Ella miraba el atardecer ocultarse a orillas de una playa solitaria. Lo seguía con la mirada, absolutamente maravillada por ese fenómeno inexplicable.

Se encontraba concentrada, pero no lo suficiente como para evitar que su mente viajara tiempo atrás.

Estaba con él, con el amor de su vida, caminaba de su mano por un lugar precioso y se sentía tan feliz que hasta le daba miedo. Él era perfecto y sus ojos reflejaban el amor que le profesaba. Su boca en un beso recababa todo lo que le expresaba. Sus manos recorrían cada centímetro de su piel con deliciosas caricias. Su risa era su canción preferida. Y cuando sus cuerpos se unían, se amoldaban en perfecta sincronía. Cuando hacían el amor, se entregaban a un inagotable placer, que los inundaba, que los complementaba. Cuando hacían el amor, la pasión los desbordaba. Cuando hacían el amor, no era sexo lo que practicaban, ellos se amaban.

Ella era su diosa. Él era magia.

De repente la bruma que la nublaba, desapareció y… se encontró sola otra vez, frente a la inmensidad del mar. Su corazón sintió dolor. Lagrimas empezaron a correr por sus mejillas, estaba allí sin él -el amor de su vida-, porque hace un año Dios lo necesitó a su lado.

Ahora lo comprendía, la felicidad plena no existía, pero ellos la vivieron, se amaron cada día.

Entonces sonrió, y un beso cargado de amor fue lanzado al cielo… allí se encontraba él.

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