Bueno, la cosa es así: un día despertás en el suelo. Literalmente. Abrís los ojos y tenés el mundo en falsa escuadra. Como una película del expresionismo alemán. Llegan algunos bocinazos, un enjambre de risas de chicos que juegan en el patio de una escuela enquistada en medio de los esdificios grises y mohosos del centro de Buenos Aires. Vahos de tecnobachata, desparramados por el viento desde un antiguo móbil de un pintor que transpira sentado al sol en la caja de una camioneta, mientras controla unos drones de servicio que pintan una medianera zumbando como insectos por todos lados.

¿Cómo llegué hasta aquí? Un oscuro y arrumbado departamento. Una cortina de baño flamea en un pasillo y deja ver, al fondo, intermitentemente, un corralito con un bebé de unos 3 años parado tomado de los barrotes de madera envueltos en una especie de polipropileno rosa de esos que se usaban para los aire acondicionados. El niño rompe en un llanto sin brillo, sin dolor, sin vida. Podría ser un verdadero humano, pero las chances son ínfimas.

Trato de juntar los pedazos de mí que hay alrededor. Debe hacer unos cincuenta grados centígrados y la resolana que se cuela por entre las rendijas de una persiana maltrecha se clava en mis pobres pupilas aun dilatadas por las drogas y se transforma en una daga que se clava desde la base de mi cabeza hasta la cintura en un dolor agudísimo.

Escucho discutir a una mujer con un hombre, con acento cubano. Recién caigo en la cuenta de lo sucedido. Me levanto poco a poco del inmundo colchón de una plaza en el que yazco como un paria. Mientras lo hago, mantengo un pequeño diálogo conmigo mismo. Sabía que me arrepentiría, lo supe antes de hacer lo que hice, me arrepiento ahora, pero me digo a mi mismo: dale pelotudo, sabías que te sentirías así, levantate y seguí con tu programa. No serás ni el primero ni el último en tener una noche de miserias. Simple: de camino a “Tycho”, hacerme una vez más una escapada a la cueva, bajar la escalera de la galería, dirigirme al local n 342, si hubiera algún cliente casual, hacer como que estoy interesado en algún corte de carne de roedor del Japón y esperar. Y luego, una vez más decir la frase clave: “hola, vengo por un lomo de Kyoto”. Pasar entonces detrás del mostrador, levantarme la manga de la camisa y recibir la inyección. Y listo, con la información completamente borrada y los registros reemplazados por vivencias al azar, seguir mi camino al trabajo, no sin antes dejar mis lentes de contacto en custodia, perfectamente puestos en los cyberojos muleto de mi avatar en el sótano.

El problema es que con ésta, ya llevo varios, demasiados amaneceres como éste, en algún momento hay que detenerse.

Una de las cubanas me toca suavemente el hombro, con mucho más cariño del que merezco. Oie mi amor, hora de irse que éste no es un hotel de estrellas, Papi está aquí y no tiene buen genio. Le pregunto si ya le he pagado, me dice que sí, mi amor, tranquilo. Tanteo alrededor y encuentro mi camisa. Antes de ponérmela despego de mi omóplato izquierdo un condón usado que tiro en un cesto improvisado con un bidón de agua mineral cortado. A esa altura ya me río y al menos disfruto del alivio de saber que algo en mi pobre autodestrucción me recomendó que me cuidara al menos, de no contraer una enfermedad que pudiera deteriorar mi cuerpo o virus que alterara mi chip de inteligencia artificial.

El niño sigue llorando cansinamente. Su llanto es un goteo simétrico, como un mantra desgarrador. La cortina continúa su vaivén y en uno de los parpadeos unos brazos lo alzan y se lo pasan a otros brazos. El llanto cesa. No sé qué hora es, no tengo mis “pupilas” y mi desconexión es total y algo adictiva. Recorro el antro con la vista y no puedo creer ver lo que en realidad veo: un reloj cucú. Verdadero, de madera, con su péndulo, su tic tac. Trato de concentrar mi mirada en el cuadrante para ver la hora, trato de controlar la emoción que me produce estar viendo lo que creo estar viendo.

Apurado, torpemente termino de apilar los restos de mi hasta más o menos formar una persona. Me ajusto el cinturón aún sin cerrar el botón del pantalón, decido guardar la corbata en un bolsillo para ponérmela más adelante en la intimidad de mi auto y me dirijo a la salida. Atravieso el pasillo, que se alarga y se alarga a medida que avanzo. Pero antes de llegar, todo se pone oscuro. Uno de los habituales apagones. Lo que más me llama la atención de los apagones es lo que sucede con el sonido. Todo cambia, el mundo parece más fresco, agudo, brillante, lejano. Hay un zumbido al que estamos acostumbrados a vivir que se desvanece. Ese zumbido somos nosotros. Todo lo que han hecho los humanos sobre esta tierra. Ahora el bebé vuelve a llorar. Pero se escucha también el tictac.

Continúo hacia la puerta, un ínfimo as de luz se cuela por la mirilla de la puerta como un faro. Al final del pasillo me espera la Cubana, redonda y perfumada. Me detengo justo antes de salir, aclaro mi garganta, pero antes de que pudiera siquiera decir nada, la morena dicé: Sí, tenemos un reloj.

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