No pude resistir la tentación de entrar en el anticuario. El viejo escritorio me llamaba en su escaparate. Después de mirarlo hipnotizado desde la calle, me sentí tan atraído por él que tuve que entrar. Al menos quería tocarlo y acariciar sus antiguas vetas, palpar su historia secuestrada en ese aparador.

El dueño del lugar, tan anciano como los muebles que exhibía, se me acercó complaciente y me ofreció, a muy buen precio, aquella pieza de la que ya me había enamorado.

−Esta misma tarde lo puede tener en su casa − me dijo adivinando mi entusiasmo.

−Trato hecho.

Extendí un cheque y salí del local dispuesto a esperarla llegada de mi nuevo amigo.

Ya por la noche observaba complacido mi adquisición, sentado enfrente. Después me acerqué a él y con lentitud y empecé a desnudar su vida, abriendo sus gastados cajones, recipientes del pasado.

Eran tres, bastante altos, dispuestos uno sobre otro.

En el primero, y para mi sorpresa, al fondo de todo, casi inalcanzable con mis dedos, toqué un papel. Sí, era un sobre. Tiré de él con prevención, casi en un pellizco. Lo cogí por una esquina y lo levanté a la luz. Estaba aún sin abrir e iba dirigido a un hombre. A Antonio Pastor, decía. Sin dirección ni más datos.

Un sudor frío me recorrió todo el cuero cabelludo y me bajó por la espalda. De repente el viejo escritorio había tomado vida y me abría sus brazos. Se me mostraba como el discreto confidente, deseando entregarme una carta que era como su alma y su secreto.

Deposité ese sobre, envejecido, amarillento, sobre el mueble, apoyándolo en él verticalmente. Me senté en el sofá y me dediqué a contemplarlo sin prisa y con respeto.

Me asaltaba la curiosidad por saber qué misiva encerraría y cuándo se habría escrito, pero siempre tuve un gran respeto por las cartas ajenas y no sabía si, finalmente, sería capaz de abrirla. Esa carta no era para mí pero mi mueble me la estaba confiando y, de alguna manera, ahora me pertenecía.

Una sed física y otra de curiosidad me quemaban por dentro.

Tras varios vasos de agua y una ducha templada dejé que mis manos, ya secas y algo temblorosas, me guiaran hacía el sobre, y con un cuidado quirúrgico, lo rasgué. Era casi transparente. Tomé con dos dedos el fino papel del interior y lo desplegué con gran delicadeza. Sonó un leve crujir al desperezar sus pliegues dormidos.

Nunca me conociste y quizá nunca lo harás. Mi corazón es tuyo y si sigues leyendo entenderás por que esta carta nunca llegará a tus manos y por que en ella, amado Antonio, una muerta te está explicando su vida”.

Inmediatamente busqué la fecha y el final de la misiva.

“Siempre tuya. María. Barcelona10 de julio de 1930”

Encuentros, desencuentros, paseos de domingo cruces de sonrisas en la alameda, misas…todo estaba allí. Todo y ya nada. Una vida ahora solo para mí y para mi escritorio. Una vida escondida detrás de la puerta del viejo anticuario.

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