UN BUEN NOMBRE

UN BUEN NOMBRE

Sixto GS

04/01/2022

UN BUEN NOMBRE

He asumido hace años que cada vez que me presente tendré que explicar el porqué de mi extraño nombre. Al tratarse de un mérito que a mí no me corresponde que haya tenido lugar, sólo puedo contarlo como lo oí de mis padres, unirlo a los detalles que recuerdo y esperar que así les valga. Esta es una historia mil veces dicha.

Desde mucho antes de nacer yo, María Redondo Fontana —mi peluquera y la de muchos otros— y Pedro Lapiedra Durán—chapista aficionado a los rallys y a mamá—, sabían de lo relevante que era acertar dándome un buen nombre.

Al llamarse como una galleta la una y como un dibujo animado plagiado el otro, las bromas de sus cercanos les habían acompañado desde niños. Mis padres son par desde los diecisiete años, y las gracias sobre “ir a picar piedra”, “comerse la galleta” y un ciento más por el estilo, estuvieron y estarán presentes toda su vida. Ellos aprendieron en compañía a sonreír y a distinguir la broma aburrida de la maldad.

Un domingo cualquiera de noviazgo, mamá y papá se pasaron toda la tarde imaginando las derivaciones a las que daría lugar la combinación Lapiedra Redondo y vislumbraron sin lugar a dudas —expertos en el tema como eran—, que su primer hijo se convertiría en «Mick Jagger» por ser el primogénito de la familia de los «Rolling Stones».

Como cualquier progenitor responsable desearía para su retoño, decidieron que por ellos no sería que la potencia de sus apellidos unidos se convirtiese en una condena a soportar bromas absurdas toda la vida. Se prometieron entonces ponerme el nombre más raro posible llegado el caso y, hacer así, que el foco de la curiosidad apuntara hacia algo que ellos hubiesen elegido.

Mi primer recuerdo sobre el tema es en la peluquería. Le pregunté a mi madre «¿mamá, por qué tengo un nombre raro?» y ella me dijo que no era raro porque era el mío. No me gustó aquella respuesta porque no la entendía, y como no quería llorar, que ya era mayor, y como no la sacaba de ahí, me fui al taller y le pregunté a mi padre «¿papá, por qué tengo un nombre raro?» y él me contestó «te íbamos a poner Obélix, que nos gustaba mucho, pero es que está muy gordo y la gente es cruel con los gordos». No entendí nada tampoco, pero ese día papá me regaló mi primer Obélix.

Mejoré mi lectura para poder leerlo y conocer así al que fue mi héroe. Me gustaba porque cargaba todo el día la piedra enorme esa a la espalda sin cansarse, y porque era tan bueno que se preocupaba de no pegar muy fuerte a aquellos romanos. También estaba muy gordo. No me hubiera gustado llamarme como él. Se hubieran metido conmigo, recuerdo darme cuenta.

Mis hermanos fueron naciendo, y sus nombres también eran muy distintos a los de los demás niños del colegio. De los suyos, que cada cual cuente su historia, que la hay, y bien capaces son de narrarla. Dejé de darle vueltas al tema. A la gente le decía mi nombre y contestaban con un «¡Vaya, qué curioso!» y poco más. Sólo era un niño.

Llegó el día en que fui lo bastante mayor para empezar a ir al colegio sin un adulto que me acompañara. Además, tendría que llevar a mi hermano “el siguiente”. Mis padres estaban muy serios y me compraron mi primer móvil. Repasamos mil veces lo que debía hacer durante aquella cena; lo de no soltarle la mano a mi hermano, un millón.

También vinieron a mi cama por la noche a hablar conmigo. Me dijeron que me estaba haciendo mayor y que debería cuidar siempre de mis hermanos. Fue el día que me contaron una historia que empezaba así:

«Hubo un Sísifo muy famoso antes que tú…»

FIN

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS