía, con su habitual sotana, de espalda ancha, mostrando cortos y cuidadosos pasos, que son la sombra de la humildad de sus gestos y bendiciones, un hombre, que cada domingo arropa a todos y cada uno de los fieles con su fina y cálida sonrisa.

Andrés no podía apartar la mirada. Era un hombre simpático y entrañable, pero albergaba dudas. Dudas sobre pedirle un favor a alguien que ya aportaba la totalidad de su persona a quienes sueñan con tener algo que saben que nunca tendrán.

Andrés se dispone a caminar, con cautela. Ladea la cabeza porque es incapaz de mirar al padre Dominico. Sabía que su petición no era nada grave, pero simplemente le resultaba embarazoso.

El padre sigue en la puerta, aguardando la entrada de cada campesino que acude a misa. Andrés no sabe qué decir, así que simplemente llama su atención con una leve palmada en la espalda.

– ¡Cielos, Andrés! – el padre, sorprendido, se vuelve hacia el joven pastor – ¡Casi me matas del susto!

– Perdón, padre. No pretendía hacerlo.

Andrés abre y cierra su zurrón ligeramente, nervioso.

– Bueno… Verá, padre… – se detiene Andrés rasgando sus dientes en suaves y rápidos movimientos.

El hombre menea la cabeza y frunce el ceño en gesto de desconcierto.

– Esto es un poco embarazoso… – dice el pastor cerrando definitivamente el zurrón.

Y, en un último suspiro de seguridad, el padre Dominico interviene.

– Perdona, Andrés. Deberás disculparme. Todo el mundo está dentro y debo comenzar con la eucaristía o se impacientarán.

Andrés entrecierra los ojos. Su labio inferior se posa sobre el superior. Se había decepcionado consigo mismo.

– Claro – dice fingiendo que no era nada importante para él.

El padre Dominico agarra con firmeza un rosario que aparece de uno de sus bolsillos. Asiente, dibujando de nuevo esa pacífica sonrisa suya. Le da la espalda al pastor y entra en la iglesia entornando el portalón tras de sí. Allí mismo se queda Andrés, de pie, firme. Levanta su mirada ante el único público de las circunstancias. Una preciosa estatuilla de un santo, que lo observa con misericordia y lo bendice con su mano derecha, un santo que percibe la amarga situación para Andrés, en un luminoso claro, junto al escalón de la iglesia.

– ¡Maldita sea! ¡Si tan sólo se lo hubiese dicho! – vuelve a lamentarse hacia sus adentros.

El joven pastor apenas estaba disgustado. Al fin y al cabo son sueños que uno no puede alcanzar… y menos un pastor, se dice, porque la sonrisa y el trato de ese eclipse iluminado de ropas negruzcas le había vuelto a alegrar el día.

Plantado, se escabulle de sus sentimientos para percatarse de un hermoso gesto por parte del padre Dominico. Con un aullido de grandeza, le ha dejado el portalón entreabierto, por el que ahora se oye el inicio de la misa como dulces y avergonzados susurros de amor entre una bella dama y su amado al caer la noche. Con toda seguridad, Andrés posa una de sus manos en el portalón y, conforme se abre, entrecierra los ojos y deja que los cánticos lo invadan y lo hipnoticen junto con ese particular frío que todas las iglesias poseen.

Abre los ojos. Los campesinos, arrodillados ante tal proeza sonora, se dejan llevar, ahogando sus malos presagios y pensamientos impuros. Con tal armonía trascendental, el pastor, en éxtasis, se queda paralizado e intenta encontrar una respuesta a lo inexplicable. No es capaz de centrarse en otro estímulo que no sean el coro y sus oraciones en latín, así que aguarda en el portalón, hechizado por el ambiente.

En una pizca de tiempo, en un halagador silbido, la misa concluye. Andrés, petrificado, no había prestado atención alguna a la gente que ahora abandona la ceremonia. El padre se encuentra en el altar, firme como siempre, con sus manos unidas y su cabeza alta, formando su típica y pacífica armadura.

– Parece que te ha gustado – su voz, su grave y potente voz, resuena en las bóvedas del edificio.

– ¿Que si me ha gustado? – grita Andrés emocionado y dirigiéndose prestohacia él.

El padre Dominico guarda unas telas finas en un baúl y, con satisfacción, observa la espléndida llegada del pastor al altar.

– ¡Ha sido precioso! – expresa Andrés con felicidad.

– Me alegro.

Se hace un silencio. El cura guarda todos los paños y cierra el baúl, se reincorpora y el pastor se da cuenta de cuánto sufre su espalda.

– Verá, padre. Hace dos años que aprendí a escribir. Matilde, la maestra, me enseñó.

– ¡Vaya! Eso es inusual, Andrés.

El pastor abre de nuevo su zurrón, nervioso. Decide no crear más tensión. Toma aire y se dispone a pedirle ese favor.

– ¿Usted podría prestarme unos libros? Sólo querría aprender.

– Eres un pastor de los que no hay, ¿eh?

El padre vuelve a su compostura angelical. El padre Dominico mueve la cabeza a un lado, en dirección a una puerta. Andrés le sigue y, cuando llegan, ambos pausan el recorrido. El cura extiende un brazo y abre una vieja tabla de madera, devorada por las termitas, de marco desgastado y madera podrida. Lentamente, las bisagras de la puerta alzan sus gritos e intervienen en el silencio. Ante el zagal se abre una sala iluminada por un ventanal, una pesada y tranquila luz que descansa sobre un suelo de piedra y unas mastodónticas estanterías. Enciclopedias, mapas y manuscritos reposan sus años en madera de roble, callan para volver a alzar la voz de siglos de historia que saben volverán a repetirse.

Andrés mira al padre Dominico, asombrado por tal espectáculo.

– Deja que los manuscritos tomen su confianza y deposita la tuya en ellos- dice con suma serenidad el cura.

Andrés da un paso adelante. Inhala y llena sus pulmones de sabiduría, una sabiduría que lo acapara todo, una presencia que abarca todos los sentidos, pero no de cualquiera. El pastor analiza la pesadez y la gran envergadura del cuero que envuelve aquello que ansía, que necesita. Se le han abierto las puertas de los relatos de la historia, lo ocurrido y lo por acontecer. Y en su boca saborea el regusto del olor, de ese olor que no desaparece de su cabeza. Andrés desliza su dedo índice por el borde de las estanterías y lo empapa con el polvo de las ideas que los sabios antes maduraron. El poder de la palabra sucumbe ante el de los impulsos y nace la emoción en la inocente alma del pastor.

Andrés examina los títulos de las obras expuestas: La Odisea de Homero, El futuro de Leonardo da Vinci por René Viraux, Arquitectura de Miguel Ángel, Tommaso della Riviere… Sólo los grandes tienen un hueco en la historia y sólo los mejores tienen un hueco en estas estanterías, piensa el pastor.

– Andrés, es casi mediodía y debo cerrar la iglesia.

Andrés desvía su mirada distraída desde las estanterías hacia el padre Dominico.

– Por supuesto. Mi padre habrá ido a por leña, así que tengo que guardar el rebaño.

Andrés abandona la sala sin dejar de prestarle atención a la oscuridad natural de la sotana.

– Mañana, a la tarde, podrás venir a leer. No te preocupes.

– No sé cómo agradecerle esto, padre.

El cura cierra la puerta con fuerza para que ésta encaje en el marco.

– No hay nada que agradecer, Andrés. No tardes o tu padre se preocupará.

– No le entretengo, padre. ¡Hasta mañana!

El pastor salta desde el altar y recorre la iglesia hasta la salida, pero no le abandona esa cálida sensación de la sala ni la emoción de su contenido.

Se detiene en la entrada pararegalarle un último vistazo al padre Dominico, que se despide alzando la mano. Andrés atraviesa la puerta corriendo, en busca del rebaño y, de nuevo, el santo observa su huida con misericordia. El joven pastor avanza, callejeando por el pueblo, evitando el mercado y la plaza de los recaudadores que van, cada mañana, a saldar las cuentas con los campesinos.

A la salida del pueblo llega a la cuesta de La Era. La sube hasta encontrarse en el prado, en su hogar. Un pequeño conjunto de casas destaca al final de la cuesta, pequeñas chozas adosadas como dos viejos amigos, susurrándose al oído sus grandes desgracias.

Junto a la cerca del heno se encuentra Juan, abandonado a su suerte por sus padres, quienes contactaron con el médico del pueblo y éste llegó a la conclusión de que Juan tiene la mente de un niño y que no presenta signos de mejorar. Ahora, ofuscado, se encarga del heno, de traerlo, amontonarlo y comprimir las gavillas con unas cuerdas para poder venderlo. Juan es un hombre de pelo corto y oscuro, de espaldas anchas y de grandes y fuertes brazos. Su mirada parece siempre perdida en los recovecos de su mente, en las esquinas oscuras y en los amigables bordes.

Andrés se abre paso por las yerbas altas y de su casa ve salir a su padre, con un hacha. A su izquierda hay un gran fuego. Su padre continúa cortando más leña, con determinación y firmeza. El pastor se deshace de su chaleco y lo guarda en el zurrón para, después, dejarlo caer a la tierra. Su padre, un hombre alto, de gran envergadura, como los bordes de aquellos libros con que hoy ha perdido el tiempo; de ojos azules y con una cara marcada por su mandíbula y su mentón. El padre le muestra el hacha y Andrés la coge.

-¡Qué bien que hayas venido, Andrés! – dice el padre propagando su sarcasmo.

El joven pastor frunce el ceño y mira con duda a su padre, quien alza el brazo y le suelta una bofetada en la mejilla derecha. Andrés, impulsado por el peso del hacha, cae hacia delante golpeándose la barbilla con el mango de la herramienta.

El muchacho toma una gran bocanada de aire y se vuelve a levantar. Su padre, insatisfecho con su lección, se apodera de un pequeño tronco sobresaliente de la lumbre y se lo lanza, acertándole en el pecho. Andrés pierde el equilibrio y vuelve a caer al suelo. La parte carbonizada le ha dejado una gran quemadura que abarca casi todo su pecho desnudo.

El joven pastor se encuentra confundido. Nota el tacto de la suave yerba entre sus dedos. Intenta decir algo, pero sólo es capaz de jadear por el dolor. Nota las palpitaciones de su herida.

Juan interviene embistiendo al padre con celeridad. Ambos acaban en el suelo, forcejeando. Juan intenta apresarlo con sus grandes brazos, pero el padre se zafa de ellos y consigue responder con un fuerte cabezazo contra la nariz del campesino. Éste, aturdido, se desentiende de la escena arrastrándose por las agresivas cenizas del suelo.

Andrés intenta levantarse una segunda vez, pero está paralizado por el miedo. En los ojos de su propio padre puede ver el regusto de cada ocasión en la que su mano se hunde en su piel.

– Si no atiendes a tus obligaciones, ¡no tendré dinero para mantenerte, Andrés! Y como no has guardado el rebaño, cortarás toda la leña que he traído para alimentar el fuego. ¡¿Entendido?!

El hombre entra en casa y reprime un portazo.

Andrés, conmocionado por la escena, aún puede ver la figura del valiente Juan en el suelo, lanzando gritos ahogados en su propia sangre.

Y en el continuo jadeo, una llama interna revive la herida de su pecho, un vacío la hiela y le consume antes de que comenzar la tarea.

Ilustración y edición por Antonio Valero, quien durante el verano me aportó su ayuda sin la que hoy no podrías leer esto.

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