Esperé a Cristina durante más de veinte minutos. Los recuerdo, eternos. Igual que al guardar turno en la pescadería: viendo pasar sucesivos números rojos en el marcador negro que suele estar situado por encima de la máquina registradora.

Habíamos quedado en el centro de la ciudad. Debí de suponer que llegaría tarde: el aparcamiento en la zona es espantoso y ella nunca hubiera venido a la cita caminando. Pedí un café solo. Le insistí al camarero (alce la voz mirándole a los ojos) en que lo acompañase con un sobrecito de sacarina. Yo solo quería una monodosis de esas que suelen llevar escondidas en las esquinas del delantal. No tuve suerte. Un sobre de azúcar reutilizado, con manchas de otros cafés, acompañó mí solo aguado y sin espuma.

Tenía que ser un hombre triste pensé. Me dejó el café, sin prisa, sobre la mesa desgastada por la lejía de los años. Mientras lo hacía, no atinó a mirarme. Su vista permaneció ensimismada en la pantalla de la televisión que repetía resúmenes de noticias, igual que se repite la comida pesada y ácida de los domingos. En un reflejo de atrevimiento, le agarré la manga de la camisa. Lo retuve para asegurarme que escuchaba lo que ya se había convertido en súplica. Y al mirarle, afirmé mi primera impresión. Parecía estar abatido. No cabía en él más tristeza: como una esponja que ya no puede absorber más agua, su mirada derramaba desánimo. Sus ojeras acumulaban la decepción y la derrota de los años como dos cuencos colmados. Aprendí a qué huele la tristeza: a moho y humedad.

—Sacarina, por favor. —Entonces sentí compasión. Me inundó un sentimiento pesado, casi de culpa. Algo parecido a lo que sentía cuando eran a otros a los que regañaban en el colegio, pero me sonrojaba por las fechorías que cometían los demás.

No habló. Recogió de mis dedos el sobre de glucosa y colocó con cuidado la sacarina, al lado de la cucharilla torcida, en un plato desportillado y con el logo de una marca cafetalera. Cruzamos la mirada y fui incapaz de retenerla por más de dos segundos. Mis ojos hubieran salpicado dos lagrimones enormes sin permiso, al igual que esos que abren la puerta sin llamar.

Cuando Cristina llegó, todavía tenía entre las muelas el toque amargo del café. Ensimismada, tardé más de diez minutos en escuchar la conversación que disparaba agitada por su impuntualidad. Oí de fondo sus quejas: como la música de una verbena que hace eco al otro lado de la ciudad.

No teníamos nada claro, éramos jóvenes. Nadie nos había contado que la tristeza también satura, que se precipita como el agua de una presa sin más cabida, desbordándose sin control. Aquel camarero hizo, que me prometiese no alcanzar la meta en la que habían ganado sus ojos; entregaría a otros ese testigo si era necesario.

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