Antes ya había cruzado por aquella avenida. Estaba segura de ello; se decía contemplando distraída la fachada de las casas terracota a través del aire titilante de la tarde de verano. No se veía ni un alma, la calle estaba desierta entre horizonte y horizonte a lo largo de la interminable carretera de adoquines blancos. Sobre ella, el cielo azul se extendía límpido sin un asomo de nubes; nada interrumpía aquel despliegue de inmensidad luminosa. Mientras avanzaba sobre el pavimento a ritmo constante, repasaba mentalmente su rutina. Ahora llegaría a la casa número 10345, indistinguible por lo demás de las adyacentes a no ser que uno llevara la cuenta con concentración escandalosa. Allí giraba sobre sí misma en 450 grados; los retazos vaporosos de su vestido rajado se levantaban inmateriales.

Lentamente, doblaría por el callejón del tiempo invertido luchando contra la polvareda avasalladora que penetraba su cuerpo de abeja frágil. El viento la llenaba de tierra seca y naranja mientras se cubría el rostro peludo y los ojos como vitrales. Luchando hasta el agotamiento contra la sensación de deshidratación y las ganas de toser los granos de arena que se acumulaban en su probóscide, se movería trabajosamente pegada contra las murallas coloniales hasta alcanzar el arco que marcaba el final del camino. Como por arte de magia – que de hecho era – cesaría el viento.

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