Capítulo 1: El hombre en la puerta

Justo al principio del callejón Diamante, frente al popular Café Cali donde los clientes habituales impregnaban el ambiente con su olor a tabaco -entre otras cosas-, se encuentra el pequeño local policromo, tapizado de pinturas y grafitis viejos. Su entrada de arquitectura barroca, que remonta a los tiempos de la independencia, resalta entre tantos edificios por su peculiar combinación de formas y colores con tonos rojizos, marrones y verdosos. El aroma que se percibe fuera del local, tan agradable, cosquillea la nariz de todo caminante, siembra una incógnita en su mente para ser despejada casi al momento con la obvia respuesta: es incienso. Pero no cualquier incienso, hay algo en su fórmula que le brinda más cuerpo e intensidad; tal vez un toque de canela y clavo. La gente avanza con curiosidad por el callejón, observando cada pequeño puesto con artesanías, anillos, llaveros, tazas, recuerdos de diversos tamaños y colores. Los encargados invitan a pasar para ver más productos, ofrecen precios especiales, promocionan su talento haciendo joyería con acero o cuero en el instante y exhiben su vasto inventario de ópalos, ágatas, cuarzos, ámbar, amatistas o crisoberilos, que pueden hacer juego con el color de ojos del cliente; otros ofrecen personalizar tazas con alguna dedicatoria para alguien en especial mientras que algunos arman paquetes de dos pipas de vidrio recién soplado por el precio de una. Las golosinas de café se venden como pan caliente, los malvaviscos son muy famosos, seguidos por el chocolate de Coatepec con trozos de almendras, menta, chapulines e incluso con picante. Parece que cada centímetro rebosa de vida. Todo se mueve, todo se disfruta.

Una mujer robusta, de rostro alegre y edad incierta recibe a los clientes estrechando sus manos con afecto, los guía hasta las vitrinas para mostrar la modesta colección, desde el más chico hasta el más grande.
– Pasen, pasen ya. –Alienta con entusiasmo–. Pregunte por el que más le guste y enseguida se lo muestro. Tengo de todo y para todos.
Cada uno, encerrado en su propia caja de vidrio, se apila contra la pared con tanto orden y precaución como en una formación militar a primera hora en la mañana. Lucen serenos, tan frescos, que incluso parecen recién bañados. Las hileras llenan todo el espacio del local, componiendo también dos pasillos intermedios repletos de ejemplares. Aquí parece haber menos, gracias al coleccionista que llegó recién por su encargo.
–De este lado tengo a los más recientes. Mire, hasta parecen sonreír. Se les nota la alegría por cumplir con el propósito divino… –Deja la frase a medias suponiendo que se comprende por completo sin necesidad de agregarotra palabra –. Con cuidado –Advierte de pronto –, este estuvo enfermito. Ahora ya no existe peligro, pero nunca está de más ser cuidadosos.
Dos muchachas entran tomadas del brazo, lanzándose insultos cariñosos y burlones. Se ven idénticas, tal vez sean hermanas, aunque la más pequeña parece haber arrebatado todos los genes buenos de sus padres, dejando a la mayor con menos atractivo físico pero con una personalidad más agradable. Echan un vistazo rápido y escogen la caja de la esquina al fondo; sabían de antemano lo que buscaban, ya habían visitado la colección antes con el propósito de hallar un adorno significativo para su nuevo departamento,otrora careciente de color y mobiliario. La tendera felicitó a las chicas por su elección, cobró el respectivo costo marcado en la etiqueta y las despidió deseándoles un buen día y una vida plena, llena de sentimientos positivos, con salud y aventuras por montón.

El hombre posado en la puerta, algo dudoso, algo inseguro, irrumpe por fin recorriendo el sitio con la mirada, de pies a cabeza. Evalúa cada centímetro con orgullo de detective. Reduce distancia entre él y la mujer para darle las buenas tardes en un gesto demasiado rápido como para determinar su grado de amabilidad, para después continuar caminando. Se remueve nervioso al examinar un pequeño ejemplar, colocado especialmente en una repisa alta de la parte trasera del local. Voltea a todos lados como buscando algo o tratando de evitarlo. En su dorso y axilas comienza a notarse la mancha de sudor que caracteriza a los ladrones inexpertos y nerviosos, tan incongruente con la frescura del clima Xalapeño. Traga saliva tres veces en menos de un minuto, ganando más sospechas sin querer. La mujer que lo observa cuidadosamente decide dejar a un lado toda cordialidad, despojándose de su máscara alegre como un actor de teatro romano. Se dirige a toda prisa hacia el hombre de espaldas a ella, ensimismado tanto en su tarea que apenas percató el gran cambio en la atmósfera.
– ¿Buscaba algo en especial, caballero?
Este sacude sus manos con inquietud, acomoda su camisa e intenta alisarla un poco, luego suspira buscando calmarse.
– Yo… Yo… Buscaba… Quiero saber si… Ella tenía un vestido blanco, la vi con ese vestido. Le quedaba hermoso y… La recuerdo con el vestido… Busqué por todos lados.
– Me parece que usted bebió de más.
– Absolutamente no. Solo… He buscado… No, no bebo.
– ¿Viene a comprar o no? –Replica, elevando el tono de voz –. Porque si sólo está aquí para causar estragos, tengo que pedirle que se vaya.
– Lo siento. También a ella le causé estragos. Perdón…. Pude salvarla y no lo hice –Voltea de pronto, adelantándose a la tendera que estaba a punto de correrlo de nuevo, y, eliminando la duda del principio, se retira con la mirada perdida y un nudo atorado en la garganta tan notorio como las canas de su cabello.

Un par de zapatos resuena en el piso de arriba. Alguien baja una escalera con pasos lentos y pesados. Tararea una melodía desentonada, hasta llegar abajo, despeja la garganta y eleva la voz sin rostro con tanta intensidad como para calmar una multitud antes de un discurso importante.

– ¡Ada! ¿Hay alguien en la tienda?
– No, viejo. Puedes salir.
– Perfecto.
La figura regordeta emergió de la puerta detrás del mostrador, agitando la cabeza al compás de su música imaginaria. Vestía una bata azul marino con nada más que unos pantaloncillos cortos a juego con la bata y un par de calcetines de colores vistosos. En su rostro la barba incipiente se salpicaba de motas grisáceas. Llevaba la cabeza rapada a causa de la temprana calvicie que lo aquejaba desde hace algún tiempo y en la punta de su larguirucha nariz unos lentes apenas del tamaño suficiente para encajar con sus mejillas.
Carraspea levemente, para volver a hablar
– ¡Oh, Ada, mi maravillosa creatura de los bosques! Dime, ¿tienes algún inconveniente aquí abajo? ¿Algún problemático necesitado de una lección de fuerza y destreza? Que para eso estoy aquí. Sólo házmelo saber y lucharé cual vikingo con tal de rescatar tu honor, mi bella dama –suelta un bostezo que lo deja callado por varios segundos–. Aunque, claro, los vikingos no pelean por el honor de damiselas en peligro, creo que esos eran los…
– Los caballeros medievales –responde con una risita.
– ¡Sí! ¡Exacto! Eso dicen las historias. Aunque también podrían ser los semidioses griegos con sus aventuras tan épicas. Pero bueno, no lo someteremos a discusión por esta vez. Mejor cuenta cuál fue el motivo de tu perturbación hace unos minutos, querida.
– Nada demasiado raro. Un viejo loco y desorientado buscando algo con un vestido blanco o qué sé yo.
– No hay nadie en esta Tierra más loco que yo. Desorientados, puede ser, pero locos nunca –interrumpió atropelladamente.
– Eso tampoco lo someteremos a discusión, gordo, ni uno solo te supera.
– Por supuesto que no –espetó con entusiasmo–.
– Como te decía: vino aquí sin saber explicarse, probablemente borracho aunque lo negara. No me dio buena espina verlo tan nervioso y le dije que se fuera.
– ¿Se veía peligroso?
– Un hombre sin rumbo siempre será peligroso.
–Lo bueno es que le diste un rumbo directo afuera de la tienda.
– Pero me sigue preocupando. Sentí como que había cierta incomodidad en él cuando vio nuestros productos. Quizás miedo.
– ¿Miedo? ¡Patrañas! Aquí no vendemos muerte, vendemos historias.
– Bueno, hay temores muy desconcertantes, Diego.
– Tantos miedos como personas en el mundo. Linda frase, tal vez la utilice –El hombre gira sobre sí para subir de nuevo a su estudio. – Bueno, en vista del éxito obtenido, seguiré trabajando tan duro como acostumbro –gritó por encima del hombro –. Llámame si necesitas ayuda o una plática interesante de perdida.

Capítulo 2: El Escritor

Hay mucho trabajo que hacer. No tengo el tiempo suficiente para dedicarle algo profundo y significativo a cada encargo que nos llega. Incluso me atreví a robar horas de mi siesta para dedicárselas al trabajo, lo cual es algo inhumano. Sin embargo, es necesario seguir con la consigna y cumplir con las responsabilidades adquiridas desde el inicio de mi carrera, pues prometí darle un epitafio digno a cada uno de mis pequeños tesoros. Ahora tengo tres encargos pendientes para Don Eliseo, un hombre largo y reseco, de nariz aguileña y piel casi transparente, de ojos tristes con apariencia de sueño, aburrimiento o indiferencia que para nada hacen juego con su voz chillona y cantarina que a veces me llega a hartar. Pero es un buen sujeto, siempre pide algo nuevo para su colección y confía mucho en esta tienda para cumplirle sus caprichos. Viene cada dos lunes sin falta, a las cuatro de la tarde, con sus atuendos tan elegantes, ese par de guantes de cuero tan negros como mi conciencia y el bastón plateado –bien podría utilizarlo para defenderse de cualquier delincuente entrometido– que infunde respeto, saluda como de costumbre a mi querida Ada y yo bajo a abrazarlo,nos ponemos al día sobre su familia, los viejos pedidos que me ha hecho y las ideas para los nuevos. Es de los pocos clientes a los que tengo agrado de atender personalmente, o de los pocos seres humanos a los que no aborrezco. Tal vez sienta un poco de lástima por él y la trágica vida que ha tenido. Por eso me esfuerzo cada vez que escribo para él, porque tengo la completa certeza de que venir aquí le da calma.

Los días se tornaron coloridos desde que decidimos abrir este lugar. Al principio dudamos mucho acerca de la temática perfecta, pero con muchas pláticas, mucha cerveza y muchas ideas descartadas logramos llegar a un común acuerdo. Ada me presentó varios proyectos y yo sólo asentía encantado por el entusiasmo que esa pequeña mujer puede desbordar aún con su pequeño tamaño. Sabía que con su dirección podríamos lograr lo que sea, me bastaba con poner mi talento, mis energías (mis sagradas energías), siempre y cuando fuese ella la que dirigiera el barco a través de los océanos de la incertidumbre. La mejor imaginación la posee ella, aunque me cueste admitirlo.

La tarde era particularmente soleada, igual a esta. Ya me había cansado de beber y decidimos dejar la comodidad de mi hotel para torturarnos con la caminata un rato; “te hace bien”, taladraba ella y no me quedaba más remedio que seguirle el paso. Qué mujer tan maravillosamente odiosa.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS