Era una niña de tez morena con los ojos tan marrones como el café tostado, ágil y ligera siempre había tenido una actitud que en esta sociedad se considera propiamente masculina, le encantaban los juegos de espías, de acción, de esconderse entre la espesura de los altos árboles de su pueblo donde muchos la sorprendían en plena construcción de una casita de madera donde refugiarse. Una niña a la que muchos podían considerar salvaje.
Nacida en la ciudad donde –a pesar de ser pequeña jamás logro adaptarse- contenida tras paredes donde el jugar se volvía estático y aburrido desarrollo una imaginación no tenía límites. Pero en el fondo de su ser había una semilla en pleno germen que deseaba florecer, su libertad. De la ciudad poco recuerda, vagamente el sonido de los coches y que al caer la noche se asomaba a la ventana para ver el exceso de luces de la megalópolis. Le encantaba entornar los ojos hasta que las luces se distorsionaban provocando destellos, pequeñas luces diseminadas como luciérnagas o como fractales. Jugaba a desdibujar la ciudad.
Creció siendo hija única (a pesar que muchos creen en la necesidad de acompañar a sus hijos de un hermano) a ella sin embargo le fue bien el hecho de estar sola, pues así su imaginación pudo desplegar sus alas y permitir que su mente volará a lugares insospechados para una niña de esa edad. Esta conseguía entretenerse con lo más sencillo, incluso veía castillos donde otros veían simples cajas y este fue el mejor juguete que logra recordar. Incluso te diría que podía volar – no como vuelan los pájaros claro – más bien era un volar como nadar en el aire impulsándose con brazos y piernas simultáneamente en un movimiento expansivo y sin gravedad. Creció y se expandió de dentro hacia fuera en un deseo de descubrir y aprender todo lo que la vida le podía ofrecer.
¡Los veranos eran lo mejor! puesto que la familia salía de la ciudad para veranear en el campo y ahí broto la semilla de su libertad. En el pueblo no había paredes ni fronteras, podía investigar sin límites, recorrer el pueblo descalza o encontrar los manantiales perdidos en medio del monte sin estar bajo la atenta mirada de ningún adulto. Ahí pocas cosas malas pasaban, la violencia no estaba tan extendida y el miedo de los padres desaparecía en aquel ambiente rural. Por primera vez le dieron la llave de la casa y esto la hizo sentir independiente, podía entrar y salir cuando quisiera, esa autonomía a la edad de siete años era todo lo que ella ansiaba alcanzar. Como era un manojo de nervios, dinámica y despreocupada sus padres encontraron la solución atando la llave a un cordel negro que siempre colgaba de su cuello – quizás sin saberlo- le hicieron trabajar la responsabilidad.
Estos le dieron una educación sincera – sin presiones externas, ideologías, políticas ni tabús – y esto le permitió ser sin coacciones, sin roles de género, sin morales sobre el sexo, sin maquillar la realidad fue educada en la verdad. Y le contaban el mundo tal cual era ¿sino había dinero para que se lo iban a ocultar? Ella podía comprender la situación a pesar de su corta edad y esperar el tiempo suficiente si deseaba algo. Aunque nunca aspiraba a mucho en cuanto a lo material. Para ella sus mejores recuerdos fueron los momentos de juego con sus padres, gozar de lugares en plena naturaleza y el buen humor que siempre los envolvió.
A pesar de que sus padres en lo social la educaron al natural – estaban alineados en el sistema de consumismo puntual – pudo sentir en sus carnes la ilusión de las tradicionales festividades culturales (los reyes magos, el famoso caga tió y las dichosas navidades) y la posterior desilusión al descubrir la verdad. Jugaron con sus emociones, le crearon una realidad ilusoria, el primer constructo de felicidad por algo externo que sabían que algún día iba a desvanecerse, como buenos sofistas le mintieron por un bien que creyeron mayor, pero para ella fue la primera vez que un adulto jugaba con sus emociones y en ese punto todo se lo empezó a cuestionar. Quizás nada de lo que conocía era tan cierto como ella creía o le hacían creer. A pesar de todo perdono a sus padres como tantos hijos hacen, porque aunque parezca que no ocurre nada eso deja una huella emocional.
Fue creciendo y cada vez que se asomaba a su mundo interior se veía diferente al resto, jamás le llenaron las mismas cosas que sus compañeras de aula, sus amigas íntimas… ella tenía otras inquietudes, otras maneras de disfrutar. La lectura, el escribir y la música eran su eje central desde donde todo se desarrollaba.
A los once años cambió de residencia y de escuela, el traslado definitivo de la urbe a la vida tranquila y apacible que te ofrece un pueblo a los pies de una montaña. Pero no se sentía feliz, no se sentía hecha para obedecer y acatar como una oveja más, sentía una fuerza, un carácter quizás inconformista, una pulsión que la empujaba constantemente contracorriente, una necesidad desmedida de libertad. Siempre se sintió rara y por más que lo intentó no logró adaptarse al sistema de estudios convencional. Se aburría en clase, solo escuchar y callar. ¿Por qué no dejaban que se expresara? ¿Por qué no se podía discrepar o pensar diferente frente a esa autoridad externa y (educativa) que la trataba como un ser inferior o antinatural?
Durante unos años de su vida se desconectó de sí misma, se alineo con la gran masa que se movía al mismo ritmo, y no, no se sentía feliz, no la llenaba de plenitud salir con los amigos, ir a discotecas, la música estridente, el ritmo rápido y descontrolado de esa música artificial, no disfrutaba en arreglarse para ser socialmente aceptada y se sentía incomoda como si llevara un disfraz y se ocultara tras una máscara de pinturas que no la representaban y ocultaban su tez morena y sus ojos ingenuos simplemente para encajar. Pero esa tristeza latente era como una brújula que tarde o temprano volvería a recuperar el magnetismo natural.
A los 22 años despertó como de un coma, dejo de ser lo que se esperaba de ella y empezó a ser lo que le marcaba ese deseo interior. Se desvistió de muchas capas, demasiadas. Desaprendió lo que había vivido hasta ahora para conocerse y aprender de sí misma. Cada corazonada, cada intuición era una nueva oportunidad, un nuevo sendero por el que transitar, y un nuevo conocimiento que descubrir y consolidar. Siempre en constante cambio, como una nómada en su propia vida. Una indígena que amaba lo natural. Una indígena nacida en la ciudad.
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