Historias de familia

Historias de familia

Ser yo Aclamando

25/07/2017

Como todas las cosas, el ejercicio de alojar recuerdos en la memoria, tiene su inicio. No sé a qué edad comenzamos a hacerlo; creo que la primera escena que puedo contar pertenece a mis cinco o seis años. De los recuerdos que guardo de mi infancia, los que incluyen a mi madre están presentes como una realidad pasando delante de mis ojos. Siempre, estando yo tanto despierta como dormida, ella se hace imagen vívida, se materializa.

Mi familia se componía de mi padre, mi madre, mis dos hermanas mayores y yo. Había una diferencia de edad considerable entre mi padre y mi madre, once años; entre mi padre y yo, cincuenta años; entre mi madre y yo, cuarenta años y entre mis hermanas y yo, siete y nueve años.

Respecto de mi madre, el recuerdo es recurrente, una mamá triste; llorando, guardándose en su habitación a oscuras, alejada de las posibles escenas de la infancia que transcurrían entre mis hermanas y yo, cuidándose de no incomodar a mi padre, de no enojarlo. Recuerdo vivir en latente amenaza y permanente discusión entre mi madre y mi padre. Muy pocas veces comprendí los motivos, siempre distintos, cambiantes, a veces hasta forzados para ser origen de una discusión; otras me parecía que exageraban, que arriesgaban todo por nada. Casi todas las discusiones eran comenzadas por mi padre, porque había visto, escuchado o saboreado algo que lo disgustó. Mi madre lo enfrentaba, pero la sensación era que ella siempre perdía en la pelea. Ella no soportaba los reclamos y rápidamente mi padre se encargaba de provocar una escena demoledora logrando dejar a mi madre impotente con la sensación de indefensión, de culpabilidad, de terror por generar esos desencuentros. Por lo tanto mi madre vivía en medio de una dualidad ya que trataba de vivir y dejarnos vivir pero escondiendo en su corazón miles de episodios; por las dudas todo tenía el carácter de prohibido.

Mi madre guardaba las conversaciones que tenía conmigo como secretos para mi padre. Mi madre me escuchaba con un oído y con el otro controlaba que mi padre no estuviera acercándose a escuchar. Siempre me decía con terror: “que no se entere tu padre”. Hoy sé que ella le temía más por el riesgo que ella corría; mi padre esperaba que ella controlara todo lo que hacíamos, cosa que a mi madre le era imposible. Si mi padre descubría que algo se le había ido de las manos la trataba de incapaz, ignorante y también utilizaba otros agravios.

Mi madre siempre se lamentaba de no haber terminado la educación primaria; a pesar, como decía ella, de sólo haber aprendido a leer y escribir tenía una letra hermosa. Aún guardo una carta escrita por ella que me envió en mis veintitantos. Ahora no lo recuerdo bien, creo que en esa carta dijo algo así como “te quiero” o “te extraño” o quizá es un deseo mío. Nunca la escuché decir “te quiero” a nadie; tampoco a mí. Pero sé que me cuidó, me sostuvo muchas veces como me sostenía a los seis años cuando aún le pedía que me alzara en un brazo mientras con el otro preparaba la comida o cuando me quería llevar de compras y yo no quería salir de la cama, ella me esperaba.

No sé nada en este sentido de mis hermanas, pero sí sé que yo la consumí; en el buen sentido, o en algún sentido, quién sabe. Me prestó mucha atención y me dedicó su amor a su manera; quizá la falta de abrazos y caricias no marcaba diferencia para ella; sin embargo yo, a veces, aún hoy aunque no esté, suelo reclamárselo.

Creo que ese dicho: “nunca es tarde”, encontró en mi caso la excepción. Recién ahora estoy siendo consciente de muchas cosas, ahora que ella ya no está. Si tan sólo la hubiese mirado con otros ojos, nunca se me hubiese hecho tarde para amarla.

Jamás se me ocurrió pensar en que ella se merecía una vida más allá de mí o de nosotras tres; siempre fue una madre, obligada a serlo. Sin amigas, sin peluquería, sin tapados, sin vacaciones, sin afecto. Para mí, mi madre no tenía sexo, era una misión, una persona con el destino establecido de ser madre y hacer todo en función de eso. No pude ver que era mujer, amiga de las amigas que no le conocí, hermana de mis tías, vecina de mis vecinos, clienta de los almacenes que frecuentaba y mil maneras más que hubiesen hecho de mi madre, allá, en aquél momento para mí, algo más que eso.

Su labor de ser madre también incluía el de ser ama de casa. Yo entendía que ella se debía a las tareas, entre ellas atender las necesidades y gustos de cada uno del resto de la familia. Siempre trató de complacernos; especialmente a mí, que obtenía de mi padre todos los amparos; no así mis hermanas. Así si me peinaba mi larga cabellera y yo lloraba de dolor, mi padre le gritaba y dejaba de peinarme; si la comida no me gustaba, yo me quejaba y lograba que mi padre le pidiera a ella otra comida para mí. Era así como mi madre se esforzaba para no disgustar.

Había ocasiones especiales en que mi madre “cometía” siempre los mismos errores, según mi padre. A determinadas horas, siempre las mismas y diariamente, mi padre solicitaba que se le cebe mate a él solo; no compartía con ninguna persona; ni siquiera con alguna de nosotras, mi madre, mis hermanas o yo; decía que era antihigiénico compartir la bombilla. Lo que él pedía era rutinario; la forma en que esperaba el mate era comenzar llenándolo con agua en la cocina, llevárselo hasta donde estuviera él, esperar a su lado que lo beba y retirarse para volverlo a llenar. Tomaba mate en tres momentos específicos a saber, al despertar y antes de levantarse de la cama, al despertar de la siesta y repetía el esquema de tomarlo acostado y alrededor de las seis de la tarde mientras hacía algo, o nada, en la casa; dentro o fuera de ella. Él decía que así se sentía acompañado y no “solo como un perro”. En esos momentos mi madre tenía que estar en la casa; escuché varias peleas luego de que algo se lo hubiese impedido. Siempre mi madre trataba, en lo posible, de cumplir.

Me dolía ver a mi madre ir y venir con el mate en la mano, pero no precisamente por eso, sino porque en alguno de esos viajes, en el encuentro con mi padre, él tenía algo para reclamarle. A veces el agua le parecía fría, otras veces le parecía que ya no tenía sabor o la bombilla tenía olor a piel, o esto o aquello. Mi madre se le oponía; no se quedaba callada, entonces así empezaba una pelea. Me dolía ver cómo mi padre la trataba tan mal con sus palabras, el volumen de su voz, las amenazas y los desprecios.

Mi madre gritaba, mi padre gritaba, mi madre seguía yendo y viniendo – ¡qué imagen por dios!- , mi padre no se levantaba.

Siempre admiré la piel de mi madre, su cara nuca tuvo arrugas, era blanca y cálida a la vez, labios finos, ojos grandes. En estas ocasiones la cara de mi madre cambiaba del color blanco al gris, se apagaba, súbitamente, como la llama de una vela expuesta al viento. También mi padre se transformaba, sus ojos celestes se desvanecían por el ángulo externo e igual forma tomaba su boca. Ambos eran por separado toda la tristeza. Luego, generalmente, pasaban horas de silencio total entre ellos y en la casa. Aunque algunas veces, mi padre intentó entablar conversación con alguna de nosotras, menos con mi madre y como si nada hubiese pasado. Creo que esa era una forma de ignorarla y la terminaba lastimando aún más.

Hay en mis recuerdos una lista enorme de situaciones en que me he quedado pasmada, estática, inactiva. Esta actitud me parece injusta para con mi madre.

Mi madre hacía muchas cosas en el hogar, lo que mejor hacía era preparar la comida; todo lo hacía casero. Me encantaban varias de sus preparaciones, especialmente la pasta que era además lo que más comíamos. Con mi madre conocí platos y recetas que ya hoy se han perdido como costumbre, como ahorro y como placer. Recuerdo el sabor de las torrejas, la manteca de las tortas y budines, los licores para humedecer bizcochuelos, los tallarines al huevo, los canelones y ravioles rellenos de verdura y seso de vaca. Siempre me gustó, aunque dejé de hacerla, la salsa con cebolla y morrón fritos. Mi madre también hacía budín de pan, flan, dulce de leche, dulce de tomate, pan, tortillas y muchos otros manjares. Pero había un plato que a mi padre le gustaba bastante, era el arroz con pollo; por supuesto que en aquélla época se perfumaba y teñía el arroz con azafrán, hoy no podemos, sería una inversión en lingotes de oro. Sólo a mi padre le gustaba que el arroz con pollo tuviera papa, cortada en cubitos de un centímetro de lado. A mi madre no le gustaba y nosotras hacíamos de eso un desperdicio ya que con el tenedor separábamos cada cubito y los arrimábamos al borde del plato. Así que mi madre muy esporádicamente se las agregaba.

Recuerdo que una vez mi padre se molestó tanto porque el arroz con pollo no tenía papa que arrojó la comida al piso, tanto lo que tenía en el plato como lo que aún quedaba en la olla. Quedamos todas duras como momias; la discusión había llegado al punto de explosión e impotencia y mi padre reaccionó de una forma muy humillante. Tirar la comida, en cualquier ámbito es despreciable por muchas razones, pero en esta circunstancia, aunque esperábamos que produjese discusión, nos sorprendió el acto tan violento. Mi madre lloró. Mi padre salió de casa por bastante tiempo, supongo que a caminar y pensar. Mis hermanas y yo juntamos la comida del piso y se la dimos a los perros. Un silencio nos ahogaba, el hambre no se me había pasado aún, la tristeza de mi madre era una terrible amenaza de un dolor que, por lo menos yo no podía saber hasta dónde llegaría. Muchas veces pensé que llorando uno podía morirse y eso era una amenaza que iba calando hondo en mí.

Nunca abrazamos a mi madre para consolarla.

Me enfrenté muchas veces con mi padre, pero nunca pude preguntarle ¿por qué lastimaba a mi madre?

Mi madre se llamaba “Esther con hache”, no Ester común.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS