Gris, verde, púrpura, viscoso. .. eran las lágrimas que lloraba la bestia; lastimera, amargamente desconsolada. Gotas ardientes, gruesas y pesadas salpicaban el suelo con un sonido hueco, pintando la superficie blanca en medio de un silencio catedralicio, evaporándose al instante dejando tras de sí rastros níveos de sal.

Vértebra por vértebra dobló su pesado cuello el reptil inmundo, lloriqueando con gemidos agudos. Se convulsionó entre intensas arcadas liberando aire putrefacto con olor a hongos. Tosía y se retorcía presa de un dolor profundo, que vertía en forma inconsolable y profusa a través de toda su cara de lagarto triste.

Jadeando, se atragantó con su propia baba espesa, escupiendo líquido nauseabundo. La bestia rodó hacia un lado intentando incorporarse, pero en su debilidad se desplomó sobre sus patas escamosas sin lograr alzarse más que unos centímetros del suelo. Su cuerpo albino yacía agotado sobre un costado. No le quedaba voluntad alguna. Había drenado su fuerza. La inmensa energía y el calor de creatura milenaria habían sido aniquilados por la agonía de la espera. Quedaba el frío intenso de la muerte, el dolor insufrible de la espina encarnada en su vientre, el ardor de la pena, la amargura de la pérdida. Su vientre hervía mientras la calidez la abandonaba sin piedad, dejando hielo en sus patas y en su pecho escamoso.

De pronto, su largo cuerpo de gusano se partió como una granada madura con un sonido hueco y apagado, exponiendo su interior granulado como las semillas de la misma fruta. Dejó apenas entrever entre toda aquella pulpa granate de interiores los miembros puros y ensangrentados de la santa.

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