Ven, te voy a contar una historia

Ven, te voy a contar una historia

En la noche de la resignación, aquella en la que se acababa el mundo; cuando la luna brillaba más que nunca, pero ningún grillo cantaba, un par de desconocidos recorrían las calles agrietadas y vacías.

Uno era el último hombre de la tierra. El otro era el último niño vivo. Se habían encontrado por casualidad.

Habían estado caminando, se habían preguntado los nombres y ya no tenían nada que les calmara la angustia. Se detuvieron en un silencio incómodo y entonces el hombre le dijo al niño:

– ¿Tienes miedo? -.

El niño respondió sólo con los ojos y luego miró al suelo.

El hombre avanzó unos pasos lentamente y se sentó en los restos de una banca. Como el niño estaba anclado con la mirada en el piso, las señas que le hizo para que lo acompañara, no tuvieron efecto.

En seguida, buscando sus ojos, le dijo:

– Ven, te voy a contar una historia -.

El pequeño salió de su trance, como si le hubiesen devuelto la esperanza. Aunque un poco dudoso, buscó un lugar al lado del hombre y se acomodó para recibir su voz.

Respirando hondo, el último hombre de la tierra, se convirtió en narrador:

– Esta es una historia que nunca jamás nadie ha oído… y habla de un pez -.

En silencio, el ser humano más joven del planeta, se permitió ser niño y, curioso, escuchó:

– Éste era un pez muy extraño porque vivía en una burbuja. Este pez temía, como cualquiera lo haría, que algún día ésta se reventara y lo dejara suspendido en el vacío.

La burbuja flotaba por los aires a merced de los vientos y, por ello, el pez había visto muchos lugares, algunos a los que nadie nunca pudo llegar.

Pero a él no le importaba aquello, sólo quería ser libre y poder moverse a voluntad. Se encontraba en una gran encrucijada, porque lo que le deparaba la vida fuera de la burbuja era un asunto completamente desconocido para él, y, aunque deseaba con todo su corazón liberarse de su prisión flotante, era vencido por el poder del temor y la incertidumbre.

Pasaron diez años y otros diez más sin decidirse, sintiéndose día tras día más frustrado. Pasaban otros diez más y se daba cuenta de que ya conocía todos los rincones del mundo, pero nunca había podido mojar sus narices en ninguna de las vertientes del mundo.

Por si fuera poco, podía ver a otros animales que vivían y morían sobre el inalcanzable suelo.

Una vez, decidió hablarle a la gaviota. Ella no comprendía la angustia del pez. Según sus versiones, a diferencia del resto de los animales, él era libre del castigo de la muerte y podía sobrevolar el globo sin cansancio, algo que era sin dudas un sueño para cualquier ave.

Idiotizado, el pez dejó a la gaviota en sus ensoñaciones y se convirtió nuevamente en un ermitaño.

Pasaron quizá unos cien años más y, vagando, el pez no pudo encontrar consuelo. Entonces con más de ciento cincuenta años de edad, se quedó dormido.

Tuvo un sueño que duró la eternidad. En él, todos los demás animales de la tierra vivían en burbujas. Tantos eran, que tapaban la luz del sol. Él no la tapaba. Él vivía a la sombra de las bestias flotantes y caminaba por el mundo con hambre y frío.

En aquel sueño, él anhelaba unirse a los demás animales para ya no estar solo. No quería la inmortalidad, no quería ser un dios, sólo quería compartir un mundo.

Entonces un día, con las fuerzas de sus piernas, daba un salto colosal hasta rozar la burbuja de la gaviota. La gloria del momento se desvaneció cuando descubrió que con una pestaña, había rasgado la delicada capa que cubría la burbuja del ave.

Se reventó, y mientras caía a tierra, pudo oír un grito horrible y observó que todas las demás burbujas habían comenzado a explotar también. Se dio cuenta que pronto, al igual que él, muchos animales se estrellarían contra el piso.

La impotencia le apretó la garganta. Una lluvia estruendosa de animales cayó como si se viniera abajo el cielo. El pez se desmayó.

Cuando despertó, se hallaba en el centro de un círculo de monstruos de todos los tamaños. Estaban furiosos. Pero eso no era todo. Ellos lo habían encerrado en una burbuja y ahora comenzaba a elevarse hacia los cielos, dejando para siempre el mundo que ahora pertenecía a los animales a quienes acababa de negarles el don de volar.

El pez despertó de su sueño eterno y se encontró en la burbuja. Creyendo que el sueño había sido cierto, echó a llorar.

Llovió en todo el mundo. En los sitios más fríos nevó.

El pez, enloquecido por su dolor, olvidó por completo su temor a abandonar la burbuja, tomó un gran respiro y la reventó…-.

El hombre se detuvo. El niño se había dormido.

FIN

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