Y fue en aquella casa, de grandes pasillos con azulejos rojizos.

Fue allí, donde cometimos el pecado más grande, mirarnos a los ojos, negando con palabras, lo que ambos sabíamos que era una verdad legible en la frente.

Colocábamos excusas donde no iban, y cerramos con cerrojos de hierro, a nuestros corazones.

Y como animales tan solo nos entregamos en cuerpo, saciando la sed del Otro, apoderándonos, comprando territorio en cada espacio de piel, que de igual manera era tierra de nadie.

Creyendo como buenos ilusos, que la barrera de hierro resistiría, a este torbellino de emociones, pero no, no paso. La muralla poco a poco se desmoronaba, hasta que por fin, sin trabaduras, ni cerrojos, se abrieron las puertas, emanando desde lo más interno, intensos rayos de luz, que aniquiló toda la oscuridad que nos envolvía.

Y sin más, nos vimos a los ojos, sonriendo como niños con nuestros cuerpos, entrelazados entre las sabanas, en la forma más pura de nuestra naturaleza, rompiendo las leyes y códigos impuestos en aquel contrato sin voz ni papel. Reinados por el silencio más largo, nuestros ojos hambrientos, escupieron todas las verdades reprimidas de nuestras almas.

Así éramos, prófugos de cadenas, libres como aves, pero esclavos de nuestras miradas.

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