No es una historia mía, digo que no ha sido producto de mi imaginación, sino una casi leyenda que circuló hace un largo tiempo atrás, allá por los ’50, años en que la vida se veía muy diferente a lo que es ahora, aunque pensando seriamente, poco ha cambiado bajo el sol durante el ciclo de existencia de la humanidad. Somos como el ouroboro que se come la cola por las eternidades.

Dicen que fue una niña japonesa que en agosto de 1945 vivía junto a su familia en una vieja cabaña cerca de la localidad de Handa, la que narró la historia.

Allí, desde sus más antiguos ancestros hasta llegar a sus padres, fueron productores de vinagre de cerveza, bebida que data de la era Edo. En su pequeña granja elaboraban también sake que vendían a una “Kura” o almacén de negras paredes, en Handa y cuando era buena la cantidad llevaban la mayor parte a Masuda, distante a unos 35 km a pie, a la orilla del mar de Japón, frente a Busan, Corea del Sur.

Umi, que significa océano en japonés, tenía solo ocho años en aquel verano y en las mañanas muy temprano solía ir a jugar a su escondite, un sótano que sirviera de refugio hacía más de dos siglos, a grupos rebeldes que se ocultaban de las autoridades imperiales.

Bajaba por una escalinata de piedra y tras una pesada puerta que simulaba ser una roca, estaba su mundo. Poco afecta a jugar en las afueras de la granja, se entretenía con papeles de arroz que su padre le hacía, y sobre ellos pintaba por horas.

A su edad ya tenía varias cajas inservibles del vinagre o el sake, que estaban llenas de sus obras prematuras. El principal motivo eran las azucenas blancas y violetas que florecían en mayo, y las garzas que viera una vez que acompañó a su padre hasta Masuda. Impresionada por el contraste de los blancos de las plumas con el azul del mar, era su ave preferida.

La madre machacaba raíces y hojas del bosque que les rodeaba, y con ellas le preparaba los colores aguachentos que usaba en sus pinturas. Poco a poco fue adquiriendo una fina mano para dejar su arte en el delgado papel.

La mañana de verano, ni bien se despertó corrió al sótano y se puso de rodillas sobre una esterilla a pintar.

El sol ya daba sus primeros colores sobre las maderas de la casa y Umi estaba concentrada en dar la pincelada justa para que la garza tuviese ese aire de eternidad en su vuelo; vio que la luz dentro del sótano aumentaba en menos de un segundo, le siguió un ruido que le estremeció de pies a cabeza, el suelo tembló con fuerzas como si mil soldados pasaran por encima marcando el paso. La pesada puerta, debido al movimiento de la tierra, se cerró dejándola encerrada.

Umi palideció, eran señales malas que le hicieron acelerar su corazoncito.

Después del tremendo ruido, todo fue silencio, una falta total de sonidos que le cortó la respiración.

Con los ojitos muy abiertos y las manos inmóviles entre el papel y la pluma, quedó suspendida en el espacio; medio minuto después escuchó como una ráfaga de viento arrasaba cuanto había sobre su cabecita; en el sótano, las vigas de madera crujieron como si se fuesen quebrando uno a uno los tallos de milenrama.

El terrible vendaval pasó luego de eternos minutos y el denso silencio volvió a reinar.

Sintió un calor inusitado que le rozaba todo el cuerpo y luego nada más.

Pensó en dragones atacando los sembrados, como los de los cuentos que su abuelo le contaba.

Pasaron más de veinte minutos; sus fuerzas no podrían mover la puerta, lo que le asustó más aún, en una esquina de las paredes del sótano, una luz se hizo cada vez más visible.

Pensó en las hadas que rodaban el bosque en las noches de verano, pero la luz era mucho más brillante, hasta que la encegueció por completo. Escuchó el ruido de algo pesado y mullido que caía casi a sus pies.

Se restregó los ojos y asombrada dio un salto hacia atrás, un hombre vestido de modo estrafalario se hallaba de bruces en el suelo. Espantada corrió hasta la pared opuesta y desde allí, acurrucada le observó con el miedo en su piel.

Se entristeció al no estar con sus padres para que la protegieran de ese extraño que aparecía de la nada.

Pasó un cuarto de hora mirándolo. Al fin el hombre dio señales de vida y se movió quejándose de los aparentes dolores que le causara la caída desde algún lugar.

Se dijo a sí misma: “Es un mago que viene a visitarme”. ¿Se habrá caído de uno de los dragones que pasaran afuera? Le miró mientras se retorcía e intentaba incorporarse.

Vestía chaqueta roja con adornos azules y dorados, una camisa con volados en el pecho, guantes blancos y sucios, una faja que rodeaba la cintura muy por encima de esta, unas botas negras altas sobre una especie de malla ajustada en las piernas. A un costado de su cuerpo colgaba una espada con mango plateado enfundada en una vaina de piel de animal. Tenía la piel blanca como la leche, ojos verdes, cabello largo atado como una coleta con un moño azul, una escasa barba rojiza y se encontraba sucio de polvo y manchones de hierbas.

Ni bien se pudo sentar, previo a querer ponerse de pie, se tomó un costado de su torso y Umi vio que sangraba.

Se conmovió al verle.

– ¿Te duele?- preguntó.

– Sí.- dijo el hombre con un gesto inequívoco de sufrir una herida profunda.

– ¿Cómo te hiciste eso?- la herida roja que asomaba en la camisa blanca le provocó un sentimiento de pena.

– Me mataron.

– ¿Cómo te mataron? ¡Si estás vivo!

– Ni yo lo comprendo niña.

El hombre consiguió ponerse de pie, pero el dolor le hizo doblar las rodillas y quedó doblado en el suelo.

– ¿Dónde estoy?- le preguntó a Umi.

– En el sótano.

– Ya, eso es evidente, era eso o una cueva de piedra.

– No es una cueva, es un sótano, el de mi casa.

– ¿Me trajeron los soldados del rey?

– No, saliste de una luz muy brillante.

– ¡Ja! ¡Lo que me faltaba! Primero me matan, luego me tiran a un sótano y como compañía, ¿a quién tengo? A una niña japonesa que delira. No sé si es suerte o desgracia la mía.

– ¿Qué es delira?

– To delirious is to be crazy, bad of the head… ¡oh! No comprendes inglés, menos mal que aprendí japonés en la escuela militar… delirar, que está loco, que está mal de la cabeza.

– ¡Ah! ¡Kichigai!

– Sí, eso mismo, loco, pirado. Tonto, que dice cosas sin sentido.

– Sí, ¡Kichigai!

– ¿Cómo te llamas kichigai?

– No soy kichigai, me llamo Umi.

– Umi, muy bonito. ¿Qué haces aquí en Trafalgar?

– ¿Qué es tra…tarfar…?

– Trafalgar, en el sur de España. Bueno no es Trafalgar, sino los Caños de Meca, ¡maldita sea!

– ¿Por qué insultas?

– Me duele la herida.- dirigió su mirada a las alacenas en dos de las paredes del sótano.- si al menos hubiese whisky aquí, me curaría.

– ¿Qué es whisky?

– ¡Niña! ¿qué no sabes nada? Whisky, la bebida, alcohol, emborracharse, ponerse alegre…

– ¡Ah! ¡Sake! Aquí solo hay sake y vinagre de cebada que hacen mis padres.

– ¿Sake? ¿Vinagre de cebada? ¡Eso debe ser terrible!… pero no habiendo otra cosa, vayamos a ver, ¡maldita sea esta herida! ¡cómo duele!

– Si es lo mismo, esas vasijas tienen sake del mejor, mi padre lo guarda para llevarlo a Masuda a finales del verano.

– ¿Masuda?, ¿verano?

– Claro, cuando el sake esté listo.

– A ver si me entero de algo… ¿Dónde estoy? Me refiero a qué país, que localidad, qué poblado.

– Tú eres un kichigai. Hablas raro. Dices cosas extrañas. Preguntas cosas tontas.

– Dime, ¿dónde estamos?

– En Handa, cerca de Handa… para allá está Hiroshima y para allá, Masuda.

– ¿Japón? ¿qué hago en Japón?

– No sé, esto es Japón, claro.

– ¿Qué día, qué mes, qué año? Esto es un sueño… no es posible.

– Hoy es 6 de agosto, del año 1945.

– ¡No! ¡No!, no puede ser, no es posible, no, estás loca.

– Tú estás loco; que dices cosas raras, qué no sabes dónde estás.

– ¿Qué año?

– 1945.

– ¡No! es 1805, 22 de octubre de 1805, estamos en los Caños de Meca, el sur de España y me hirieron de muerte en la batalla del Mediterráneo, de muerte… ¿Estoy muerto?

– Que yo sepa, no. ¿Eres un espíritu?

– No, no puedo ser un espíritu, me duele la herida. Aunque debería estar muerto, eso no lo discuto.

– No entiendo.

– Yo menos niña. ¿Estás segura de la fecha?

– Sí, cada día es muy importante y yo me fijo en qué día estamos porque mi padre me prometió que me llevará a Masuda.

– … Hubo un ataque, el maldito soldado me tiró una estocada… hubo una explosión en el polvorín, yo volé por los aires… pero no pude haber volado hasta Japón más de cien años en el futuro… ¿Dices que estamos en Japón?

– ¡Uh! ¡claro que sí!

– No lo comprendo. Es muy, pero muy raro… hablas japonés, eso es cierto, aquí hay vinagre de cebada y sake, también arroz almacenado, tú tienes unas hojas de papel que se asemejan a las de arroz… pero 1945 me parece demasiado. Es la friolera de 140 años hacia adelante, ni al mejor inventor se le ocurriría algo así. Y esto es ¿un sótano? ¿para qué lo utilizan?

– Para poner las mercaderías, las vasijas con vinagre, las de sake, el arroz, agua limpia, mmm… legumbres secas, unas hojas que no me acuerdo como se llaman, mis pinturas, herramientas de mi padre…

– ¿Herramientas? Eso es bueno, a ver si podemos salir de aquí.

– La puerta es muy pesada, no creo que puedas, ¿cómo te llamas?

– ¡Ah, sí! No me he presentado señorita Umi, soy el Capitán de la Real Armada Inglesa, sir Jhon Carter al mando de la Unidad Real de Las Cañoneras. Estaba en plena batalla cuando un soldado francés me asestó un golpe con su espada antes que pudiese desenvainar la mía y me di por muerto. Luego no sé nada más hasta que llegué aquí. estoy muy confundido…- su voz denotó que la turbación le ganaba.

– ¡Uh! ¡Un Capitán! Mi abuelo me leyó un cuento de Capitanes que luchaban hace mucho tiempo y me dijo que aquí, aquí en el sótano se refugiaban unos señores que no querían al Emperador.

– Que interesante, ¿y sabes cuándo ocurrió eso?

– Hace mucho.

– Ya, me lo imaginé. Bien veamos qué se puede hacer para abrir la puerta.

Arrastrando la pierna del lado con la herida, Jhon fue hasta la puerta e intentó abrirla, el dolor y las pocas fuerzas con que contaba no se lo permitieron, buscó alguna cuña o un palo largo que le sirviera de palanca y entre las herramientas hallo solo un viejo trozo de metal que debería servir para sostener algún objeto; era de buen espesor y medía unas 40 pulgadas de largo. Lo colocó en el borde e hizo fuerza para que la puerta cediera, solo lo hizo un par de centímetros y el hierro quedó trabado por el peso de ella.

Había unas cuerdas y pensó en usarlas para formar una especie de polea, aferrándola al hierro y luego pasándola por los barrotes de la estantería. Si lograba tirar con fuerzas, la puerta debería ceder, pero se sentía agotado; se dejó caer a un lado de esta.

– No puedes, ¿nos quedaremos aquí toda la vida?

– No creo, jajajaja, no creo, solo estaremos el tiempo necesario para que me recupere un poco y luego lo intentaré nuevamente, lo que se ha cerrado, se puede abrir.

Estirado sobre una roca plana conversó con Umi sobre cómo eran sus padres, las labores que hacían, sus vidas en la granja cercana a Handa y de unos amigos que la niña tenía en una localidad un tanto más lejos, de las tardes que había pasado en Akiota o las aventuras con sus primos en los montes de Osorakan.

Él por su parte le relató la batalla que tuvo y sobre su noble familia que poseían una gran casa en medio de Londres con caballeriza incluida. Hablaron sobre cómo era la vida de Jhon y los suyos en 1805, interrumpido ciento de veces por Umi para recordarle que eso ya no se hacía, aquello no se usaba o que otras cosas habían pasado de moda; también intento explicarle lo que era una camioneta, pero desistió después de varias tentativas, Jhon no concebía lo moderno que estaba el mundo luego de pasar 140 años.

Ya hacía más de cinco horas que había llegado procedente, en apariencias, del pasado. Comenzaba a tener hambre. Rebuscó en las alacenas y encontró carne de animal desecada y harinas de legumbres, además de unas latas con caracteres chinos que no comprendía bien, pero por la figura en la etiqueta podría ser comestible; pasó más de media hora hasta que logró abrir una, valiéndose de su espada. Dentro había una pasta rosada con olor y sabor a un paté de carne vacuna mal sazonado, lo probó y como no obtuvo ningún efecto extraño, lo puso sobre un tapete junto a lo otro y una vasija de sake. Era un verdadero festín.

Por la rendija que consiguió abrir en el marco de la puerta, entraba una brisa cálida, mucho más que la normal para un verano.

– ¡Está haciendo calor!

– Deben ser los dragones que han pasado.

– ¿Dragones? ¿Me dices que hay dragones?

– Sí, sentí como pasaban por encima de la casa, galopando y golpeando cosas.

– ¡Ah! Bueno, debe ser eso.- dijo entre asombrado e incrédulo.

– ¿Qué le habrá pasado a mi familia?

– ¿Por qué lo dices? ¿Por los dragones?

– Porque ya deberían haber venido por mí, desde afuera se abre mejor y fácil la puerta.

– ¡Ah, comprendo! En cuanto terminemos de comer y haga la digestión, abriré esa puerta e iremos con tu familia.

Tal como dijo, después de estar un rato estirado, se levantó decidido a vencer a la puerta.

Empujó, golpeó, puso cuñas de madera, hizo palanca con el hierro y al fin cedió.

Umi se precipitó afuera, subió las escaleras y al llegar al último escalón se quedó estupefacta. La casa no estaba, los árboles, la hierba, la cebada, el bosquecillo, nada quedaba en pie, todo estaba quemado y solo las cenizas eran presas de un viento cálido que soplaba hacia donde estaba Masuda.

Jhon comenzó a ir tras la niña con dificultades por la herida y el esfuerzo que hizo.

– ¿Qué hay Umi? ¿Qué te ocurre que estas allí de pie?

– La casa… la casa… los árboles.

Jhon llegó al lado de Umi, el espectáculo era desolador tres colores dominaban la escena, negro, gris y un amarillo insano, repugnante. Paseó la mirada por el horizonte alrededor de ellos, y en una dirección vio en cielo una nube que se mantenía inmóvil; era gris acero, semicircular o tal vez fuera circular y desde donde la podía ver se parecía más a una media luna difuminada entre las otras nubes; un color rojo señalaba que un gran incendio se produjo y quedaban aún restos ardiendo. Calculó que debería estar a más de 30 kilómetros, sin embargo parecía que el calor que sentían provenía de ese sitio.

– ¿Y tú casa Umi? ¿No estaba aquí? ¿O lo inventaste?

La niña respondió con un tono apagado y monótono, sus bracitos caían laxos a ambos lado de su cuerpo y los ojos parecían no pestañar.

– Estaba aquí mismo. Encima del sótano. ¿Dónde están mis padres? ¿Y mi abuelo?- rompió en un llanto quebrado y angustioso.

Jhon se acercó y la abrazó.

– No sé qué ha ocurrido. Pero ha sido terrible. Puede ser que comience a creer en los dragones…- y sus ojos también se llenaron de lágrimas.

Eran las 3 de la tarde del 6 de agosto de 1945. Una lluvia similar a la de un volcán, con gruesas cenizas negras, caía lentamente donde se mirara.

Jhon pensó que lo mejor sería irse de allí; bajó por algunas latas y dos vasijas, una de agua y otra de sake y tomado de la mano de Umi, comenzaron a caminar rumbo a Masuda, donde está el mar.

Umi enfermó a los dos meses y en el hospital al que le llevara Jhon, le narró esta historia a una enfermera de nombre Mary Steffen.

Jhon murió en el mismo hospital poco después que Umi.

Ambos presentaban llagas negras que no curaban y la sangre contenía restos radiactivos de Uranio 235, el mismo que sirviera de componente en el Little Boy, la primera bomba atómica que arrasó Hiroshima la mañana del 6 de agosto a las 8:15, lanzada por el bombardero Enola Gay.

La humanidad celebraba así la entrada en la Era Atómica y un testigo de algo mucho más grande e importante, como es el viaje en el tiempo, moría sin dejar el testimonio mayor en la historia del ser humano: el espacio-tiempo se puede doblar como una servilleta de papel.

Un origami.

Dicen que aún se puede hallar alguna de las pinturas de Umi, pero sé que son solo especulaciones, las garzas volaron y las azucenas se marchitaron, solo eso es seguro.

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