Y retiembla en su centro…

Mexicanos al grito de guerra…No hay mejor aliciente que escuchar el canto que nos identifica como salvadores o víctimas. Nuestra historia es rica en tragedias. Esta vez me ha tocado estar debajo de los escombros y mis recuerdos me aplastan más que las vigas de acero y los bloques de hormigón. Hace treinta y dos años me tocó estar afuera. Llevaba un uniforme azul, había salido con mis compañeros López, Luna, Vicente y otros más. Una brigada improvisada. Eraclio dio la orden: “Llamen a sus casas y vámonos a rescatar gente”. Estoy bien, llego más tarde. Te mantendré al tanto, mamá—dijimos suspirando y agradeciéndole a Dios su bondad—. Algunos teníamos algo más de veinte años, nos impulsaba la esperanza de sacar a algún sobreviviente. Con unos cascos, martillos, cinceles, guantes de carnaza y botes nos pusimos a trabajar. Ya había muchas personas moviéndose como hormigas. Nos recibieron con gesto de aprobación, cerca de la estación del metro y nos dijeron que en el colegio de monjas había niños atrapados. Removíamos los escombros y con ilusión esperábamos a los soldados que el día de la Independencia habían mostrado su plan para emergencias por televisión, pero fueron pasando las horas y sólo había rescatistas, bomberos, taxistas, panaderos, carniceros, fontaneros, abogados, doctores, puros civiles. La gente no sabía que era una decisión de arriba. Ni siquiera aceptaron la ayuda humanitaria. “Podemos nosotros mismos—dijo orgulloso el primer mandatario—, somos auto suficientes”. Empezaron a llegar noticias. “Entre más te acercas al centro, más destrucción hay. Es como si nos hubieran bombardeado todita la ciudad”. Hubo muchos héroes, gente del pueblo que sacrificó sus vidas y resistió las réplicas debajo de las ruinas de la ciudad. Las lágrimas de Vicente, temblando por la amenaza de ser aplastado a las siete de la noche del veinte de septiembre me dan fuerza para resistir. Yo no tuve el suficiente valor y me salí como un cara de niño o niño de la tierra.

Oigo a la gente, me dicen por el móvil que tenga ánimo, son mis hijos y algunos vecinos que trabajan sin parar. Se está acabando la batería. Pienso que sólo en momentos como estos se cambian los papeles. Mientras las cosas están en calma nos echamos en cara nuestros defectos, nos ofendemos y golpeamos unos a otros, pero ahora tenemos una sola cara. Maestros y alumnos, jefes y empleados, ladrones y atracados. Quiera el Señor que salga de esta. No prometo nada, lo que tenía que hacer lo hice y lo que no hice no me despierta remordimientos. Traté de ser fiel a mis familiares y amigos. La vida es una ruleta, una rueda de la fortuna, a veces arriba, a veces abajo. Me parece que los recuerdos están siendo como gotas de plomo caliente, ya no puedo oír a los que están afuera, aunque gritan victorias. Han sacado personas con rasguños unas y con fracturas otras. Cuelgan una lista en un poste torcido. Han encerrado en un círculo a los sobrevivientes, pero mi nombre está tachado. Sigo con la esperanza de la salvación, pero esta vez nadie me dirige palabras de agradecimiento, escucho algunas lamentaciones. Entre compungidos alguien habla de mis cualidades, otros de mis defectos y mis inútiles bromas. Muy en el fondo estaba mi arrepentimiento, se había llenado de moho. Las malas acciones que hice no serán perdonadas jamás. Mi única justificación es que fui olvidado, me negaron después de la reconstrucción una vida honesta y tuve que delinquir. Todos llevamos un peso desde pequeños, no pude quitarme el mío de la espalda. Quería ser héroe y se me concedió una sola vez, hace tres décadas y dos años, luego la vida fue un purgatorio. Fui débil. Lo confieso. Habría podido evitar ser lo que fui. Que me perdonen las personas que tuvieron que entregarme sus pertenencias, los que tuvieron que asistir a un hospital por culpa mía. No quiero perdón, sólo que entiendan que la bota del estado y la indiferencia de los empresarios me orillaron a vivir por cuenta propia, como un pequeño Robin Hood que le quita a los otros para alimentar a los suyos. Mi vida fue de dieta permanente y la maldad fue sólo una máscara de lucha libre contra la existencia. Dejo a su consideración esta piltrafa aplastada bajo las varillas y ladrillos. No será necesario un sepelio porque el Estado me lo proporcionó en vida. No me arrepiento. Es tarde para llorar. Que Dios nos perdone.

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