Los cipreses del camposanto, mecidos por la suave brisa de otoño, parecían entonar una triste canción de soledad. Elías emprendió el regreso solo; las tres personas que lo acompañaron en el funeral de su madre ya se habían retirado, se dirigió a la salida pasando junto a innumerables hileras de sepulturas viejas, llenas de flores ajadas y secas. Salió del cementerio y se encamino hasta las cercanías de la Vega Central, donde estaba la pieza que compartía con su madre. Una vez allí, empezó a hurgar en los cajones donde ella guardaba los comestibles, encontró unos panes del día anterior, azúcar y dos bolsitas de té más dos manzanas, encendió la cocinilla a parafina, y esperó que hirviese el agua, mientras devoraba una de las manzanas, luego preparó una taza de té, que consumió junto con uno de los panes. Calmado ya su apetito, miró a su alrededor, nunca se había sentido tan solo, se tendió en el viejo colchón, que le servía de cama, las lágrimas empaparon sus ojos, hasta que, vencido por el cansancio, se quedó dormido.

Unos rayos de sol, que se filtraban por los pliegues de la raída cortina que cubría la ventana, despertaron a Elías, miró a su alrededor y al no ver a su madre junto a él, recién empezó a asumir su realidad; estaba solo, ella nunca más estaría con él.

Desconcertado, miró la pieza, y la vio tan vacía que sus ojos se humedecieron.

De vuelta a la realidad, encendió la cocinilla para prepararse una taza de té, empezó a devorar el pan que había quedado del día anterior. En ese momento llamaron a la puerta. Elías abrió, y se encontró frente al dueño de la pieza:

  • Siento mucho tu pérdida, muchacho, pero si no tienes como pagar debes desocuparla, tienes plazo hasta mañana, dicho esto se dio media vuelta y se retiró. Elías se sentó en una de las dos desvencijadas sillas, siguió tomando su té, mientras en su pensamiento trataba de encontrar una solución ‘para su vida, salió a caminar y se dirigió a la Vega, fue al puesto donde había trabajado su madre, allí converso con don Guillermo, el dueño, y la contó su situación. Lo siento, dijo éste, pero lo único que puedo ofrecerte es un lugar en el fondo del negocio, donde en las noches puedes poner un colchón para dormir, si ayudas con las bolsas a los clientes te daré unas monedas y compartiré almuerzo contigo. Elías aceptó agradecido, por lo menos no tendría que andar vagando sin rumbo, regresó a la pieza, puso la poca ropa que tenía en un bolso y esperó hasta la hora de cierre de los negocios para ir al puesto de don Guillermo. Llegó la hora, Elías abandono la pieza llevando consigo las pocas cosas que le serian de utilidad.
  • Así, cambio su vida de niño, dejo de ir al colegio, su tiempo transcurría acarreando bolsas, ayudando a transportar mercadería. Su entorno eran los innumerables negocios de la Vega, los conocía casi todos, y algunos de sus dueños lo conocían a él. En las noches solo pensaba que hacer para mejorar su vida, pero no encontraba una solución.
  • Una noche, una patrulla de carabineros que hacia ronda por el lugar, lo vió y al interrogarlo, y percatarse que no tenía familia, lo llevaron al retén. A la mañana siguiente lo derivaron a un centro del Sename.
  • Elías empezó a tomar con calma su nueva vida, ahora lo hacían estudiar, estaba relativamente bien alimentado. Se hizo muy amigo de otro interno, un muchacho un poco mayor que él, pero con mucha experiencia de calle, de hecho, se había escapado ya dos veces; Juancho era su nombre, con él conversaba bastante, este lo defendía cuando algún muchacho mayor trataba de molestarlo o agredirlo.
  • Había, en el recinto, un hombre encargado del aseo, era alto, corpulento, su pelo era frondoso y desordenado, todos lo conocían como el rucio, casi nadie sabía su nombre. Se había hecho amigo de Elías, algunas veces cuando llegaba en la mañana, le traía alguna fruta, otras un dulce. El niño trataba de estar cerca de él, se sentía protegido y seguro.
  • Una tarde, casi noche, el rucio le pidió que lo acompañara a dejar unos sacos y las escobas, al cuarto que estaba en un rincón apartado del patio. Elías fue con él. Una vez allí, el rucio empezó a acariciarle la cabeza, Elías se molestó, y trato de apartarse, fue entonces cuando el rucio lo tomó por los hombros, y lo tumbó boca abajo en el piso, acto seguido puso una rodilla en su espalda, y mientras Elías luchaba por incorporarse, le bajó los pantalones hasta dejar su trasero al aire, por más que Elías forcejeaba, no lograba zafarse. De pronto, Elías se sintió libre, se incorporó rápidamente amarrándose los pantalones. A su lado, tendido en el piso estaba el rucio, y a su lado el Juancho con un gran garrote en sus manos;
  • – Ahora arranquemos, dijo el Juancho, porque cuando este guevón despierte nos va a matar.
  • Corrieron por el patio, apenas alumbrado por una pálida luna, treparon la muralla y salieron a la calle
  • – ¿A dónde vamos? Pregunto Elías
  • – Vamos al rio, ahí, podemos dormir debajo de un puente: Caminaron hasta llegar a la ribera del rio

Tengo frio, dijo Elías

  • Busquemos un perro, contestó Juancho, con él podemos dormir calentitos. Acto seguido, empezó a hurgar en unos tachos de basura, encontró algunos huesos y un trozo de carne, buscaron hasta que encontraron un perro de regular tamaño, de aspecto amigable, le enseñaron el hueso, y el perro los siguió mansamente, bajaron al rio y debajo de un puente se acomodaron, con unos trozos de cartón y plásticos improvisaron una cama, mientras el perro permanecía a su lado royendo los huesos.

Elías se tendió de espaldas, mirando el cielo. De pronto, un ejército de nubes se tragó las estrellas, la noche se oscureció y empezó a caer una leve llovizna. Elías cansado se abrazó al perro, y se durmió, soñando que paseaba por la Vega tomado de la mano de su madre.

Despertó sin darse cuenta de donde se encontraba. Cuando logró ubicarse, se puso de pie, Juancho no estaba junto a él, no lo vió por ningún lado, desconcertado subió a la calle. Otra vez estaba solo.

Habían pasado quince días desde que lo llevaron al Sename; se decidió a ir a la Vega, al puesto de don Guillermo, a ver si otra vez podía ayudarlo; cuando llego allá, había una persona que no conocía, preguntó por don Guillermo, él ya no está, fue la respuesta, vendió el puesto, ya no viene más.

Desde el fallecimiento de su madre, su vida había cambiado violentamente, su experiencia en el Sename había sido traumática, no quería volver.

Su madre, había trabajado como asesora del hogar en casa de un prestigioso abogado -miembro del poder judicial- hasta que fue víctima de una violación, por parte de su patrón. Elías era el fruto de esto. Ahora estaba en una situación que no había buscado, y de la cual no era culpable.

Su madre le había contado todo. Él sabía quién era su padre biológico, y también sabía donde vivía; en dos ocasiones había ido a solicitarle ayuda, pero nunca pudo verlo, el mayordomo lo despedía, desde la reja diciéndole que el señor no quería saber nada de él, y que la próxima vez que apareciera, llamaría a carabineros.

Elías, atemorizado, no volvió a ir.

Ese domingo, en que una llovizna mojaba la ciudad, en que el frio le calaba hasta los huesos y su estómago se retorcía de hambre, pensó en robar. Nunca lo había hecho. Su madre le había inculcado valores morales que él respetaba, pero en esta ocasión la desesperación fue mayor que sus valores.

Se dirigió a la iglesia, esperó que saliera la misa y observó. Vio a una mujer mayor que portaba una cartera, más o menos grande, se la quito y si corro rápido no me van a alcanzar pensó.

Se acercó disimuladamente, y cuando estuvo a su lado, tomó la cartera, tiró fuerte de ella, pero la mujer no la soltó, tiró nuevamente, y la mujer cayó al piso aún aferrada a la cartera. Al darse cuenta, otras personas intervinieron, lo golpearon y lo entregaron a carabineros.

Se lo llevaron detenido. Al día siguiente lo formalizaron por robo con violencia.

Llego el día de la audiencia. Al escuchar el nombre del juez, Elías supo que tenía algo que decir. Llegado el momento pidió permiso al juez y dijo: Señor juez, yo sé que lo que hice estuvo mal y debo aceptar el castigo, pero mientras cumpla mi sentencia, rogare con toda la fuerza de mi corazón, para que cuando usted muera, se abran las puertas del infierno para recibirlo, porque usted es mi padre y nunca quiso ayudarme.

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