Blaze! Capítulo 9

Capítulo 9 – Dos espadas malditas.

Seis meses antes del enfrentamiento de Blaze contra el demonio cobrador.

Camille de Valois, hija de Jean de Valois, noble acomodado habitante de la región de Phranç, pasea sobre una carroza blanca diseñada especialmente para ella, tirada por dos recios corceles –obviamente– blancos. El carruaje está labrado magníficamente, como si fuera una esfera formada por bellas enredaderas desde donde emergen sublimes rosas, cuidadosamente perfumadas antes de cada salida.

Camille es una muchacha adorable. Si tuvieras la oportunidad de sentarte frente a ella, serías derretido por sus cándidos, ovalados y grandes ojos acaramelados. Sus mejillas sonrosadas y turgentes demuestran claramente su nivel social, no hay rastros de afilados ángulos en su rostro, al igual que su portentoso busto y nalgas, que se desparraman hacia los lados al entrar en contacto con alguna superficie plana, zonas que contrastan con su ceñida cintura, la que se mantiene a raya gracias a un estrecho corsé.

Camille adora el color blanco, tanto es así que se ha esmerado por mantener su dentadura lo más limpia posible, con tal de lucir sus ordenadas perlas a todo el mundo. Si tan sólo supiera como blanquear su cabello, no tendría que sufrir el infernal calor que le produce el llevar su tupida y alba peluca…

Édouard, desvía la carroza hacia el pueblo, quiero ver personalmente los vegetales que utilizaremos en la cena de esta noche –ordenó la niña a su sirviente, un viejo que llevaba toda la vida viviendo en su casa, casi un familiar más.

Lo que usted diga, mademoiselle –respondió el hombre, acatando la orden.

La carroza anduvo entre los pequeños puestos atiborrados de vegetales, deteniéndose en cada uno de ellos para revisar la mercancía.

Raíz con forma de persona, raíz normal, raíz mmm… –categorizó Camille, mientras Édouard le acercaba las hortalizas al lechoso coche, mirando a través de su abanico–. ¡Raíz peluda!

La muchacha quería los mejores productos, pero no estaba dispuesta a bajar de su cómodo vehículo, le aterraba la posibilidad de manchar su hermoso vestido (blanco) de encajes. Después de recorrer todo el poblado, emprendieron la marcha de regreso a la mansión de su padre.

¡Ufff, que cansado! Édouard, cuando regresemos, envía a los sirvientes a recoger lo que encargamos a los campesinos –ordenó Camille, desparramándose en el confortable asiento del carruaje.

Como usted diga, mademoiselle.

Cuando la carroza estaba saliendo del pueblo, de la primera casa (o última, depende de la dirección) del poblado salió un labrador que vestía una camisa rota, sin mangas, de aspecto áspero. Camille lo observó detenidamente mientras el coche pasaba frente a él, siempre detrás del abanico.

Que hombre más gallardo, y sucio –acotó la muchacha, destacando la descuidada facha del trabajador.

El vehículo sobrepasó al varón, quien le dedicó una sonrisa a la muchacha al notar que era observado por ella. Camille se quedó mirándolo por entre las rendijas formadas por las metálicas enredaderas, mientras se alejaban del lugar. Al cabo de unos metros, la lozana joven se arrojó en su puesto, abanicándose para espantar un repentino calor proveniente de sus mejillas y orejas, su corazón estaba desbocado, latiendo sonora y profundamente dentro de su henchido pecho.

¡Qué valentía! Mirarme así, sabiendo quien soy… –pensaba Camille, nerviosa y excitada por el fugaz encuentro–. ¿Sabrá quién soy?

Una vez en casa y tal como fue ordenado, Édouard envió a los sirvientes a recoger las compras en el pueblo. La cena fue preparada unas horas después, resultando simplemente exquisita. Los comensales festinaron por largo rato, discutiendo frivolidades varias, bebiendo vino hasta el hartazgo, rematando la celebración con un descoordinado y tembloroso baile.

Debo felicitarte, Camille –dijo el padre a su retoño, con una copa de rojo vino en la mano izquierda, mientras que con la otra sujetaba a la dama con la que decadentemente bailaba–. El festejo ha salido… ¡perfecto!

Gracias, padre –respondió escuetamente la muchacha, levemente afectada por el consumo del oscuro vino producido en los viñedos de la mansión.

Jean de Valois desapareció de enfrente de su hija, girando como un trompo movilizado por energía infinita, algo que sólo podía lograr alguien de su edad gracias al alcohol. Los comensales se dirigieron cada uno a sus respectivas habitaciones una vez finalizado el etílico baile. Camille entró a su cuarto y retiró lentamente su alba peluca, dejando caer su lacio cabello castaño claro sobre sus hombros. Desamarró su ajustado vestido de encajes, no precisaba de ayuda para hacerlo, desnudándose para luego calzarse un largo camisón de seda. Ya libre de toda atadura de vestuario, se tendió sobre su extensa y mullida cama, fregándose los ojos.

Tal vez deba dormir –musitó, cerrando los ojos, con una leve sonrisa en el rostro.

El sueño de Camille fue agitado. Imágenes del pasado inundaron su mente, dirigiéndola a los días en que su madre estaba viva, cuando su padre intentaba engendrar un heredero hombre para su casa. Aquellos días de niñez terminaron con el doloroso y mortal parto de la que ahora sería su hermana menor, pero la vida quiso otra cosa. Despertó sobresaltada, con lágrimas sobre sus níveas mejillas y la luz de un nuevo día colándose por entre las cortinas de su ventana. Salió al pasillo y llamó a su sirviente.

Édouard, trae mi desayuno a la habitación –solicitó la recién despertada.

Camille comió pan tostado untado con mantequilla, zumo de naranja y un puré de manzana verde. Después de fregar con un paño sus cuidados dientes, eligió un vestido de su armario, uno que le acomodase en la actividad que realizaría más tarde.

¡Padre, voy a salir a pasear con Édouard al estanque! –gritó la muchacha a su progenitor, el que seguramente aún dormía, producto de la jarana de la noche anterior.

La joven no obtuvo respuesta, lo que no la detuvo en su intención de ausentarse por un par de horas de su mansión, subiéndose rápidamente al blanco carruaje conducido por su criado. El coche recorrió los senderos hasta encontrar la laguna mencionada, posesión de un amigo de su padre, quien alegremente le recibió en su propiedad.

Monsieur Philippe –saludó Camille, con una reverencia.

Mademoiselle Camille –respondió el dueño de casa, con un ademán.

El carruaje se estacionó junto a la casa patronal, bajo la sombra de un altísimo serbal común, lugar en el que Camille descendió del vehículo, dirigiéndose hacia el estanque y subiendo a una barcaza preparada especialmente para ella, pintada con su color favorito.

Rema con cuidado, Édouard, no quiero terminar en el fondo de la laguna –solicitó Camille, abriendo el paraguas que traía consigo para cubrirse del quemante sol.

Por supuesto, mademoiselle –respondió el viejo, que estaba poniéndose rojo por el esfuerzo de mover el pequeño bote.

Después de avanzar unos cuantos movimientos de remo, el bote se quedó estático en la laguna. Camille sacó un pequeño libro de entremedio de su ropa, el cual comenzó a hojear, destellando fugaces sonrisas al pasar sus ávidos ojos por las palabras impresas. Édouard aflojó un poco su camisa para permitir el intercambio gaseoso, respirando profundamente y restregándose la frente con un pañuelo para enjugar su sudor. Pasaron varios minutos en total silencio.

Creo que va siendo hora de que te busque un reemplazo, Édouard… ¡Mira tu reflejo en el agua! –exclamó la muchacha al ver el estado de su criado.

Édouard miró su rostro reflejado en el fluido; pero, cuando devolvía la mirada la mirada a su ama, recibió una bofetada de agua en la cara, lanzada por la juguetona Camille.

Caíste, Édouard. Ahora volvamos a casa.

Los visitantes salieron de la laguna, despidiéndose y agradeciendo la hospitalidad de Monsieur Philippe, ofreciéndole una botella de vino y unos exquisitos quesos en gratitud por la invitación. Luego emprendieron el viaje de regreso a la mansión de Valois, pero encontraron un problema en el camino y debieron desviarse de la ruta utilizada anteriormente, pasando por el interior del pueblo en el que suelen comprar los vegetales.

No quería pasar tan pronto por aquí –musitó Camille, mientras seguía hojeando el librito, cuando divisó por el rabillo de su ojo derecho una silueta que le pareció conocida–. ¡Detente, Édouard!

Camille guardó nuevamente el texto, sacando la cabeza fuera del vehículo y cubriendo su rostro con su adornado abanico.

¡Eh, tú, sí, tú! –susurró con fuerza la mademoiselle, dirigiéndose al hombre que le daba la espalda.

El varón se giró, decepcionando a la joven, quien pensó que se trataba de otra persona. De igual forma entabló conversación con el extraño.

Eh… Bueno, ¿hola? –saludó, no muy convencida de lo que estaba haciendo.

Ho… hola –respondió el anonadado campesino, encandilado con la presencia de la muchacha y hechizado por el aroma que esta desprendía, como si se tratara de un campo con miles de distintas flores en plena primavera–. ¿Qué desea, mademoiselle?

El hombre que vive en la casa donde inicia el pueblo, ¿Cuál es su nombre? –preguntó sin tapujos la doncella.

¿Allá? –respondió el aldeano, apuntando con el índice la que creía era la casa sobre la que se le consultaba.

Sí, esa misma –confirmó Camille de Valois.

¡Ah! Esa es la casa del viejo Dominique, pero ahora no se encuentra en casa y… –replicó el labrador, siendo interrumpido por la mademoiselle.

¿Viejo? No, no, no. Me refiero a un hombre joven, de cabello rubio, ojos azules, como de este tamaño, brazos fuertes… Como usted de espalda, pero con otro tipo de rostro.

Se equivoca, mademoiselle, allí no vive ningún hombre de tales características. Además, hay muchos de nosotros que nos parecemos –explicó el hombre.

Parecidos… de espalda, no buscaría a alguien con su rostro –pensó la joven–. Perdóneme por hacerle perder su tiempo, buen hombre.

No se preocupe, lo que sea para la casa Valois.

Adiós –dijo Camille para despedirse, sentándose en su carruaje y pidiéndole a Édouard que la llevara de vuelta a su mansión.

La muchacha se había hecho ilusiones, pero estas fueron destrozadas por el no tan bien parecido campesino. El hombre que le había sonreído era uno entre tantos de ese poblado, sólo uno más, pero que le hizo detener el carruaje ante la posibilidad de volver a verlo, aunque ninguno de los dos tuviera que decirle algo en particular al otro.

No debe estar en mi destino el… Debería olvidarme de él –pensó melancólicamente la niña, mientras resonaba en su cabeza el galope de los caballos que la acercaba a su vida, su casa.

Y así pasó un mes. Camille continuó con su vida normal, saliendo a lugares preciosos, comprando los mejores productos, interactuando con los mismos nobles de siempre, leyendo pequeños libros. Tenía completa libertad para hacer lo que quisiera; sin embargo, se encontraba cada vez más convencida de que algo le faltaba… A su vida le faltaba emoción.

Uno de esos días fue encomendada por su padre para realizar la compra mensual de alcohol en la ciudadela del rey Bod, la ciudad de Parler, cuando se encontraba montada en su carruaje leyendo y sin querer divisó…

¿Qué? No puede ser –cuchicheó la joven, viendo como al lado de su blanca carroza pasaba aquel hombre del pueblo, dejando caer el pequeño libro de sus manos–. ¡No te me escaparás esta vez!

Camille se asomó por la puerta de su carruaje, agarrándose en sus decorados bordes, viendo como el hombre se perdía entre la multitud. El vehículo avanzaba irremediablemente a la salida de la ciudad, si no hacía algo era posible que no lo viera en mucho tiempo más y no quería eso. Quería volver a sentir ese vibrante sentimiento que le produjo su sonrisa hace ya tiempo, no ese vacío y sensación de pérdida que le producía el verlo alejarse.

La muchacha se envalentonó y saltó del coche, cayendo estrepitosamente al suelo empedrado de la ciudad, sin que Édouard notara nada. Su blanco vestido se manchó con el costalazo y su rodilla izquierda sufrió el rigor del golpe, recibiendo una pequeña magulladura, pero no le importó, levantándose inmediatamente del piso y dirigiendo su caminar al grupo de gente en el que penetró el bello campesino.

¿Dónde está?, ¿Dónde…? –se preguntaba Camille, perdida entre personas desconocidas–. ¿Ha visto a un hombre…?

Camille comenzó a preguntar a los caminantes, buscando ayuda, alguien que le indicara que camino seguir, pero nadie parecía haberlo visto. Entre preguntas y respuestas, a lo lejos, vio una figura semejante, siguiéndola en el acto. El hombre entró en un negocio de ventas de armas, la joven hizo lo mismo, mirándolo desde lejos. Era él. El gallardo hombre hablaba con el dependiente, señalándole un hacha de la estantería, pero este le hizo señas indicándole que saliera del local, lo que él acató. Camille se acercó al tendero y luego salió del local también.

Disculpe –dijo la muchacha, con voz temblorosa, dirigiéndose al hombre, quien le daba la espalda y no se había percatado de su presencia–. ¿Era ésta el hacha que deseaba?

¿Qué? Mademoiselle, ¿qué ha hecho? –preguntó, sin subir la mirada, realizando una reverencia y estirando sus manos para alejar el arma que la joven adquirió y le estaba ofreciendo.

Camille subió el hacha a la altura de sus ojos, logrando que el hombre la mirara al rostro, lo que hizo que este sonriera, aunque de una forma distinta a la primera vez que se vieron. Ella sonrió nerviosa, sentía como sus piernas temblaban debajo de su vestido, pero logró mantener la compostura.

Mademoiselle Camille, perdóneme, no la reconocí –se excusó el hombre, irguiéndose–. No se preocupe, no necesito el arma, sólo era un capricho de este cazador.

Los ojos de la muchacha se incendiaron de felicidad, aquel hombre sabía su nombre, y su corazón se aceleró, ruborizando sus mejillas.

Pensaba que era un campesino, ¿Monsieur…? –acotó Camille, con el vientre revolucionado por la emoción del momento.

No me llame Monsieur, no soy de la nobleza, soy solo un cazador… Puede decirme Antoine, mademoiselle –respondió el hombre, presentándose.

Ant…oine –dijo la muchacha, sintiendo que ya comenzaba a conocer a su interlocutor, interrumpiéndose al tener la mirada fija en él.

La mirada de Antoine nuevamente cambió, endureciéndose un poco, como si el encuentro no fuese placentero para él.

Disculpe, mademoiselle, no puedo aceptar su regalo, es muy costoso y no tengo con que retribuírselo. Debería regresar a su mansión, estas calles pueden resultar peligrosas si… Si quiere puedo acercarla a su carruaje –se excusó, evitando el contacto visual.

La verdad es que me bajé del carruaje sin decirle a Édouard –respondió Camille, mostrando la mancha de su vestido, la que Antoine miró de reojo por unos segundos.

¿No se dañó al bajar? –consultó el cazador, eludiendo la mirada de la muchacha.

Tengo una pequeña raspadura en la rodilla… –comunicó Camille, bajando la cabeza, observando su extremidad dañada.

Ambos se quedaron mirando en direcciones opuestas, en completo e incómodo silencio. Camille estaba dolida por no entender la reacción de Antoine al estar frente a ella y él intentaba mantenerse lo suficientemente distante como para no resultar ofensivo con la joven.

Me bajé después de verte caminando aquí, en esta ciudad –comentó Camille, con voz quebrada.

Antoine no respondió, pero aclaró su voz con un carraspeo.

¿Recuerdas, aquella vez en tu pueblo? Me miraste y sonreíste, yo quiero saber…

Por favor, no siga –pidió Antoine, mirándola con ojos apenados–. Perdóneme.

¿Por qué? Ni siquiera sabes que es lo que quiero decirte –espetó la joven, afligida.

Es por eso que prefiero que todo quede así –concluyó Antoine, mientras apuntaba con el dedo índice en dirección a Camille.

La muchacha pensó que le apuntaba despectivamente, pero ante la insistencia de Antoine en señalar hacia ella, miró a sus espaldas y vio a Édouard acercarse rápidamente con su carruaje, se notaba la desesperación del viejo en su semblante. Camille giró nuevamente para hablar con Antoine, pero este ya no estaba, la había dejado sola.

¡Mademoiselle Camille, Mademoiselle Camille, gracias a dios que la encontré! –gritó Édouard al llegar al lado de la joven, quien derramaba lágrimas silenciosamente en la desierta calle–. Su padre mandaría a cortar mi cabeza si vuelvo a la mansión sin usted. ¿Se encuentra bien?

Volvamos a casa, Édouard.

Camille llegó callada a la mansión, subiendo directamente a su habitación, con el hacha que compró para Antoine en las manos, dejándola caer en el piso de mármol en cuanto se encerró, rompiendo parte del suelo del cuarto con el impacto del arma.

Pasó una semana deprimida, tratando de entender que hizo mal para recibir tal trato de parte del estúpido de Antoine, bajando sólo para comer (de malas ganas y para que su padre no la acosara con preguntas) y recluyéndose al finalizar. Cuando se dio cuenta de que no era problema de ella, decidió ir al pueblo a hablar con el hombre que le rechazó sin razón, para encararlo.

Édouard, llévame al pueblo, ahora –demandó Camille, con el hacha comprada en la mano, lo que hizo que el viejo criado se estremeciera.

En el pueblo fue fácil encontrar a Antoine, ya que era el único cazador en todo el lugar, aunque no esperaba que él estuviera en el sitio más lúgubre del poblado. El hombre estaba en un improvisado cementerio, arrodillado frente a una tumba, rezando plegarias. Camille se acercó lenta y respetuosamente a Antoine, esperando a que terminara con su rito.

Hola –saludó apenada la mujer a Antoine, quien se reincorporaba del piso.

¿Vienes a matarme por haberte tratado mal? –preguntó el hombre con una mueca parecida a una sonrisa.

Camille se sobresaltó con la consulta, ruborizándose por la vergüenza. Hasta antes de verlo sentía que debía decirle unas cuantas verdades, pero ahora únicamente quería entender su reacción.

Es tu esposa, digo, la tumba, ¿es de ella? –consultó la joven, colocando sus brazos detrás de su torso, escondiendo el arma.

Sí, estuvimos casados un año y medio. Era una buena mujer, mientras trabajábamos en el campo fuimos atacados por una jauría de lobos y… –respondió Antoine, levantando la manga de su camisa y mostrando una cicatriz en su hombro–. Bueno, sobreviví, pero no pude hacer nada para protegerla.

Y por eso eres cazador ahora.

Antoine calló por un momento, inspirando largamente para retomar la palabra.

Recuerdo el día en que me viste a la salida de la casa de Dominique. Me miraste por entre las rendijas de tu carro mientras te alejabas, con tus ávidos ojos que emanan la misma energía que los de ella… Esa es la razón por la cual no puedo mirarte a los ojos –declaró Antoine–. No puedo acercarme a otra mujer sólo porque me recuerda a ella, es egoísta de mi parte, no quiero hacerte daño.

Aunque te recuerde a tu esposa, soy una persona distinta, ¿lo sabes, cierto? –sollozó Camille–. Me daña más el que me descartes sin siquiera conocerme que el hecho de tener ojos parecidos a los de tu mujer.

No es sólo eso. Sólo soy un cazador, no tengo que ofrecerte, tú eres de la nobleza, tu familia nunca dejaría que estuvieras con un plebeyo como yo. Además, está el tema de la edad… –apuntó Antoine–. Yo tengo 27 años, ¿y tú?

15 –respondió Camille, cabizbaja.

¿Ves? Soy un anciano en comparación contigo, puedes encontrar alguien apropiado para ti, un hombre que pueda ofrecerte todo lo que quieras y necesites, algo más que sólo una sonrisa y vegetales.

¿Y si no quiero lo apropiado? –preguntó Camille, antes de ser retirada de enfrente de Antoine por un veloz lobo, que la atrapó con un mordisco en su vestido y la arrastró hacia el interior del bosque, dejando el hacha botada en el térreo suelo.

¡Camille! –gritó desesperado Antoine, cogiendo del suelo el hacha y corriendo detrás del animal salvaje.

Antoine palideció, reviviendo el ataque que sufrió junto a su difunta esposa, perdiendo fuerza en sus zancadas, pero el pensar que Camille pudiera estar en peligro mortal le infundió el vigor que necesitaba para alcanzar a la bestia. La muchacha estaba completamente sucia con lodo y magullada en sus extremidades, con las fauces del animal abiertas sobre su rostro, pero viva. Antoine se abalanzó sobre la fiera, hendiendo el hacha en uno de sus ojos, cambiando las tornas de la situación.

El cazador retiró violentamente el arma de la herida, causando un alarido en el cánido, que se aprontó a morder a su contrincante, pero la profusa sangre le hizo errar en su ataque, recibiendo otro corte en su peludo pecho. Al verse nuevamente herido, el animal optó por huir de la gresca, dejando a su presa tirada en un colchón de hojas y a su contrincante en postura defensiva.

¡Camille!, ¿te encuentras bien, te mordió? –preguntó Antoine, lanzándose de rodillas al costado de la niña, estirando las manos para palparla, pero deteniéndose de hacerlo al considerarlo impropio–. Perdón…

Camille se abrazó fuertemente al pecho de su salvador, llorando borbotones que limpiaron el lodo y la sangre de su rostro, escuchando los fuertes latidos del corazón de Antoine, quien le abrazó la cabeza, besándola en la desordenada y embarrada peluca.

Antoine tomó en sus brazos a Camille y la llevó de vuelta al pueblo, donde era esperada por Édouard, que divisó a lo lejos a la pareja. La muchacha le dijo al cazador que la dejara llegar sola a su carruaje, ya que su criado tenía mandado alejar a cualquier hombre desconocido de su lado, y eso podría causarle problemas, más tomando en consideración su actual estado.

Está bien, te dejo aquí –dijo Antoine, depositando a la muchacha en terreno firme, mirándola cariñosamente.

Merci, mon sauveur –agradeció la enamorada Camille, tropezando con un bulto presente en el piso–. ¡Ouch!

¿Estás bien? –consultó Antoine, sujetando a la niña de los hermosos ojos, mientras miraba al suelo–. ¿Qué es eso?

Los tórtolos descendieron juntos para revisar la protuberancia que hizo tropezar a Camille, descubriendo que se trataba de dos espadas sin funda que estaban enterradas a poca profundidad.

Son un par de viejas espadas, están corroídas por la humedad –dijo Antoine, examinando las hojas de las armas blancas–. Al menos las empuñaduras están completas, pero no sirven de nada así, las dejaré tal cual las encontramos.

Édouard grito en la lejanía el nombre de su ama, dando a entender que se encontraba cerca, presionando a Camille a regresar al carruaje.

Me está llamando Édouard, debo irme –explicó la muchacha–. No las botes, así la próxima vez que nos encontremos podemos jugar con ellas.

En ese caso, debes llevarte una para practicar, no te la pondré fácil –replicó Antoine, evidentemente más relajado y sonriente, algo que alegró mucho a Camille–. Coge esta, parece ser la más liviana.

Está bien, ya verás que puedo ser un rival formidable –aseguró la joven, arrojándose sobre el hombre y hundiendo sus carnosos y tiernos labios sobre su boca, robándole un beso de forma inesperada–. Nos vemos en tres días, en este mismo lugar, a esta hora.

Antoine quedó pasmado con el fugaz ósculo, sumergido en el aroma que desprendía Camille, que a esa hora del día era una mezcla de perfume, tierra fresca y sangre. La doncella se alejó del sendero corriendo, sujetando la espada desde la empuñadura, llegando al lado de su criado, a quien casi se le cayó el pelo al ver el estado en el que volvió.

¡Mon Dieu!, ¡Mademoiselle Camille! ¿qué le ha sucedido? –gritó histérico Édouard, creyendo ver a su protegida con heridas mortales e imaginando su destino cuando el padre de la niña se enterara de su estado–. Creo que desmayaré.

¡Édouard! La que debería desfallecer soy yo, ¡mírame! Fui atacada por un feroz lobo y sobreviví, observa esta dentellada en mi vestido –dijo la joven mostrando los agujeros que quedaron en su rasgada y enlodada vestimenta–. No te preocupes, le diré a mi padre que fuiste tú quien me salvó, tu vida no correrá peligro.

¡Gracias, mademoiselle! No sabe cuánto se lo agradezco. Ahora vamos a que le curen sus heridas –agradeció el criado, ayudando a Camille a subir al carruaje.

Camille estaba hecha polvo, pero inmensamente feliz, finalmente sentía que estaba viviendo. Su encuentro cercano con la muerte le hizo apreciar todo lo que tenía a su alrededor y también lo que atesoraba en su interior y que quería compartir con el hombre que le producía tales sentimientos. Tenía que planear muy bien los encuentros con Antoine, no quería que su padre se enterara de lo que estaba comenzando… ¿qué estaba comenzando?, ¿estaba realmente considerando a este hombre como su “compañero” ?, ¿tan profundamente logró calar en su corazón, instalándose allí, trastornando sus pensamientos?

Cuando llegaron a la mansión, Camille se presentó frente a su padre toda desgreñada, desaseada y sonriente, lo que hizo que el mandamás de la casa de Valois se desvaneciera por un momento. Una vez despertó, le contó cómo fue salvada del lobo por Édouard, quien al ver cómo le estaban salvando el pellejo asumió que debía olvidar que vio a la muchacha acompañada por un hombre desconocido y de estrato social bajo.

Ve, hija, ve a que curen tus heridas, esperemos que tu hermosa piel no quede con horribles marcas, no fuiste hecha para estos trotes, ¡Mon Dieu! Édouard, serás más que recompensado por tu valentía –sentenció Jean de Valois, echándose aire con el abanico de su hija, sofocado por el terrible relato–. ¡Que alguien traiga un poco de vino!

Camille fue acompañada por dos criadas, que la ayudaron a bañarse y vestirse, además de tratar cuidadosamente sus lesiones con compresas de hierbas medicinales. A pesar de las magulladuras, cortes y la pérdida de uno de sus vestidos favoritos, el reposo de la joven fue más que placentero, levantándose cuando despuntaban los primeros rayos del sol y con un ánimo sin igual.

Debo entrenar, Antoine no me vencerá –declaró Camille, tomando la espada y moviéndola torpemente dentro de su habitación, rompiendo sin querer algunos frascos de perfume y talco.

La joven entrenó sin parar por un tiempo indeterminado, sumida en una especie de trance, como si fuera dominada por una fuerza externa. Sus suaves manos se rasgaron por el esfuerzo, produciéndole ampollas en los lugares que no se rompieron, sin producirle dolor. Bajó a la cocina cuando sintió hambre, encontrándose al cocinero de la mansión, que la observó extrañado.

¿Qué sucede, Remy? –consultó Camille, caminando lentamente al bebedero.

Mademoiselle, está escurriendo sudor por el piso. Además, esa espada… –respondió el cocinero, asustado.

Camille no se había dado cuenta de que aun portaba el arma, de hecho, la estaba utilizando para apoyarse al caminar.

¡Ah, la espada! Mi espada… –respondió la joven, mirando la hoja del arma, que parecía un poco menos derruida que el día anterior.

Como no solicitó desayuno esta mañana y tampoco bajó para el almuerzo, asumimos que se encontraba descansando por sus heridas. Su padre nos dijo que no la molestáramos y… ¡Mademoiselle Camille! ¡Mademoiselle!, ¿qué hace?

Camille hace rato que no escuchaba a Remy, tomando todo alimento que se le cruzaba en su recorrido por la cocina, mordisqueándolos groseramente hasta acabarlos. Después del atracón, tomó una jarra llena de agua y se la llevó, confinándose en su habitación.

Pasaron las horas, los días, y, cuando se cumplió el tiempo fijado para volver a encontrarse, ninguno de los dos enamorados apareció en el lugar prometido.

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Gerôme y Vincent siempre estaban en desacuerdo. A pesar de ser hermanos y vivir juntos, cada uno vivía en su propio sendero, siguiendo sus propias ideas. Vincent era un convencido de que toda persona podía ser mejor, pero eso no aplicaba para su mellizo, a quien consideraba un caso perdido. Por el contrario, Gerôme pensaba que su hermano era un mojigato y que sólo ayudaba a los demás por temor a encontrarse solo, sin nadie que lo adulara.

Es así como sus caminos se separaron al arribar la adolescencia. Vincent se volvió soldado en un pequeño feudo, sirviendo y protegiendo a una familia noble, mientras que Gerôme se las arregló como pudo en las calles del reino presente en la ciudad de Parler, robando comida de los puestos apostados en las pequeñas avenidas y asaltando a cuanto noble se le cruzara en el camino.

Podría parecer que lo único en común que tenían eran sus diferencias irreconciliables, pero las constantes peleas que sostenían al enfrentar sus puntos de vista terminaban a golpes, lo que los hizo extremadamente diestros en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo y en el uso de espadas, que en sus tiempos de niñez se limitaban al uso de largas varas de madera con las que se golpeaban hasta quedar todos maltrechos.

Sin embargo, ninguna de estas animosidades lograba separarlos por completo, no toleraban la vida sin poder enfrentarse, lo que los llevó a tratar siempre de vivir relativamente cerca. Esto causó que se encontraran como enemigos en más de una ocasión, como cuando Gerôme en forma de jugarreta robó la espada de su hermano o cuando Vincent le hizo una encerrona a su mellizo y sus amigos, que se preparaban para realizar un gran hurto en los campos del noble para el cual trabajaba.

Pero todo cambió un día, cuando Gerôme entró a las caballerizas del patrón de Vincent, emborrachado y enfurecido, liberando a los caballos del lugar antes de comenzar un incendio. Llamó a gritos a su hermano, preguntándole la razón de no haber acabado con él, tomando en cuenta todos los problemas que le había causado hasta ahora. Vincent intentó razonar con él, pero el vandálico ser estaba demasiado alcoholizado como para pensar en lo que estaba haciendo.

Cuando las palabras dejaron de ser efectivas, los hermanos pasaron a los golpes, enfrascándose en una estúpida e infantil pelea. Vincent logró abatir al embriagado Gerôme, empujándolo al suelo con una patada en el pecho, mientras lo amenazaba con su espada, preguntándole si realmente eso era lo que quería, si quería que su mente y espíritu cargaran el peso de su muerte, a lo que este respondió que ahora creía estar viendo a su verdadero hermano, mostrando sus reales colores. Esto enfureció a Vincent, que se aprestó a golpear con el puño al hombre derribado, pero una repentina explosión los lanzó por los aires, sacudiéndolos mortalmente.

Cerca de las caballerizas se encontraba un pozo donde se acumulaban las heces de los caballos, lugar que acumulaba ingentes cantidades de gases pútridos, los que hicieron explosión al entrar en contacto con el fuego producido por Gerôme. Con sus últimas fuerzas, los hermanos prosiguieron con su batalla verbalmente, la que acabo con sus alientos finales.

Sin embargo, su lucha no terminó allí. Vincent murió pensando realmente en que debía acabar con la maldad de su hermano a como diera lugar, mientras que Gerôme murió odiando al hombre que creció junto a él, por considerar que este nunca le dio la importancia suficiente, mirándolo por sobre el hombro y despreciándolo. Sus cuerpos quedaron tendidos sobre el terreno removido por el estallido, pero sus almas quedaron encerradas en sus respectivas espadas, una espada robada y su sucesora. Dos espadas malditas, destinadas a reencontrarse y enfrentarse por la eternidad.

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Jean de Valois estaba preocupado. Durante los últimos tres meses vio como cambiaba el cuerpo y actitud de su única hija. Atrás quedó el tiempo en que su sinuosa figura revoloteaba por la mansión, ahora estaba empobrecida, delgada, apretada. Sin embargo, la razón no era la falta de apetito, la divisó en incontables ocasiones comiendo como un cerdo asaltando un banquete real, otra cosa debía estar pasando con ella, pero Camille rehuía el tema y se recluía voluntariamente en su habitación.

Antoine, por su parte, dejó de buscar venganza contra los lobos escondidos en los bosques de su localidad y se dedicó a blandir la espada que encontró junto a Camille, olvidándose de todo lo demás. Después de un tiempo de práctica, se alistó como soldado del rey Bod, en la ciudad de Parler, capturando y llevando personalmente a la justicia real a varios maleantes, valiéndole diversas condecoraciones y recompensas por el excelente trabajo realizado en tan corto tiempo.

Camille continuó estudiando el arte de la espada de forma autodidacta, huyendo por las noches al interior de un bosque cercano a la mansión, lugar donde entrenaba el sigilo y estrategias para emboscar vehículos en movimiento, atacar a diversos contrincantes y como huir sin ser atrapada por los individuos atracados. Al finalizar sus ensayos, corría a oscuras por entre los senderos, penetrando en los terrenos de Monsieur Philippe, sumergiéndose en su laguna para limpiar su cuerpo del sudor. Cuando se sintió cómoda y preparada con sus nuevos conocimientos, comenzó a atacar a carruajes solitarios, pequeñas caravanas y carrozas de nobles, atacando desde las copas de los árboles, neutralizando a los choferes y poniendo trampas en el terreno para deshacerse de soldados u otros cuidadores que pudiesen estar presentes, tanto en el sitio del ataque como en el camino de escape, logrando escapar impunemente de todos los atracos que cometió.

No pasó mucho tiempo más para que en la ciudadela se enteraran de que las encomiendas y carruajes estaban siendo asaltadas por las noches por un nuevo y escurridizo malandrín, lo que elevó las quejas de los nobles perjudicados a oídos del rey Bod, quien tomó cartas en el asunto y ofreció una altísima recompensa a quien pudiera dar caza a tan prodigioso y peligroso bandido. Varios cazarrecompensas y soldados fueron tras este malhechor, pero no pudieron dar con su paradero. Algunos intentaron engañarlo con carruajes vacíos de riquezas, pero llenos de contrincantes dispuestos a vencerlo y llevarlo ante el rey, para obtener la tan ansiada recompensa, pero nada, simplemente no caía en tales trampas. Antoine intentó ser más inteligente. Siguió los vehículos susceptibles de ser atacados, esperando ver al ladronzuelo en acción, pero sin atacarlo, para poder rastrearlo hasta su guarida, atacarlo, detenerlo y recuperar los bienes robados, pero tampoco corrió con suerte. Aparentemente, el asaltante estaba al tanto de la orden de captura que pesaba en su contra, por lo que restringió su mal actuar.

Superficialmente parecía que los dos enamorados habían cambiado sus personalidades y sentimientos en estos últimos meses, pero la verdad es que estaban siendo “sutilmente” dominados por las personalidades de las respectivas almas encerradas en las espadas que portaban; no obstante, no fueron afectados de la misma manera, ya que Camille cedió a la fortaleza del espíritu confinado en el arma y fue encerrada en su propia mente, presa y obligada a presenciar las acciones que el difunto Gerôme realizaba con su cuerpo. Era cosa de tiempo para que Antoine tuviese el mismo destino que su amada niña.

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Varias horas después de la salida de Blaze desde la ciudadela de Parler…

¿Te encuentras bien, Antoine? –preguntó Louis, un compañero soldado.

Antoine se encontraba inquieto, tembloroso, con una ansiedad que le carcomía por dentro. Quería salir corriendo sin rumbo fijo aparente, sentía como si estuviese siendo convocado por algo o alguien, como si debiese completar algo urgentemente. Su cuerpo estaba humedecido por el sudor y una sensación de vahído permanente lo tenía asqueado.

Sí, no te preocupes, debe ser algo que comí –respondió el hombre, con el rostro pálido, sentado en una banca de madera, mientras sujetaba su espada.

¡Deberías ir a descansar, no puedes trabajar así! –exclamó Louis, tratando de animar a su camarada–. Por cierto, buen trabajo hiciste con esa espada, quien pensaría que esa hoja pudiese brillar de ese modo después de estar tan corroída.

La espada… –murmuró Antoine, mientras acariciaba el arma–. Sí, esta espada la encontré enterrada en un sendero de mi pueblo, antes de venir a trabajar acá, estaba enterrada en el piso y…

Repentinamente, la mente de Antoine se llenó de los recuerdos de aquel día, como si estuviese reviviendo una vida pasada y lejana, como si saliese de un permanente sopor.

¡La espada la encontré junto a Camille…! –vociferó apasionadamente, levantándose de la banca con nuevos bríos–. Maldición, no llegué a la cita con Camille.

Antoine salió disparado como una lanza dirigida a las caballerizas, sacando uno de los caballos disponibles y cabalgando raudamente a la mansión de Camille. No comprendía que le había pasado, pero si sabía que la muchacha debía odiarlo por faltar a su “rendezvous” pactado, debía apresurarse para intentar explicar lo injustificable. Cuando llegó a la residencia de Valois ya era pasada la hora de la siesta, siendo recibido por Édouard en la entrada.

Monsieur Édouard, si mal no recuerdo… –saludó Antoine, apresurado–. ¿Se encontrará Mademoiselle Camille en su residencia?

¿Nos conocemos, Monsieur…? –preguntó el criado, extrañado por la situación y creyendo recordar el rostro del urgido soldado–. ¿qué desea uno de los selectos defensores de nuestro querido rey Bod?

Antoine, llámeme Antoine. Está es una visita personal a mademoiselle Camille –respondió de forma cortante al sirviente, mirando al interior de la residencia, con la frente sudorosa.

Si fuera un asunto oficial estaría obligado a responder, pero… –explicó Édouard, exculpándose–. ¿Se siente usted bien?

Antoine estaba con el rostro lívido y los labios amoratados. No dejaba de temblar y sudar, pestañeando constantemente, como si le costara mantener la consciencia. Entre su nublada visión vislumbró una terraza en el segundo piso de la construcción familiar, lugar donde reposaba Camille, echada sobre un asiento gigantesco acolchado por grandes almohadones.

Es ella, allá está… –murmuró Antoine, reposando su torso sobre el cuello de su caballo, golpeándolo para que se infiltrara en la mansión de Valois–. ¡Camille!

¡Monsieur, usted no puede…! –gritó el portero, siendo ignorado por el maltrecho Antoine.

El soldado enamorado cabalgó hasta quedar debajo de la azotea, siendo recibido fríamente por la niña de preciosas pupilas, mirándolo desde la altura como quien mira a un vil gusano.

Camille, perdóname por no asistir a nuestra cita, puedo explicarlo, yo… –dijo Antoine, silenciándose al ver que la muchacha iba a tomar la palabra.

Demoraste mucho en encontrarme esta vez, Vincent –dijo Gerôme con la suave voz de la princesa de la casa.

¿Qué?, ¿qué dices, Camille? Soy yo, Antoi… Antoine –tartamudeó el hombre, sintiendo como si fuera succionado desde el interior de su cuerpo, quedando sólo una carcasa cárnea cubriéndolo, acababa de ser apresado en su mente, tal como lo estaba su amor frente a él, desde hace tiempo–. ¡Maldito Gerôme! ¿hasta cuándo piensas que estaremos haciendo esto?

Gerôme-Camile se levantó del cómodo sillón, perdiéndose en su habitación y luego en los pasillos de la mansión, saliendo por la parte trasera de la vivienda. Vincent-Antoine rodeó la gran construcción, encontrándose de frente con un caballo montado por su hermano-amada, quien le propinó una patada en su costado izquierdo, haciéndole perder el equilibrio sobre su bestia de carga. Los dos poseídos salieron de la residencia de Valois, en rauda persecución, perdiéndose entre los frondosos árboles del bosque. El criado de la muchacha entró al domicilio, buscando a Monsieur Jean, exaltado.

¡Monsieur Jean, su hija ha escapado en su caballo! Además, vino un soldado del rey Bod, llamado Antoine, preguntando por ella, ha salido persiguiéndola cuando la vio salir. Algo extraño está sucediendo… –comunicó Édouard al dueño de casa.

¿Qué dices? – preguntó Jean de Valois, vistiéndose con una bata y dirigiéndose al establo junto al criado, para sacar un par de corceles e ir en su búsqueda.

Gerôme y Vincent cabalgaban cercanamente, intercambiando certeros sablazos, mientras la pareja de enamorados observaba desde el interior, sufriendo por la fraternal disputa. Antoine rezaba, dispuesto a dar su vida, animando a Camille a dar sus mejores cortes, esperando morir desangrado y así acabar con la peligrosa lucha. Por su parte, la niña gritaba sollozando, intentando ganar control sobre su cuerpo y evitar golpear a su amado, que ya había tenido tanto sufrimiento perdiendo a su mujer y que podría quedar marcado de por vida si le daba muerte por su mano.

La cabalgata prosiguió hasta llegar al escondite de Gerôme, donde estaban todos los artículos robados por el malévolo espíritu.

¿Aquí será donde descansemos nuevamente o uno de los dos sobrevivirá? –preguntó el pícaro Gerôme, incitando a su hermano.

Gerôme, ¿no ves lo que hemos estado haciendo, el error que estamos cometiendo? –cuestionó Vincent–. ¿Cuántas vidas hemos machacado por nuestro infantil ego? ¡Piénsalo, hermano!

No, no me vengas con eso ahora. Tú también utilizaste a estas personas para poder enfrentarme, ¡no es tiempo para detenerse! –gritó Gerôme, lanzando un golpe con el arma blanca, dirigido a la cabeza del poseído Antoine.

Entre la espesura del bosque, una dolorida Blaze emergió caminando, buscando un lugar para pasar la noche, alejada de toda persona, evitando el daño inconsciente e innecesario que les podía producir en aquellos días. La maga divisó una pelea desde lejos, sintiendo dos fantasmales presencias emergiendo de los contrincantes, ocurriéndosele una maravillosa idea.

Esto me lo agradecerán después, chicos –comunicó la hechicera, levantando sus manos al cielo y disparando una infinidad de pequeñas y explosivas Fire Balls–. ¡Tomen esto!

Vincent y Gerôme fueron alcanzados por una inesperada lluvia de fuego, granizo hirviente y explosivo, por lo que tuvieron que detener su pelea, confundidos, refugiándose entre los ardientes y caídos troncos de los pobres árboles que sucumbieron ante el ataque de Blaze.

¿Quién y por qué nos está atacando? –preguntó Gerôme a su hermano, sobresaltado.

No lo sé, pero si sé algo… Debemos dejar de pelear entre nosotros, aún podemos hacer un bien en este mundo, ¡juntos! Puedo sentir el amor de este hombre por la niña que tienes cautiva, tú debes sentir algo parecido también. Ahora están en peligro, bajo ataque, y es por nuestra culpa. Si ellos mueren, a nosotros no nos pasara nada, pero nos pesaran dos vidas más, no es tarde para cambiar nuestro destino, hermano. Necesito tu ayuda para lograr esto, sé que puedes ser mejor a pesar de todo lo que hiciste, sé que… –dijo Vincent, explayándose, intentando hacer entrar en razón a su mellizo.

Gerôme miraba el piso con el ceño fruncido, con lágrimas en los bordes de los ojos de Camille, mientras a sus espaldas continuaba el asedio ígneo proporcionado por Blaze, que se acercaba lentamente al refugio de los amantes poseídos. Vincent observó por largos minutos a su hermano, en silencio, apretando la empuñadura de la espada en caso de que su respuesta fuese seguir con su enfrentamiento a toda costa.

Vincent, perdóname… –solicitó un acongojado Gerôme, enjugándose las lágrimas–. Tienes razón, debemos salvarlos.

El rostro de Vincent-Antoine se iluminó al ver el arrepentimiento de su hermano, lagrimeando profusamente por el cambio de actitud, liberando la tensión puesta en su arma.

Gracias, Gerôme, pero también quiero pedirte disculpas por… –respondió el soldado, callándose al darse cuenta de que ya no estaban siendo atacados desde el aire–. Debemos atacar, ahora.

Sí, Vincent.

Los amantes poseídos salieron de detrás del tronco que los protegía, blandiendo sus relucientes espadas, con un sentimiento de correspondencia y compenetración. Era la primera vez en la “vida” de los hermanos que se encontraban de acuerdo en algo y también fue la última, siendo recibidos por un resplandor que los borró de este mundo.

¡Sorpresa, chicos! – dijo una sonriente y aliviada Blaze, cansada de tanto atacar a lo loco, sabiendo que no tendría la energía mágica suficiente para dañar a nadie de forma inconsciente–. ¡Adiós!

Antoine y Camille cayeron desmayados al piso, liberados de las almas que los aprisionaban, espíritus que ahora si podían descansar en paz por la eternidad, libres de las confrontaciones que los ataban a este mundo. La hechicera continuó su camino como si nada hubiese pasado, dejando atrás a los jóvenes amantes, con pasos pesados y resueltos.


¡Blaze ha vuelto! Ahora comienza el arco argumental principal, estén atentos. Esto y mucho más en el próximo capítulo de BLAZE!


Cuando Jean de Valois y Édouard encontraron al caballo de Camille, también hallaron el escondrijo del malhechor que había estado asaltando los carruajes y encomiendas reales, junto a sus botines. Buscaron a la muchacha y al soldado, pero no había ningún rastro de su presencia. Después de un rato, encontraron la espada que la niña portaba para todos lados, rota, junto a otra arma en las mismas condiciones y escrito con bella caligrafía en el quemado suelo: Adieu.

FIN

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