EL DESPERTADOR

¡Otra vez este maldito despertador! Pero, bueno, ¡si son sólo las 1:11! Lleva así varios días. Debe estar ‘escacharrao’. Voy a tener que cambiarlo, ¡pero ya!; aunque… me trae tantos y tantos recuerdos. Sí, fue el que me despertó en mi primer día de trabajo, el que perdí; me avisó sobre las horas exactas de mis citas, a las que nunca asistí, ¡para qué! Nunca falló en mis madrugones para salir despavorido, en esos pocos pero inolvidables viajes que me han permitido conocer a otros como yo, o para huir de mí mismo durante unos brevísimos, pero intensos, períodos de tiempo tan gratificantes como necesarios para no volverme del revés y evitar hacer una de mis locuras. ¡Sí, locuras! ¿A ti no te pasa…? Pues a mí, sí. Me ocurre siempre que el ‘tic-tac’ de mi reloj interno se para. ¡Sí, se para! ¿El tuyo nunca se detiene? Suele sucederme cuando el espacio temporal consagrado a la rutina se agota. Y, entonces, ¡plaf! Me colapso y…

Pues nada, no me queda otra que levantarme, tomarme un vaso de leche templada y fumarme un cigarrillo. Es mi fórmula mágica para volver a conciliar el sueño, ¿cuál es la tuya? Tranquilo, no hace falta que me lo cuentes, no me interesa en absoluto, es solo una pregunta que lanzo al viento, nada más. No sé si tú, pero yo tengo muchos hábitos inconfesables, ¿qué pensabas, que tú eras el único? Pues no, además te digo a ti, y solo a ti, que los míos son inconfesables de verdad, los que harían caerse de espaldas a un cura en su confesionario; sí, en ese pequeño habitáculo donde se esconden los pecados de todos hasta colmarlo. Seguro que al levantarse se vería en la tesitura de guardar el secreto de mi confesión. No sé si alcanzas a entenderme. A decir verdad, me la trae floja si lo haces o no. Lo cierto es que me es indiferente lo que el mundo piense de mí. Yo soy mi propio confesor y el que me aplico mis propias penitencias. Y como muestra, un botón, mejor dicho: como muestra las cicatrices que tejen mi espalda, ocultas a todos bajo mi pijama; no sé si me sigues. Pues sí, justo eso que estás pensando.

Abro la ventana para que el humo no impregne las paredes. Es curioso, pero odio el olor a tabaco. Parece algo raro para alguien que es fumador como yo, pero, si no te has dado cuenta todavía, soy raro de ‘cojones’. En el momento en el que nací creo que el que repartía las almas me ofreció la que estaba en el fondo del saco; no sé qué pecados cometieron mis santos padres, que en paz descansen, para tanto castigo, el que acabó con sus tediosos días. Sí, fui yo, ¡qué pasa! No me avergüenzo de ello, todo lo contrario. Fue la única solución sensata. Ja ja ja, ¡sensata! Pero, desde cuando he hecho algo mínimamente sensato cuando mi reloj se colapsa.

El ruido de la noche es lo que más me tranquiliza. Esas cantinelas de los borrachos que, en zigzag, intentan encontrar su casa, esos besos junto con los jadeos de los amantes furtivos en la penumbra, esos portazos dados por quién sale despavorido tras una fuerte discusión, esos cristales rotos, sonido indiscutible de quién intenta usurpar la vida de los demás, y sobre todo, y éstos mucho más cercanos, los chasquidos de un látigo al cortar el aire junto con mi gemido. Esos y tantos otros ecos resuenan en mi cabeza como cánticos que me renuevan por dentro.

Lanzo el cigarrillo y veo, gracias a su punta incandescente, la parábola perfecta dibujada en la oscuridad. Después, al estrellarse contra el asfalto, una explosión de chispas se espolvorean como unos fuegos artificiales… Creo que alguien los ha lanzado para celebrar lo acontecido.

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