Una noche antes al día en que Luis iba a cumplir su sueño, había llovido a cantaros. Una gota le caía en las piernas, y se despertó con un dolor en la parte derecha de su torso. Sintió las sábanas empapadas; pensó que era la porción habitual de agua que bajaba de la gotera del techo. Encendió la lámpara de su mesa de noche, restregó sus manos en sus ojos y al abrirlos vio el sedoso cabello Castaño de su madre, se aproximó lentamente para verla de cerca y comprobar que ella había estado llorando mientras él dormía.

Una terrible angustia se apoderó de su ser. Pensar que pronto tendría que dejarla sola era lo que mayor dolor le causaba. Rápidamente intentó pensar en lo que le esperaba esa tarde: ver jugar a su héroe.

Al transcurso de la madrugada su madre despertó. Era una mujer robusta, de brazos y piernas fornidas, ojos verdes y una sonrisa con dientes enmarcados con un color amarillo, producto de once años de fumar. Sus viejas amistades le advertían sobre un posible cáncer, pero nunca sintió temor hacia esa terrible enfermedad, hasta el día que su pequeño hijo fue diagnosticado con ella.

El sol se posó sobre el viejo hospital, Luis estaba de pie y doblaba sus camisas lentamente. Sentía una paz gratificante, una sensación de libertad se apoderaba lentamente de él. Vio la hora en su reloj Casio, se lo colocó suavemente en su brazo izquierdo, y caminó hacia la bacinilla; se detuvo frente a ella, bajó un poco sus pantalones y comenzó a orinar. Le ardía, y recordó una de esas pláticas que alguna vez tuvo en el patio de la escuela con su amigo Carlos.

-Luis, ¿Sabes cuál es la desgracia más grande de un hombre?

-No. Dime cuál es

-Morir “cuero”

Luego de orinar regresó a su cama, tendió la almohada en la cabecera y retiró las sábanas empapadas. Pensó que jamás iba a conocer lo que era perderse entre las piernas de una mujer, pero como un salvador milagroso llegó el recuerdo de la tarde gloriosa de ese Domingo.

Su madre entró rejuvenecida, vestía una camisa color verde y un pantalón campanudo de color azul. Ella le besó la frente, Sonrió, y le dio una caja envuelta en papel de regalo. Luis la abrió. Sus ojos se llenaron de lágrimas, se inundaron estrepitosamente, pero luego de unos cuantos segundos una sonrisa se dibujó en su angelical rostro. Sacó una camiseta con rayas blancas y negras, con un escudo del mismo color, con forma de placa policiaca, y el dorsal era el 23.

-Gracias, Mamá -le dijo Luis a su madre -. Hoy por fin voy a verlo jugar en persona. Ojalá les pateen el culo a esos norteños.

Salieron del hospital. Luis sintió dejar todo su suplicio en aquella cama. Sus ojos se posaron en el cielo, intentando encontrar algo más que el azul y las nubes. “no hay nada, nunca lo hay”, dijo para sí mismo, bajando la mirada.

Llegaron al Estadio, un coloso de mil batallas les esperaba. Las graderías se vestían en su mayoría de Blanco y negro, y una pequeña porción de rojo y blanco. Luis pasó cerca de la afición norteña y sintió unas ganas de gritarles e injuriarles.

Bajó hasta la altura del campo de juego, y ahí estaba él: su héroe. Un hombre de carne y hueso, que para Luis había hecho más que cualquier médico o cualquier otro invento de sanación. Ese defensa central con alma de delantero le había sacado muchas sonrisas, le hizo olvidar que en cualquier momento dejaría este mundo.

El partido inició. Un clásico, eso era. Luis observaba tomado de la mano de su madre, y veía expectante cómo su héroe danzaba sobre el terreno de juego. Gesticulaba cada vez que los delanteros sucumbían ante el poderío del Central.

El partido estaba en el ocaso, el cronómetro marcaba 90 minutos de juego. La jugada llegó; tiro libre directo en contra del visitante. Luis vio cómo su héroe se colocó frente el balón, y al instante tomó carrera. Los jugadores en la barrera, junto con el guardameta, parecían estar en un paredón preparados para el juicio final. El ‘23’ impacto la esférica, ella viajó al ángulo, ahí se quedó.

El grito de gol bajó de las graderías. La madre de Luis nunca lo vio gritar tan fuerte, él se golpeaba el pecho y besaba el escudo de la camiseta. El Héroe se acercó, subió el enmallado, se posó moviendo su brazo derecho mientras utilizaba su mano izquierda para sostenerse. El partido terminó.

Luis estaba con su mamá en el parqueo del estadio, él no salía de su asombro, mientras su madre le escuchaba atentamente lo que el joven le relataba. A punto de abordar un taxi, Luis vio que su héroe recorría el estacionamiento, comenzó a correr detrás de él, luchando con el incesante dolor que lo agobiaba en su costado derecho. Llegó y le jaló del brazo, y le pidió que le firmará su camiseta.

-claro, no hay problema -contesto el Héroe-. ¿A quién se la dedico?

-A Luis David López

-Ah, también te llamas David. Bueno, toma, ahí está.

-sos mi héroe -dijo el niño-. Gracias capitán.

-gracias, Chavalo. ¿juegas fútbol?

-jugué.

-¿qué edad tienes? ¿por qué ya no?

-tengo 15 años. ya me voy, gracias por firmar mi camiseta.

Luis corrió hacia su mamá. Ella le preguntó todo lo que hablaron y él se lo contó tal cuál había pasado.

Llegaron noche al hospital, Luis vio su cama y no le tuvo miedo. Se acostó luego de cambiarse, colocó su camisa firmada al lado de su almohada y dio las buenas noches a su mamá.

A la mañana siguiente la madre de Luis lo vio y sintió algo diferente a otras mañanas. Él estaba aferrado a la camiseta autografiada, tenía una sonrisa en su rostro… pero él ya no volvería a abrir los ojos.

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