Se acaba.

Siente su lengua áspera y amarga adherida contra el paladar. Sus labios agrietados se convulsionan en una línea malforma, descendiendo sus comisuras en un gesto triste y verde. Su tórax pesa demasiado, hinchado por encima de sus piernas; abombado y rígido por el aire comprimido durante décadas de suspiros y exabruptos contenidos.Sus pensamientos crepitan como papel de arena, y al pestañear sus lagañas se desmigajan entre los párpados. Su orificio nasal izquierdo llora todo lo que el resto de su cuerpo añora en agua, en un inútil desperdicio del recurso vital.

Años de paciencia, años de resiliencia, aguantando. La oficina y los hijos, la impaciencia eterna. Sus continuos alegatos en tono cada vez más quedo. Tomando aire, contando hasta diez…. hasta veinte, secando sus dedos y castigando sus ojos frente al tenue brillo de la pantalla. Sobre todo, aunque nunca llegó a formularlo, se quejaba de la falta de amor. Y muy por debajo, sutil incluso en su subconsciencia, estaba aquel viejo sueño incinerado. Piensa en ello mientras sorbe sus mocos vanos, forzando las náuseas que se acongojan en su gargantilla a que permanecieran quietas. Y ahora el fin…. la sensación nauseabunda no se mueve de su lugar vertiginoso.

Al cerrar sus ojos, la habitación de hospital se desvanece. En su lugar emergen las desteñidas paredes de una cabina de madera. El escaso espacio está ocupado casi por completo por un camarote estrechísimo embutido en la pared. Por un ojo de pez empañado, un haz de luz verde y opaco llena la habitación. El mar – el mar envuelve el lugar por completo, con su canto y su presencia. Unas viejas manos sostienen una carta marchita. El olor del pergamino transporta al anciano hacia una cabellera negra y lustrosa, hacia una risa plena y el sol de una tez morena. Llora, y sus lágrimas saladas brotan desde un alma hecha de algas.

El barco se balancea hacia adelante y atrás. A la redonda, el océano se mece, inmenso. El viento y la sal acarician el horizonte y la vela inflamada. El oscuro abismo juega con los haces de luz que se suspenden, fríos y luminosos. La muerte viene volando. Abraza el marinero y lo transforma en agua de mar.

Inhalando, el viajero que no fue aspira el calor y hedor de los medicamentos y la asepsia.

El suero gotea a su lado como un reloj de arena que se desangra. El ventilador mecánico dibuja lomas verdes sobre un fondo negro, acompañando sus sollozos. Acaricia su cuerpo informe, blando y flacucho, de abdomen abultado y piernas raquíticas. Acaricia sus rodillas nudosas, abrazándose todo en un gesto de abnegada súplica. Y es que no puede ocultar las hojas secas que brotan de todo su viejo cuerpo, metamorfoseándolo en un tronco atravesado por ramas blancas de abedul. Ramas que ascienden desde el centro de su corazón en forma de manzana marchita.

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