Durante gran parte de mi niñez, mi padre tuvo un Jeep azul, ese Jeep había sido su vehículo por años y luego de muchos repuestos y mucho dinero tuvo que venderlo a su hermana venta que aun no comprendo ya que ella no maneja. Pero previo a eso los viernes por la noche teníamos la costumbre de buscar a mi abuelo a su tintorería. Estaba justo en la esquina de la avenida 13, era una casa antigua blanca con detalles azules, tenía unas puertas metálicas que parecían hablar por si solas de cuanta agua, sol y borrachos había visto pasar. Adentro había un mesón azul con blanco que delimitaba todo el espacio, detrás un escritorio grande que al abrir sus gavetas contenia tesoros escondidos era para mis hermanos y para mí eran el equivalente de ir a Disney. Al escritorio lo coronaba un ventilador antiguo que hacia ruidos metálicos, siempre amenazando con disparar una pieza. En lo alto de un marco que comunicaba con una segunda área había un el timbre para llamar a mi abuelo cuando estaba en el fondo, tocarlo era como tocar la campana de la victoria, sonaba como timbre de colegio, después venían los tanques para lavar la ropa, el cuarto de planchado, una red de tubos y tubos que parecían las vías de un tren rodeando todos los espacios. Para mí era enigmático pero lo que más me cautivaba de ese viaje a buscar al abuelo no estaba en las ropas ni en los tanques. Era la edificación que se levantaba al cruzar la calle.

Un cine abandonado, el antiguo cine los andes, la fachada era en forma de “L” ya que se encontraba en una esquina. En la unión de las 2 caras del cine estaban 3 escalones de granito semi circulares que estaban en la parte baja de una reja antigua y corroída de las de barrotes que se corren de un lado a otro, no como las modernas que son de arriba abajo, hablo de rejas muy antiguas. Dentro se distinguia un piso muy sucio y lleno de polvo negro era un salón medianamente grande, tal vez lo recuerde grande por lo pequeño que era yo. Al final y en el centro una gran taquilla de hierro y madera con una pintura azulada y corroída. A los laterales de esa taquilla estaban 2 grandes puertas azules y junto a ellas del lado derecho una marquesina donde alguna vez colocaron afiches de estrenos hoy convertidos en clásicos. Del lado izquierdo se podía divisar lo que fue una venta de golosinas todo empolvado como si una gran bomba hubiese caído hace mucho, habían cajas detrás del mostrador repisas tumbadas que eran adornadas por vidrios ya cuarteados. Una de las puertas, no recuerdo cual; estaba entre abierta, tan pesada que no se movía con el viento parecía que el polvo había congelado el lugar en una especie de universo lúgubre, entonces veía un letrero que no recuerdo que decía y el espaldar de unas sillas de cine. Me sentaba en los escalones por mucho tiempo a ver hacia el interior del lobby y a nadar en ese mar febril que es la imaginación de un niño, fantaseando con niños como yo que disfrutaron de grandes momentos aquí, las historias que debieron ocurrir en ese lobby de 2 puertas, la marquesina donde alguna vez se colgaron títulos y nombres como “Charlton Heston en los 10 mandamientos” o “que dios se lo pague con la actuación de Arturo de Córdova” lo veía repleto de gente e iluminado. Resultaba maravilloso el simple hecho de estar ahí observándolo. A veces sentía nostalgia por cosas que no llegue a vivir, por las miles de anécdotas que seguro circulaban entorno a el, la cantidad de vecinos que reían y lloraban dentro de sus muros, ¿cuantos besos proyectarían sus pantallas? ¿cuantos besos de jóvenes enamorados se darían en sus sillas? hasta llegue a sufrir porque quería que alguien lo rescatara de ese abandono, de ese gélido y polvoriento estado pero sobretodo de esa soledad. Empecé a ver al cine los andes como una esencia, como un ser viviente que había sido creado para el goce de muchos y que ahora estaba solo, en el cotidiano pasar, siendo devorado por el polvo del olvido y el oxido de los recuerdos, cuando mi papá me buscaba para irnos ya con mi abuelo un poco aturdido por los años y algunos tragos de fin de semana, me quedaba parado en la ventana de atrás del jeep viendo como nos alejábamos del cine. recuerdo unas aplicaciones en cemento en la fachada sobre la marquesina muy atractivas y que giraban en torno a un circulo de hierro forjado.

25 años después paso por esa esquina con frecuencia. Al irse mi abuelo parece que se llevo consigo la tintorería. En la esquina donde solía estar no queda más que un cadavérico piso de la recepción donde estaba el escritorio que ahora debe ser un retorcijo de metal en algún cementerio de chatarra. Todo era un esteril terreno arenoso y vacio, el destino del cine los andes como muchos cines fue en iglesia adventista la entrada la hicieron por otro lado y el encantador lobby fue sellado, aun mantiene el circulo de hierro, pero perdió todo su encanto de cine, todo para lo que fue concebido, incluso resucito de la muerte para ser condenado. Su pálida fachada menos corroída pero mas ultrajada sigue en la esquina con un mensaje «dios es amor».

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