El delicioso guiso de Mamá Lucero.

El delicioso guiso de Mamá Lucero.

Ramses Yair Ayala

26/09/2017

Mamá Lucero despertó con el entusiasmo de una niña pequeña. Se acomodó el vestido color durazno con sus suaves y arrugadas manos, y enseguida abrió la ventana de la habitación para escuchar el canto matutino de sus queridas criaturas emplumadas. Bajó las escaleras con sus singulares pasos delicados. Sentía que ni la artritis o los pequeños lapsos de mala memoria le arruinarían la dicha de celebrar el arribo al puerto de la séptima década y el regocijo de saber que por fin acabaría por sacar de su vida esa pequeña espina con cara de adolescente que llevaba fastidiándola por trece años.

Se dirigió a la humilde cocina, tomó su mandil de cuadros azulados con encaje y se dispuso a preparar la mejor comida que jamás cocinó. La ocasión ameritaba el mejor guiso para sus hijos, sus nietos y cualquier persona que asistiera a la reunión, pero el más delicioso, sería especialmente para Octubre.

Sacó los ingredientes. El agua hervía y desprendía los placenteros olores de hierbas; un poco de sal para el mole, más cebolla para el consomé, una pizca de sazón para el arroz… Las caras de sus nietos aparecían con sus bellas sonrisas perfectas cada que mezclaba un ingrediente que los evocaba; Sin embargo, el rostro de Octubre emergió como un ángel apocalíptico. Era tiempo de preparar el postre que tanto le gustaba a la mocosa. Sacó el frasco con veneno en polvo, lo colocó a un lado de la estufa y salió a contestar el teléfono.

Octubre sintió la mejilla humedecida por la lengua de Vica. Las nauseas continuaban insertadas en su estómago como una parvada de cuervos angustiados. Apenas había podido dormir unos instantes después de pasar gran parte de la madrugada con las pantaletas sobre sus tobillos y el frío de la porcelana debajo de sus nalgas. No tenía idea de la hora, pero supuso que era tarde por el constante timbrar del teléfono que resonaba en la casa.

Había escuchado a temprana hora a la anciana en la cocina con su sinfonía de cacerolas y boleros anticuados. Fue preferible permanecer en cama que escuchar a Mamá Lucero ordenarle (como cada veinticinco de marzo) tener todo listo para la reunión de la tarde y ser tratada con más desprecio de lo habitual y cotidiano, por la sencilla razón, de ser también su día de festejo, olvidado por la “familia” y recordado en ciertas ocasiones a conveniencia, como el año que le regalaron a Vica y un gran pastel, con tal de que tía Laura viviera también en esa casa, porque Octubre era pequeña para cuidarse sola y como huérfana necesitaba amor fingido.

Octubre se sentó sobre la cama mientras Vica movía la cola junto a ella. Estaba casi segura que el desprecio que provocaba tenía que ver con sus labios delicados, el cabello lacio castaño, la piel apiñonada que resaltaba sus ojos claros de pestañas largas que la hacían diferente de sus grotescas primas, pero casi idéntica a su madre; con la conjugación del carácter hijo de puta de su padre (el mismo que había dado la casa y una herencia considerable a la hija y no a su propia madre), que con el paso de los años y la consecuencia de los días, junto a la vieja desgraciada y su familia, vislumbró en su interior como acero para forjar la muralla puntiaguda que defendía su ser ante aquel océano de mierda que arremetía contra ella, sin piedad, con olas de sentimientos fétidos hacia sus costas de felicidad que le daban el valor para no sentirse menos frente a ellos, los otros. Se puso los pantalones ajustados, la camiseta punk y las pantuflas, los audífonos en los oídos y le dio play al reproductor portátil. La cocina estaba a unos pasos, la anciana, pegada al teléfono…

La familia estaba reunida en el comedor. Los tragos comenzaban a hacer estragos en la lucidez de los invitados. Los más pequeños se perseguían a lo largo de la casa con sus risas inocentes y joviales.

Mamá Lucero hizo un ademán a Octubre para que se quitara los audífonos y se sentara frente a ella, al otro extremo del comedor. Hizo sonar la copa para pronunciar unas palabras:

-Estoy muy agradecida con dios por darme la satisfacción de poder ver crecer a mis hijos, a mis nietos y mi bisnieto; agradecida con ustedes por tenerlos conmigo en esta fecha tan importante para mí. Cuando lleguen a mi edad, entenderán que la vida es tan efímera como degustar un postre dulce, y, por ello, hay que hacerlo lento, disfrutando cada instante y recordando a los que ya no están con nosotros. Disculpen mis lagrimas pero realmente estoy emocionada. Como muestra de mi amor y símbolo de correspondencia hacia sus obsequios, les he preparado un delicioso guiso a ustedes, mi familia. También a ti, mi querida Octubre, mi rebelde pero no menos querida nieta, por quien daría mi vida entera por verte sonreír y hacer que olvidaras lo acontecido con tus padres, que los ángeles tienen en su gloria. Por eso, te tengo un postre exclusivo, y como la abuela consentidora que soy, te permitiré comerlo antes que cualquier otra cosa. Les pido por favor un fuerte aplauso para mí y mi hermosa nieta.

Los aplausos retumbaron en la estancia. La algarabía de nuevo se hizo presente. La música, los niños, el ladrido de Vica por encontrarse en el patio, los tragos. La comida comenzó a salir de la cocina en platos atractivos. El aroma de la comida era un golpe de locura para las neuronas.

Frente a Octubre colocaron un tazón grande de fresas con crema, espolvoreadas con un llamativo polvo color canela.

–Come hija, me quedó bien rico; de verdad, pruébalo, te quitará los dolores físicos y del alma. Nada como encontentar el estómago para que me perdones. – dijo Mamá Lucero, con un gesto tan dulce que hizo temblar a Octubre.

Se colocó de nuevo los audífonos. El señor Manson gritaba en conjunto con unos guitarrazos de fondo que todos buscan algo; algunos abusar de ti; otros que abuses de ellos; quieren utilizarte, que los utilices. Estúpidas Ironías, pensaba Octubre mientras escuchaba al reverendo en sus profundos gritos y observaba fijamente los ojos de Mamá Lucero clavándose en los suyos; dejando escapar una lacónica mueca cuando al mismo tiempo sujetaron las cucharas y se llevaron el bocado a la boca.

Mamá Lucero abrió los ojos sorprendida. Octubre cerró los suyos y disfrutaba de su postre. La anciana sintió que algo le quemaba las entrañas, que le faltaba el aire, se asfixiaba, el líquido viajaba de su estómago a la boca. Alrededor de ella algunos se llevaban las manos a la garganta, otros se desmayaban y de sus bocas brotaba espuma, sangre. Los niños se vomitaban encima y sus cuerpecitos quedaban duros como bolillos de días atrasados.

Octubre abrió los ojos, se quitó los audífonos. El silencio era grande, acogedor. Ahora si la casa era suya y solamente suya; tal y como lo había querido su padre, el hijo de puta, el cianuro, y su madre la miel.

Mamá Lucero la miraba con su cabeza recostada sobre la mesa, ausente, lejana, ahogada. Octubre apretó los labios, se relajo, la vieja había cumplido con eso de sacarle una sonrisa. Saltó los cuerpos de “su familia”, salió y acarició a Vica. La perra la había salvado del delicioso guiso.

Autor: R. Y. Ayala M.

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