[Cuento – Texto Completo]
Rafael Medrano
Es inevitable no asociar a Managua con el calor, pero el día en el que iba por primera vez a la iglesia llovió muy fuerte; las gotas de agua parecían venir con mayor velocidad de lo habitual y su tamaño era colosal. Cada impacto de las gotas en el techo de la caseta de la parada de buses resonaba con fuerza desmedida. Todos miraban el techo, como esperando que se viniera abajo, en cambio yo veía la carretera, esperando que el bus llegara para irme a la iglesia.
Crecí en un barrio muy grande en el cual, si no vendes drogas, andas en pandillas, robas o te dedicas a ser mulero, eres considerado una especie rara de ser humano. Me veían con un recelo exagerado y sus ademanes siempre me resultaban ofensivos. Yo evitaba todo aquello que podría perjudicar el bienestar de mi familia, aunque en la casa tiraran todo mi esfuerzo por la borda. Yo jugaba al fútbol y leía. Me gustaban Eduardo Galeano y Carles Puyol; eran mis ídolos, creo, incluso que mis dioses. Todos mis dioses estaban en la tierra, no en otra parte.
Después de instalarnos mucha gente se nos acercó; uno de ellos fue José, quien era un hombre chaparro y regordete, moreno, cabello corto y negro y con un particular sentido del humor. Era cristiano. Y me contó que, a diferencia de mí, su dios estaba en alguna parte del cielo. Me habló de la biblia y me mostró algunas frases que aparecían en aquel grueso libro, y no perdió ni un segundo para invitarme a su iglesia a lo cual accedí por pura curiosidad.
El bus era de los normales y corrientes: feo y viejo. Subí acompañado de José y nos sentamos en la parte delantera del bus. Iba lleno, pero lo que más me sacó de lugar no fue la falsa cordialidad de aquellas personas, sino que iban pocos chavalos de mi edad. Yo tenía 12 años, era curioso y nada en ese pequeño espacio hediondo a sudor me despertaba mis febriles ganas de saberlo y conocerlo todo.
Recorrimos tres cuadras e hicimos una parada, el frenazo fue sumamente abrupto, tanto que me hizo estrellarme con el espaldar del haciendo delante de mí. Recogí mi cabello, y vi a una muchacha que subía al bus. Ella era hermosa, sus ojos de color miel me atraparon instantáneamente; sentí cómo mi corazón latía con mayor rapidez, y el sudor de mis manos se me hacía muy molesto. La vi pasar a mi lado, y con un movimiento de cabeza saludó a José. Ella llevaba una falda color crema hasta las rodillas y una camisa blanca de botones. Su trasero me pareció atractivo y el color de su piel encantador. No pude evitar imaginar cómo sería besar sus rosados labios. No pude sacarla de mis pensamientos el resto del camino.
El recorrido fue incomodo, pues mis largas piernas no encontraban la forma de alcanzar en el espacio entre asientos, además mi cuello me dolía; no podía dejar de mirar hacia la parte trasera del bus, buscando a la muchacha. De tanto voltear a ver nuestras miradas se entrelazan y por un momento pude ver una sutil sonrisa de sus melifluos labios.
Pasamos por una concurrida rotonda, la cual se encuentra ubicada cerca de muchas discotecas. Las vivaces luces y la oscuridad de la noche se juntaban para mostrar lienzos llenos de vida. No pude evitar recordar las fotografías que había visto de New York, y empecé a imaginar que todas esas luces eran parte de la ciudad con la cual soñaba a diario.
El bus se detuvo cerca de un parque poco iluminado. Bajé rápido junto con José, olvidándome por completo de la muchacha que se había quedado con mis suspiros. Caminamos cerca de 20 metros, y al doblar una esquina José me dijo que ese gran edificio de paredes blancas enfrente de mí, era la iglesia. El portón era enorme, y estaba compuesto por angulares gruesos y alambres entrelazados.
Nos acercamos ávidamente y entramos con la misma intensidad con la que se entra al sanitario cuando las ganas de cagar apremian. Buscamos asientos cercas del pulpito, los encontramos en el ala derecha de la iglesia y nos sentamos. Poco después algunas personas se acercaban para saludar: “dios lo bendiga, Hermano José. dios lo bendiga, joven.”, y así sucesivamente. Mi padre ya me había advertido del dios le bendiga, así que estaba preparado para responder con un suave asentimiento de cabeza.
José fue por un poco de agua para ambos. Yo me distraje leyendo la primera parte del Genesis -qué lindo juego de palabras-, y al dirigir mi vista al asiento donde estaba José, me encontré con un bolso color negro. Busqué a la dueña del bolso, pero no veía a nadie cerca, pero pude sentir cómo un dedo tocaba mi hombro; miré hacia atrás y me encontré con la muchacha del bus.
–Disculpa -me dijo la muchacha–, está ocupado.
–sí –le contesté, mientras veía sus labios.
–ah, lo siento. Buscaré otro lugar.
–No tienes que irte –le dije con desdén–. Mira, siéntate aquí en esta silla.
Me esforcé por parecer muy maduro, los chavalos del barrio me habían dicho que si no tienes dinero, auto o una cara bonita parecer maduro era lo ideal para que una mujer se interesara. Pero parecía que mi intento no dio ningún fruto. Se quedó un rato pensativa después de haber tomado su bolso y de haberse sentado a mi lado derecho. Puede ver sus pantorrillas; eran realmente hermosas, me gustó como lucían cada vez que se ponían un poco rígidas. Luego de unos 5 minutos llegó José, me saludó y me dijo que tenía que estar cerca del pulpito porque estaría atento para servir al pastor, no vi problema y le dije que estaba bien.
Quedé solo con la muchacha en la fila de sillas, y noté como se interesaba por mi cabello crespo, luego me preguntó qué me echaba en mi cabello, a lo cual le respondí que lo usual: Champú y crema, nada más. nos miramos tímidamente y decidí conversar con ella.
— ¿cómo te llamas? –le pregunté.
–cómo me puso mi mamá –me respondió.
Ambos reímos, pero luego me dijo que se llamaba Francisca.
— ¿y vos? -me preguntó.
— Me llamo Marco, pero todos me dicen “el extraño” porque sólo paso jugando fútbol y leyendo.
— ¿sos bueno? –me preguntó Francisca.
— En todo lo que hago –le dije.
–Espero que seas bueno en lo que te voy a retar –me dijo socarronamente-. Ven, vámonos.
Yo la seguí sin objeción alguna, sólo iba tras el vaivén de sus caderas. Nos escabullimos por la puerta principal y corrimos hasta donde estaba el bus. Llegamos realmente cansados, ambos jadeábamos, me miró recelosamente y me dijo que me pegara a la pared, que quería decirme algo. “mira, vamos a hacer unas travesuras, pero no puedes decirle a nadie, ¿me lo prometes?”, me dijo mientras meneaba la cabeza de un lado para otro. “sí, no hay falla” le dije, pensando en que íbamos a robarnos las ofrendas del culto.
Subimos al bus; nadie estaba a los alrededores, entramos silenciosamente y de inmediato la oscuridad bañó nuestros cuerpos. Me tomó de la mano y nos fuimos hasta el fondo. “podes besar”, me preguntó mientras me alumbraba al rostro con la luz de su celular. “claro que sí”, mentí. Se acercó a mí, juntó sus labios con los míos. Sentí cómo mi cuerpo se calentaba y mis manos temblaban. Abría y cerraba su boca, y en ocasiones mordía mi labio inferior, yo imitaba todos sus movimientos. Estábamos sudando, y en un arrebato de valor le apreté una nalga, ella soltó un suave gemido que me dio mayor valentía y seguí jugueteando con sus nalgas. Acarició mis piernas y bajó el cierre de mi pantalón, sacó mi pene y empezó a manipularlo. Me preguntó si era virgen, a lo cual solo asentí con la cabeza. Se levantó del asiento para bajar sus pantaletas y quitárselas. Me pidió que le acariciara entre sus piernas y yo empecé a mover mi mano dentro de su falta; estaba mojada y muy caliente. Subió su falda y se colocó sobre mí, tomó mi pene con su mano derecha y lo metió en su vagina. ¡carajo, me sentí en la gloria! Sentí como un torrencial bañaba mi pene y lo calentaba. Yo solo me quedé quieto y apretaba sus nalgas; ella se movía tal cual una jinete. Cada vez mis piernas se tensaban más y más, erguí un poco mi espalda y Francisca hizo su último movimiento. Fue un jadeo continuo, yo había terminado, ella me miraba y luego me besó. Se levantó y me dijo que me limpiara, nos bajamos del bus y me propuso que llegáramos a la iglesia por direcciones diferentes; eso hicimos. Al llegar no pude encontrarla entre la multitud.
Llegué al final; solo cerré mis ojos unos tres minutos, simulé que oraba y el culto se terminó. José llegó por mí muy entusiasmado. “¿qué te pareció, Marquito? ¿Pudiste sentir a Cristo?”, me preguntó lleno de emoción. “No sé, la verdad. Pero si eso es sentir a cristo, estuvo de maravilla, ja,ja,ja,ja” le dije, sintiéndome muy pícaro; él quedó satisfecho.
Llegamos al bus y eché un vistazo rápido, y noté que Francisca no estaba. José me miraba con ganas de decirme algo, hasta que se atrevió. “Mira, chavalo, ya vi que te gustó la Hermana Francisca, pero debes saber que ella es mayor 5 años que vos, además se va a casar”, me dijo. Fue un golpe demoledor que estremeció mi ser, sólo asentí y le dije a José que estaba loco.
En el camino recordaba toda mi aventura con aquella muchacha, pero tenía sentimientos encontrados y para aliviarme un poco de mis preocupaciones inicié una plática con José.
–José, ¿qué sería peor, robar las ofrendas o tener sexo con una chavala en un bus? – le solté sin miedo a que sospechara algo.
–Mira, ese dinero es de dios, así que no se puede tocar. –me dijo.
Llegamos rápido, fui corriendo a mi casa sintiendo que era putescamente afortunado. Saludé a todos en la casa, comí, lavé mis dientes y me fui a la cama, luego, antes de dormir, me masturbé pensando en mi primera vez.
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