El frío y el calor aturdidos llegan a posarse en la cola,

polen de dudas y flores que dormían se despiertan del letargo,

llegan como alergias al cambio, con miedo de desvanecerse

y en las siluetas que dejan huella en el camino, levantan promesas.

El mes de los suicidados, de los que de tanta dulzura desisten,

de los que bailan al compás de un atardecer naranjo y nostálgico,

con ansias de un calor que les hormiguea el cuerpo y les relaja

y en los vientos tormentosos se refugian de la realidad desierta.

Nací en el septiembre de las mieles y el veneno,

en la punzante herida que deja el aguijón de las ínfimas aves,

¿será por eso que la poesía se me hace eterna?

que busco edulcorar cada historia que pasa por mi mente confusa.

Este septiembre se me aparece diferente, interrogante, tenso,

con más emociones que procesar en el mar del naufragio

y recién en este primer día ya lo siento cercano y abrasador,

como si no acabara nunca, como si mi vuelta al sol no se llegase a presentar.

Las sombras se hacen más lúcidas, los rostros más distantes,

el sabroso sabor del vino se vuelve necesario para las noches,

el papel y los versos ultrajados nacen por sí solos en mi lecho

y los sonidos que vienen de las ventiscas, pájaros y polvos se disipan.

Los paseos a la luz reflectante del sol se hacen imperiosos,

mis pasos me guían a ver lo que el invierno me ha quitado

y el gélido de mis tristezas se va tranquilizando con la estación del sol;

yaceré en el columpio de la vida con la primavera letal aguardándome.

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