Esta historia está hecha especialmente para vosotros, mis queridos niños—dijo el profesor de literatura—. El objetivo es que no os equivoquéis en la vida. Sabemos que en la actualidad hay movimientos en favor de la igualdad de razas y la fraternidad, justicia e igualdad, pero ¡No os equivoquéis! Bien sabéis que desde los tiempos de Moisés y los grandes monarcas el hombre siempre ha estado dividido en dos partes, blancos y negros, inteligentes y tontos, creyentes y ateos. Os pido, por favor, que escuchéis con mucha atención y recordéis siempre la moraleja de esta historia y jamás tendréis problemas en vuestra vida porque sabréis en qué radica la verdad de las cosas.

Hace muchos años en un reino muy lejano vivía un horrible monstruo. Estaba deformado y su voz era la de un ser de ultratumba. El pueblo lo había recluido a una cueva para que no espantara a los demás. El mismo Rey visitó el lugar y mandó construir una muralla para que el horripilante ser no traspasara su territorio. No había quién se atreviera a cruzar la línea que marcaba la frontera entre el Reino de Luz y La tierra de las sombras. Nadie sabía exactamente cómo era ese monstruo y qué tan malo sería. Había intrépidos jóvenes que decían haberlo visto y hablado con él. Según sus palabras no era tan terrible porque no se alimentaba de carne, no tenía la apariencia de un diablo, sino enormes deformaciones en la cara, la espalda y la cabeza. Según las descripciones era como un enano con cabeza de elefante o algo así.

El Rey se ocupaba de sus asuntos y para la prevención de algún tropiezo de sus descendientes, permitía que laboraran solo personas sin antecedentes en sus familias. La prueba de accesos al castillo era muy dura. Se pedían todas las referencias, el origen del apellido, una lista completa de enfermedades padecidas por la parentela y, una vez comprobado todo, se admitía al candidato para el puesto de cochero, cocinero, doncella, ama de llaves, etc. La seguridad en palacio era muy buena, pero un día sucedió algo que acabó con aquellas normas. Se presentó ante el consejero del soberano una muchacha muy pobre de corazón tierno y dulce. Era, además, hermosísima. Se le pidieron los mismos requisitos que a todos, pero no tenía nada. Era originaria de un poblado cercano. Se le negó el empleo y se vio en la necesidad de vagar pidiendo limosna. La gente se compadecía y le daba cosas. La muchacha carecía de preparación y era muy sencilla y directa. Pasaron algunos meses y la suerte de la chica parecía que no cambiaría nunca, pero el Rey en uno de sus paseos por la ciudad la vio por casualidad. Al principio no comprendió nada y la imagen de aquel bello rostro le quitó el sueño. Después de padecer el insomnio por unas semanas, se decidió a preguntarle a su ayudante si había en el reino tal jovencita. La respuesta fue inmediata. “Es Alicia—le dijo el consejero—. Vino a pedir un empleo, pero no se lo concedimos”.

Saltándose todas las reglas que había implantado, el Rey, mandó llamar a la joven. La llevaron para que la entrevistara y al conversar con ella el pobre monarca se enamoró. Ya no pudo más contener el deseo y se casaron. Alicia era en verdad hermosa y tenía el poder de mantener a su cónyuge semanas encerrado en su habitación gozando de su compañía. Al final, ella se embarazó y a los nueve meses dio a luz a un hermoso niño, sin embargo, los doctores predijeron que padecía una enfermedad muy extraña. Sucedió que al niño le creció la cabeza y se le encorvó la espalda, a los dos años ya era un pequeño engendro de la fealdad. El Rey lo escondió y mando buscar entre sus antepasados algún antecedente que pudiera explicar lo que sucedía. Se repasaron todos los libros, se buscó en todas las bibliotecas y se consultó a todo tipo de sabios. Al final se dedujo que la culpable era Alicia y un poco después se supo que, en verdad, descendía de una familia de monstruos y fue condenada a la hoguera.

En resumen, queridos niños. Con esta historia os queremos mostrar qué tan fatídico puede ser llevarse por las apariencias, así que tendréis que ir por la vida dudando de todos y comprobando que detrás de una gran belleza no se esconda un desagradable monstruo.

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