Cuatro palabras fueron las últimas que te oí decir

– Me voy para siempre.

Y lo cumpliste sin más, quedó tu sombra prendida a la esquina, voy seguido a reconocerle para saber que tu decisión fue verdadera.

Me dijeron que no lo hiciera, que no fuera a buscar tu sombra, que podía ser malo para mi propia existencia; no les hice caso y seguí yendo; cada atardecer.

No sé bien que ocurrió hoy.

Sobre la acera una mariposilla muy pequeña y traslúcida interrumpía mi camino; me agaché a quitarle de ese sitio para que no la pisaran. Un sonido me llevó en volandas y di vuelta la esquina.

Y allí estabas esperando que tu sombra llegara. Me acerqué con miedo a un nuevo rechazo y me dijiste:

– ¿Traes tú mi sombra?

Te respondí que sí. Me tomaste de la mano y me trajiste aquí.

Tú tienes tu sombra, esbelta, de un gris oscuro y bien perfilada.

Yo tengo una sombra que no comprendo, es cuadrada, negra y trae un sonido a claxon desesperado pegado al orillo.

La mariposilla está muerta, y me has explicado que se llama efímera por el corto tiempo que tienen de vida, que no fue por mi causa que murió.

Ya no necesito ir a reconocer tu sombra, pero la mía sigue gritando que me aparte… y no sé de qué, si a tu lado estoy muy bien.

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