Durante más de cuarenta años he trabajado en una compañía de seguros y he tratado con muchos abogados. Siempre, en todas nuestras negociaciones, han utilizado algún latinajo, a veces rematado con algún consejo pomposo e inútil, o dejado ir como sutil advertencia. Pero he de reconocer que a uno de ellos, a uno de esos consejos, le debo la vida.

Toda mi vida he sido un aventurero, aunque me quedan pocos lugares en la tierra en los que pueda tener esa sensación indescriptible que, como una droga, te impulsa a seguir viajando, visitando lugares remotos, vírgenes, y es que, desde hace unos años, todo está masificado. El “turismo de aventura” lo invade todo (si no te has hecho un selfi colgado de una oreja en lo más alto de la torre Eiffel, no eres nadie).

Aun así, todavía queda en el mundo algún lugar libre de esa marabunta humana, que a su paso lo tritura todo, como una voraz nube de langostas; después, cuando marchan, solo queda tierra yerma y basura.

Escoger lugares ignotos para esa jauría, tiene sus pegas: son peligrosos y me lo advierten cada vez que propongo una nueva expedición.

No se equivocan, en alguna ocasión he sufrido algún sobresalto, pero siempre he salido airoso:

En la cordillera del Karakórum se encuentra el K2, la segunda montaña más alta del planeta. En esa zona, perdí tres dedos de la mano izquierda cuando anduve desorientado durante horas a causa de una ventisca terrible. Gracias a que me acompañaba un guía de gran experiencia, pude sobrevivir a aquel sobrecogedor mundo de hielo y nieve. Eso sucedió antes de que esas montañas figurasen en la lista de los diez destinos turísticos más destacados para cazadores de selfis y recolectores de “me gusta”.

Por cierto, en febrero de 2021, el guía de montaña Ali Sadpara desapareció en el K2 junto con dos alpinistas. El gobierno de Pakistán los dio por fallecidos después de una intensa búsqueda sin éxito. Meses después, encontraron sus cuerpos congelados.

En el desierto de An-Nafud sufrí quemaduras graves, y casi pierdo la visión del ojo derecho. Finalmente, todo quedó en unas feas cicatrices y una ligera ceguera. Es el pequeño precio a pagar si quieres huir de la “civilización”, que lo envenena todo allí donde se instala. Un dato curioso es que la película Lawrence de Arabia no se filmó en ese desierto. Entre otros lugares, se grabó en la playa del Algarrobico, en Carboneras. Un monstruoso hotel ilegal que, todavía hoy, envilece el paisaje desde hace más de veinte años, a pesar de que el lugar fue declarado Reserva de la Biosfera en 1997 por la UNESCO .

Pero donde realmente lo pasé mal, donde hace unos pocos años estuve a punto de perder la vida, fue en la isla Célebes, cercana a la de Borneo. Es un lugar maravilloso, donde habita la etnia tna-toraja, para los que lo más importante en la vida es el final, la muerte. Cuando alguien muere, sacrifican un número inmenso de búfalos, dependiendo, naturalmente, de la economía de la familia del difunto. Las celebraciones pueden durar días.

Actualmente, los turistas invaden la isla y, sin recato alguno, se fotografían con los difuntos, para mostrarse en internet junto a un cadáver. Imagino que eso debe de aumentar su popularidad.

En aquellos entonces, los tna-toraja me acogieron como la rareza estúpida que soy, un ser totalmente ignorante, incapaz de sobrevivir solo, de saber lo más básico. Un niño de cuatro años era capaz de desenvolverse, en la selva y fuera de ella, mejor que yo.

La prueba de cuán ignorante me consideraban, y la pena que sentían por mí, es que Nara, una niña que no tendría más de doce años, me regaló su machete, una de las pertenencias más apreciadas y necesarias en aquel lugar. La pequeña creía, con razón, que yo lo necesitaba más que ella.

Pero, volviendo al suceso en el que casi pierdo la vida, y al consejo que me la salvó:

Era una de esas noches mágicas, de luna llena. Los ruidos de la selva sonaban como melodiosos cantos de sirena. Salí del poblado solo, sin atender a las advertencias que me habían dado. Embelesado, me adentré en la espesura.

Ulises fue prudente y se ató al mástil del barco; yo, extasiado por esa sinfonía de vida nocturna, olvidé coger el machete que Nara me obsequió y, paso tras paso, fascinado, caminé por un estrecho sendero débilmente iluminado por los rayos de una enorme luna de plata. Su luz se filtraba entre las ramas y se reflejaba en las gotas de agua que, plácidas, dormitaban en las verdes hojas. Un manto de perlas parecía iluminarlo todo.

La naturaleza ha dotado a ciertos animales de una capacidad de camuflaje y un sigilo asombrosos. Los tienes a tu lado y no los ves, no los oyes. Son fantasmas, pero sus ojos vigilan cada paso que das; unos huyen lentamente, otros no se mueven, esperan pacientemente y calculan si pueden devorarte.

Una serpiente enorme, una pitón reticulada, se había deslizado silenciosa hacia mí. Cuando me quise dar cuenta, seis metros de animal se habían empezado a enroscar en mis piernas. Su abrazo me hizo caer. La maleza y las hojas amortiguaron mi caída. Pude imaginarme cómo, al instante, todos los insectos percibían mi presencia. Pero mi preocupación no eran las hormigas, los escarabajos o las arañas. Estaba totalmente a merced de aquel poderoso animal, que cada vez apretaba más y se enroscaba con pasmosa lentitud. Cuando vi su lengua y sus ojos, supe que solo me podría librar de su abrazo mortal si le cortaba la cabeza, pero no había cogido el machete. Aquella torpeza iba a terminar con mi vida; sería un final lento, agónico, de huesos rotos, de asfixia, hasta ser engullido.

Entonces, milagrosamente, me vino a la cabeza aquella reunión con el letrado Salvador Palau, en la pastelería Fondo, junto a los juzgados de Mallorca, y lo recordé. Recordé el mejor consejo que jamás me ha dado un abogado. Me dijo: «Para comer ensaimada mallorquina no hay que usar el cuchillo, no hay que cortarla, se desenrolla tirando de la punta».

Etiquetas: microrrelato

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