El Minotauro soy yo

El Minotauro soy yo

Nieves Merced

03/10/2017

-Ya está-dijo dando un portazo.

Estaba lívida y temblorosa, sentía escalofríos en todo el cuerpo. Habían pasado algunos minutos o tal vez horas; no tenía ni la menor idea, ni sabía por qué estaba así. No recordaba si acababa de atropellar a un transeúnte o de darse golpes con alguien, tal vez con el vecino que una vez había tratado de manosearla en el rellano de la escalera y no lo había logrado ¿o si? De todos modos era digno de su odio.

Si pudiera recordar el motivo de su ira- decía- mientras revolvía papeles.

Andaba por la casa y repasaba todas las tareas que no había terminado. En el escritorio estaban sus libretas. Pasaba de una otra y veía aparecer y desaparecer las historias que simplemente dejaba ir por falta de decisión. En cada libreta un bosquejo, montones de hilos conductores que terminaban perdiéndose en la nada. “Seguir la idea”, era tan sencillo como eso, al igual que en la mina se busca la veta hasta que esta aparece y wala! todo cobra sentido: la búsqueda, las noches, los días, el trabajo. Una idea otorgada es entonces el pretexto, el hilo conductor para que todo se organice y tome forma; sino todo se disuelve: las noches, los días la vida misma. La idea otorgada llega sola, pero hay que seguirla: la aprehendes, la trabajas, la haces tuya y listo ¿Qué tenía eso de difícil?

Pero sentía un miedo atroz, el precio que tenía que pagar por cada una de ellas le parecía demasiado alto.

Hubiera querido decir que no lo hacía y listo. Se había enfilado en otras tareas, todas fallidas, afortunadamente. Había intentado ser peluquera, reportera, cocinera y hasta profesora. Había adoptado un gato y un perro con pésima suerte para ambos. Había intentado ser dama de compañía de viejecitas de la familia y de bebés recién nacidos, todos con finales horrendos y dramáticos. Pero la única tarea para la que creía había nacido, seguía aplazada y el mismo reloj que contaba los días y los minutos amenazaba con aplastarla.

La tarea siempre aplazada le seguiría saliendo al paso, como un cobrador difícil de evitar, porque vive en tu mismo piso y no dejará de molestarte a menos que le pagues -cosa que no harás- pues siempre encuentras más conveniente gastarte el dinero en otra cosa. Cuestión de cobardía.

¿Qué es el infierno sino todas las cosas que debiste hacer y no hiciste? que, aunque evitas te atrapan como espectros atormentados, arremolinados en torno tuyo entre lo íntimo y lo exterior, entre la paz y la incertidumbre? Sin descontar al amor, la más dispendiosa de todas las tareas.

Pero sentía tanto odio, tanta compasión por sí misma, que no podía sino despreciarse o autodestruirse mejor que obligarse a hacerlo.

Algo se podría en su interior como un cadáver: cargaba con su propio muerto. “Hiede” como diría su abuelo, con lo que conseguía mantenerse a metros de lo más destacado de la gente.

Entre tanto las emociones encontradas le habían desfigurado su rostro y lo habían convertido en un cuadro cubista, con su nariz descuadrada, su boca en perpetua mueca, sus ojos fieros.

Entonces había aparecido él: La había mirado y le había hablado de su propio miedo, de sus ganas de dejarse caer, de estar cayendo, de no temer y de vivir sin prerrogativas ni remordimientos. Le había hablado de sí mismo sin la menor intención salvadora; su estrategia eran dejarse caer en la nada: no ser nada, no hacer nada, no esperar nada.

Correspondía con la idea que ella tenía de que la vida y la literatura son la misma cosa y que uno se desliza por páginas que alguien lee o que uno mismo lee pero que otro ha escrito.

Era un bohemio aconductado, un comunista desarraigado que se reprochaba amargamente no haberse ido al monte fusil en mano. Posaba de buen ciudadano pero tenía un plan secreto de diluirse en la nada. Tenía por castigo desempeñarse con lucidez en la parte administrativa de una universidad privada Y total claridad sobre la manera metódica de desperdiciar la vida, con la conciencia de quien representa una pieza teatral mientras espera escapar en el entreacto. Y aunque era hombre se lamentaba como mujer, y escuchaba como mujer porque anteponía su debilidad, cosa que los machos ordinarios no sabe hacer. Era sobrecogedor.

Se habían reconocido en una tarde de estudio en una laberíntica biblioteca, ambos eran seres erráticos, sin poder amar e incapaces de cumplir con nada más que consigo mismos: eran poetas.

Entonces para ella todo había cobrada sentido: Cada situación se convertía en una historia, cada segundo en una oportunidad de narrarla. Ni la locura ni la incapacidad la atormentaban ahora: Era el precio que tenía que pagar por escribir. De una manera rara necesitaba el vértigo del peligro, de la amenaza, de la ruptura para darle sentido a su vida, como un animal que sin su depredador pierde el sentido y muere. Así era ella.

Siempre se había esforzado por ser buena, pero la perfección no se logra siendo perfecta, y hay que renunciar al cielo para poder ganarlo una y otra vez. Renunciar a la comodidad de una vida perfecta, al molde de mujer intachable tenía su efecto. Ese era el pacto y cada uno le aportaba al otro la dosis de emoción y de peligro que necesitaba para mantenerse vivos, para tener que contar.

– O sea que no te esperan en casa- concluyó él- luego de trabarse en una conversación que duró horas.

– -No, no me esperan en casa. Respondió ella sobresaltada

– Hay un hotel por aquí cerca. le dijo sin ningún escrúpulo

– No tengo ganas- mintió ella- por la simple costumbre de negarse y porque lo hacía no cuando se lo pedían sino cuando le daba la gana.

Pero sobre todo porque prefería corretear por los propios laberintos. Lo invitó en cambio a caminar, para probar que tan paciente y dócil podía ser.

– Es necesario que comamos juntos, que nos hagamos esperar, que nos mostremos las ganas; nada tan rico puede ser tan fácil-le dice ella, como toda una experta-

Él no parece convencido, duda:

– Rayuelas?

– Así es .-Responde ella – feliz de la coincidencia

– No soy un jugador muy paciente, especialmente si al final no voy a obtener lo que quiero -Ella le pasa la mano por la cintura y lo aprieta contra sí, mientras le susurra:

– No se jaquea a la dama. – le dice con fingida severidad.

Ya convertida en bestia se introduce en el laberinto que la invitaba a ir mucho más lejos, a anticipar lo que va a pasar en el próximo recodo. Se pone frente a él y lo besa.

Ve al Minotauro correr por pasillos oscuros y húmedos, buscando algo, tal vez matar o ser matado, pero al fin y al cabo enfrentarse consigo mismo. Se encuentran en lo más recóndito, al cabo del miedo.

Se miran y pasan de largo.

-El minotauro soy yo -concluye-.

En su bolsillo el celular clama.

– Maldito hilo de Ariadna – dice- No quiero ser salvada. Entonces lo apaga.

Ya los brazos de él la rodean y nadie quiere escapar de su propia trampa.

El hotel los espera.

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