BREVE DIÁLOGO ENTRE UN SUICIDA Y LA MUERTE

BREVE DIÁLOGO ENTRE UN SUICIDA Y LA MUERTE

Juan Pachón

11/06/2017

Un joven de contextura delgada y apariencia triste se interna en el espeso bosque. Es una noche lluviosa de octubre cuyo cielo encapotado se cierne sobre el horizonte como un símbolo de mal augurio. Su andar cansino y pesado, como si sus piernas estuvieran hechas de un plomo macizo, y su mirada extraviada en la nada presagian una angustia que no le cabe en su ser. Lleva unos zapatos mal lustrados de color ébano, que le hacen juego con el gris de su modesta ropa. Tiene el aspecto de un obrero del partido bolchevique. A medida que se pierde en la lobreguez de la noche luctuosa, en su abigarrada mente se entretejen pensamientos escabrosos. Aún está fresco el momento en el cual descubrió a la mujer de sus sueños en los brazos de otro.

Damián, el protagonista de nuestra historia, es muy proclive a los desamores y a las empresas imposibles en los asuntos del corazón. En sus casi 27 años de existencia nunca ha saboreado las mieles de un amor correspondido Tal vez su estampa de sepulcral melancolía conjura en contra de sus pretensiones amatorias. Es tan enjuto como el silbido de una serpiente. Lleva unas gafas aparatosas, de vidrio verde y lente gruesa. Su piel es de tono blanquecino, casi fantasmal. Sus ojos hundidos e inexpresivos y su rostro lívido y atribulado le dotan de un cierto aire fúnebre. Es un despojo, un hombrecito hecho ruinas que carga un destino que le pesa toneladas, un destino que odia como a nada en el mundo. Pero a pesar de aquel hondo dolor que lleva a cuestas, jamás se le ha visto derramar una sola lágrima. Su estoicismo y aplomo son admirables, dignos de un anacoreta bíblico. No obstante, toda pena tiene un punto de quiebre, hasta para aquellos hechos del material más rocoso. Así, el día anterior, ante sus ojos se gestó la escena más desoladora, la gota que rebosó la copa de su sufrimiento, pues halló a la mujer que le ocupaba sus más encendidas pasiones fundida en un solo cuerpo, entrelazada en la piel de un completo extraño, que la besaba sin cesar a la vera de un guayacán blanco de hojas secas. Aquella joven de tez clara y ojos celestes, hermosa como la musa de Miguel Ángel, nunca tuvo la gentileza de brindarle siquiera una sonrisa. No parecía percatarse del encanto sobrenatural que despertaba en aquel hombre. Así las cosas, todos los días sin falta, muy temprano en la mañana, el amante infausto solía posarse tras la ventana de su habitación, a la espera de que su bella dama saliera a cumplir con los quehaceres cotidianos. Damián la amaba en silencio, sumido en un íntimo dolor. Pero ésa fue su elección, ése era el precio que estaba dispuesto a pagar, a cambio de nada. Allí estaba depositada toda su felicidad, en una relación amorosa unilateral y mendicante, que solo él alcanzaba a comprender en su amarga soledad.

Damián continúa, pues, su lenta marcha hacia el cadalso, todavía rumiando su amargura. Ya está decidido. Aquella sombría y mustia noche de octubre debe morir. Todavía ronda en su cabeza la imagen de su amada, cubierta de besos ajenos, besos que no son suyos. Entonces, se topa de frente con un imponente ceibo, colmado de robustas ramas cuya altura accesible lo invitan a culminar la misión postrera. No lo medita mucho. Desenvuelve, impávido, una rústica soga que trae consigo y la sujeta con firmeza a una de las ramas. La suerte ya está echada. Por su mente pasan, como ráfagas de fuego, los momentos más álgidos de su existencia: sus aventuras fallidas, sus derrotas en el amor, sus abisales penas. Luego, respira profundo, cierra los ojos en un último acto de paz, pone sus pensamientos en blanco, … y segundos después de introducir su cuello a través de la soga asesina, se percata de una extraña presencia que le acecha de manera sigilosa. Inmediatamente, se vuelve tras de sí y descubre una silueta elegante y esbelta. Es de una altura prominente, arrogante y altiva, majestuosa como una montaña y de brazos largos y bien definidos. Es dueña de una locuacidad exuberante y de un sentido del humor entre cáustico y refinado. Sin embargo, todo en ella rezuma zozobra y resquemor. Una túnica, bañada del negro más perfecto, le cubre su afilada osamenta. Le acompaña un penetrante hedor a carne podrida. Lleva una hoz intimidante de fino acero, que amenaza con blandir envuelta en furia. Damián, desconcertado, le lanza una mirada osada y le espeta a la cara, inflamado de soberbia: “¿Quién eres?”. “Soy la Muerte”, le responde, imbuida de serenidad solemne, su interlocutora milenaria.

– Damián: “¿Y por qué no ha dejado que acabe con este suplicio? ¿Por qué aparece de la nada e interrumpe mi cita con el más allá?”

– Muerte: “¿Acaso es éste tu destino próximo? ¿Por qué crees que es lo mejor para ti en este momento? ¿Qué sabes tú de la muerte? O mejor, ¿Qué sabes tú de la vida?”

– Damián: “Solo sé que la aborrezco, y deseo con toda mi alma arrancármela de un tajo”.

– Muerte: “Esto que voy a decir conspira contra mis intereses, pero es mi deber hacértelo ver. Creo que deberías de replantear tu posición. No debes romper el ciclo natural de tu existencia; deja que fluya libremente el devenir que se te ha brindado por obra y gracia de la divina providencia”.

– Damián: “No entiendo. Acaso no me quiere entre los suyos”.

– Muerte: “No te equivoques. Todo tiene su momento y el tuyo ha de llegar. Ten paciencia (ríe de manera tibia). Es cierto que mi jurisdicción se halla cruzando allende lo que ustedes llaman la luz al final del túnel, pero una de mis tareas capitales radica en entender la compleja dinámica que rige los actos de la raza humana. Sabes, son ejemplares bien particulares”.

– Damián: “¿Y a usted qué le ha de importar lo que hagamos o dejemos de hacer? Solo le basta con saber que algún día llegaremos inexorablemente a su reino, uno tras otro, en una fila que no tendrá fin”.

– Muerte: “Te vuelves a equivocar mi estimado amigo. Yo debo comprender primero la naturaleza errática que domina a los hombres, para alimentarme de sus miedos y de sus dudas. No ves que mi mayor gozo radica en ese temor primario e irracional que despierto. Ustedes son la savia que le da sentido a mi existencia. Sin aquel miedo que he de suscitar dejo de ser importante. Ése es mi eterno juego, mi atávica impronta. Es ajeno a toda lógica, contraintuitivo, así como la mecánica cuántica, pero funciona. Yo sé lo que te digo …”

– Damián: “Muy conveniente su posición (interrumpe de manera abrupta), pero insisto en lo inútil y vago de su cruzada …”

– Muerte: “Cállate, déjame terminar la idea, niñito mal criado. No te imaginas lo feliz que fui durante la peste negra que asoló a media Europa en el siglo catorce (suspira hondamente). Empero, mi época de mayor júbilo y esplendor, sin lugar a dudas, se dio en la primera mitad del Siglo Veinte. No te lo puedo negar, ese pequeño demonio de Hitler, bellaco entre los bellacos, con su embeleco de una raza superior, y el pilluelo de Stalin, con su estúpida interpretación del marxismo y ese invento suyo de los gulag, me significaron millones de nuevos huéspedes. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Por cierto, Satanás, viejo gruñón, estuvo muy complacido con el eficiente y juicioso trabajo de sus buenos muchachos”.

– Damián: “¿Y qué hay del trabajo de otros grandes déspotas de la historia? La lista es extensa”.

– Muerte: “Claro, hubo otras épocas y otros grandes caudillos, auténticos heraldos de mi causa, y la de Satán, muy diferente por supuesto: Pol Pot, Napoleón, Julio César, Gengis Kan, Atila, Nerón, Gadafi, Idi Amin, Vlad Tepes el empalador, Mussolini, Franco. Ellos también hicieron su parte. No puedo ser desagradecida. Pero como Adolph (Hitler) y Joseph (Stalin), pocos. Créeme. Y espero que no me malinterpretes. Yo no juzgo a los hombres. Soy ajena a veredictos morales. Eso se lo dejo al Creador Omnisciente y a su cohorte de implacables jueces. Si quieres acúsame de maquiavélica, pues el resultado es lo único que me importa”.

– Damián: “Me queda lo suficientemente claro. En cualquier caso, ¡qué lista tan infame! Pero tengo la impresión de que en estos últimos tiempos la materia prima está escaseando. Se ha de sentir muy defraudada. O no sé si enojada”.

– Muerte: “Es cierto. Es muy lamentable, mi estimado Damián. Ése es el problema con estas benditas democracias modernas. Aunque ahora están repuntando los extremistas islámicos, que se han enquistado en las grandes capitales de Europa, y ese loquillo de Corea del Norte, Kim Jong-un, que va por buen camino. Tengo depositadas grandes esperanzas en sus juguetes nucleares y talante bélico. Y qué me dices del enfant terrible de la Santa Madre Rusia, mi muy querido Putin, bribón de bribones. Su espíritu incendiario honra mi legado. Y por estos días la felicidad me embarga, pues observo que las viejas tensiones entre israelíes y palestinos se han recrudecido irreconciliablemente, dizque por un pedazo de tierra, la tal Franja de Gaza. Todo aquello me gusta. Ya veremos”.

– Damián: “Y lo dice con tanta crudeza, pero supongo que son los gajes de su oficio. Ahora bien, hace poco señaló usted que el Diablo se relame cada vez que los hombres apelan a la violencia para saldar sus diferencias. ¿Qué ocurre en la otra orilla en tales casos?”

– Muerte: “Efectivamente, mientras el Príncipe del Averno se regodea como un niño, henchido de alborozo, en las conspicuas esferas celestiales, el Altísimo, árbitro infalible de la conducta humana, no puede menos que halarse sus largas barbas y maldecir a los cuatro vientos. Sin excepción suelen ser días aciagos para Él. No te imaginas lo mucho que lo descomponen las guerras y demás barbaries perpetradas por el hombre. A propósito, sus santas huestes de serafines, arcángeles y querubines sí que sufren los rigores de su mal genio (gesticula de manera histriónica y explota en risa sardónica). Nada de cánticos de angelitos ni de placenteras jornadas de arpa ni de ingentes provisiones de dátiles y uvas. Ah, y el cascarrabias de San Pedro, ministro plenipotenciario de asuntos climáticos, también suele desatarse en ira divina, lanzando rayos y centellas sobre el vasto firmamento y feroces tempestades sobre los mares, con la anuencia del Todopoderoso, por supuesto. Y no te revelo más confidencias, Damián de mis afectos, no vaya a ser que el de arriba tome represalias contra mí y me deje sin fuero para seguir ejerciendo mi tiránica labor, pues si acaso no lo sabes, tengo plena autonomía sobre ustedes, vulgares mortales; una pequeña concesión que me hizo el Gran Jefe, en el amanecer de los tiempos, dadas sus múltiples ocupaciones”.

– Damián: “Me ha brindado usted datos muy reveladores, agradezco su deferencia (una tímida sonrisa escapa de su rostro, pero aún sigue imperturbable). A propósito, ¿no teme usted que, con el pasar de los tiempos, vaya perdiendo su influjo sobre los hombres?

– Muerte: Sé a lo que te refieres, Damián. De todos los animales de la creación, ustedes son los únicos plenamente conscientes de su ineludible destino, y por ende, gracias a su continuo desarrollo cognitivo, se han provisto de elevados saberes, a pesar de su índole prosaica y anodina, en aras de solucionar ese asunto que tanto les atañe; una tonta entelequia, en lo que a mí concierne. En tal sentido, y he de ser muy sincera contigo, la nanotecnología, la ingeniería genética y la biorrobótica, por ejemplo, ofrecen alternativas espectaculares en términos de longevidad. Pero por mucho que se prodiguen en aumentar la expectativa de vida, nunca podrán derrotarme. Mi victoria siempre estará garantizada…. Aunque en honor a la verdad, existe una forma de menguar en algo el impacto de mi opresión: interiorizar el verdadero poder del aquí y el ahora, lo cual me relega a un segundo plano; pero afortunadamente pocos logran ponerlo en práctica, incluido tú, desdichado mozalbete”.

– Damián: “Eso no se lo discuto. Siempre he sido prisionero del pasado y peor aún, esclavo del futuro. Ansiedad y melancolía, ¡qué cóctel más explosivo! Bueno, usted me sabrá entender, distinguida señora, pero creo que ya es hora de que demos por concluida esta conversación. No le puedo negar que me ha resultado interesante y enriquecedora, pero debo terminar lo que dejé iniciado”.

– Muerte: “Me sorprende tu frialdad. Me lo dices así no más. Pero está bien, veo que aún no comprendes la raíz del asunto, y francamente poco me interesa. Solo te diré algo más, y escúchame con mucha atención, muchachito indolente: seres como tú son un problema para mí. Ustedes, execrables criaturas, no me temen en lo absoluto. En cambio, le tienen pánico a la vida, a mirarla de frente con valentía, a levantar las piedras que yacen atravesadas en el camino. Son unos cobardes redomados. Sin embargo, yo no clasifico en sus miedos. Eso me ofende sobremanera. Dice Dante que los suicidas van de bruces directo al Séptimo Círculo del Infierno, donde se posan sobre su yerma tierra adoptando la forma de árboles nudosos, cuyas ramas habrán de soportar eternamente el flagelo inmisericorde de las arpías. Pero miente vilmente el poeta florentino. Los desvergonzados suicidas no tienen fin diferente alguno que revolotear sin descanso cuales aves de rapiña, vagando inmersos en una búsqueda ciega y estéril, evocando a través de sus oprobiosos recuerdos el dulce néctar de la vida, profanando la inveterada majestad que me confieren los años. ¡Bah!”

– Damián: “¡Ah!, ya empiezo a entender. Es una cuestión de ego”.

– Muerte: “Y quién soy yo para refutarte. Sí. Soy vanidosa, adicta al poder. Pero además, complementando tu percepción, es una cuestión de principios y valores corporativos, un código de buen gobierno. Los suicidas, en principio insensatos, frágiles, necios, no contentos con su insolencia manifiesta, tienden a convertirse en algo más peligroso, en seres anárquicos, ingobernables, caóticos; siempre acuden nuevamente al lugar de los hechos, una y mil veces, aletargados aún por la infamia cometida. Y no sabes el problema tan grande que aquello representa para mí. No hay nada peor que ver desfilar las almas errantes, tratando de redimir sus culpas, por los siglos de los siglos. Verás, no las tengo completamente bajo mi yugo, siempre quieren volver al mundo terrenal. Me tienen harta los poetas húngaros, los artistas bohemios, los jovencitos sin carácter que desfallecen ante el primer traspiés amoroso, ante el menor escollo, los débiles de espíritu, tú mismo, maldito pusilánime. Y para colmo, ahora me toca lidiar con estos mártires fundamentalistas de Oriente Medio. Qué manía la suya, la de morir en nombre de Alá. Pero ésa es una discusión para otra ocasión. En fin”.

– Damián: “Es un punto de vista muy respetable. No obstante, la decisión ya está tomada, y nada de lo que usted diga o haga me hará cambiar de parecer. Y le pido un favor, aléjese de mí. No me confunda más con su diatriba filosófica y sus disertaciones ontológicas”.

– Muerte: “Aún no he terminado, mocoso deslenguado. Debes escuchar de manera atenta esto otro. Es una percepción que siempre he tenido y ahora te lo quiero decir. Los humanos son la especie más egoísta que he conocido. Cuando se les muere algún ser querido no hacen otra cosa que lloriquear y lamentarse por su infinita desgracia, pero si lo analizas con detenimiento te darás cuenta de que en realidad lloran por ellos mismos, porque nunca volverán a ver a esa persona. El fallecido pierde relevancia; todo gira en torno al sufrimiento propio”.

-Damián: “Nunca lo había visto de esa manera. No está usted lejos de la realidad. Pero ya está bien, no quiero escuchar más sus quejas existenciales. Se lo ruego, déjeme en paz”.

– Muerte: “Veo que no hay mucho por hacer. De acuerdo, tú ganas. Me esfumaré de tu vista cual haz de luz en lontananza. Sólo espero que, una vez te internes en mis insondables dominios, no oses aturdirme con tus tardías lamentaciones. No siendo más, te dejo tranquilo. Pero por favor, piénsalo muy bien, antes de cometer una idiotez. Te sonará extraño, máxime viniendo de mí, pero todavía tienes mucho por vivir. Lo oyes, mucho (ríe estruendosamente)”.

La Muerte se pierde sobre el horizonte y deja una estela de niebla a su paso. Damián, aún abrumado por los hechos, y empujado por una fuerza misteriosa que lo supera, prorrumpe en llanto sordo, como si fuera un crío asustado en medio de la noche. Luego, transcurridos varios minutos de lágrimas y sollozos inconsolables, prosigue su camino a pasos titubeantes, adentrándose cada vez más en lo profundo del bosque. Sus resuellos de animal nocturno se confunden con el rumor del viento. Sin embargo, ya no está tan seguro de su propósito último, y experimenta de manera súbita una extraña sensación de abandono. “Quizás la Muerte, sabia señora, tenga algo de razón”, musita el joven suicida. Así pues, Damián se postra sobre el tronco de un viejo árbol caído a pensar largamente. Corren por su mente las imágenes de su madre de sonrisa bondadosa, de su padre de carácter recio pero justo en el trato, de sus tres hermanos menores, de toda su familia que le espera en casa con los brazos abiertos. Entonces, decide que todavía no es la hora de partir. Se tranquiliza un poco, toma un largo aliento, y retoma el camino hacia su hogar, en busca de sus seres queridos. Todo a su alrededor se reviste de un matiz diferente. Lo inunda un ligero sentimiento de regocijo. No obstante, un recuerdo borroso taladra su conciencia, algo que le quema las entrañas y que aún no alcanza a discernir.

Damián, ya camino a su morada, se encuentra de nuevo con la Muerte. La inefable dama le atraviesa el alma con su gélida mirada, frenándole el paso bruscamente, y le susurra al oído, a la vez que deja escapar una sonrisa entre macabra y socarrona: “sabes algo, mi bienamado inquilino, sólo los muertos, los que han cruzado el umbral hacia lo desconocido, hacia mi patria inescrutable, adquieren el derecho de escuchar mi voz y advertir mi presencia, incluso los ingratos suicidas como tú. Sólo he jugado un poco contigo. Me sentía algo aburrida y necesitaba hablar con alguien, con uno de los míos. En verdad has fungido como un bálsamo para aplacar mi tedio. Espero me sepas disculpar. Ah, y mucho cuidado con el bueno de Caronte, mi entrañable barquero, hoy no anda de buen genio. En cualquier caso, te deseo un muy feliz viaje por el inframundo. Quizás nos volvamos a ver más pronto de lo que te imaginas”. Y acto seguido, se desvanece en la densa bruma. Damián, quien no da crédito a lo que acaba de escuchar, enloquece en mil formas, se toma su cabeza fuertemente, clava en la tierra sus ojitos taciturnos y se suelta a correr como una bestia herida, profiriendo todo tipo de blasfemias. Luego, trata de despejar su mente, y al fin puede recordar con cierta claridad sus últimos momentos. Sólo han transcurrido unas cuantas horas, luego de aquel suceso, cuando creyó haber ahogado sus penas con una cuerda. Damián, ánima errabunda en ciernes, se sume en un mar de angustia y dolor, y todo se le hace tan vívido, tan diáfano, que parece que estuviese ocurriendo en ese mismo instante: siente cómo la soga le va cortando la respiración, siente cómo se interrumpe el flujo de sangre a su cerebro, siente el estrepitoso crujir de su garganta indefensa, siente cómo la vida se le escurre a cuentagotas, siente cómo sus piernas trémulas flotan en el aire frío, mientras su corazón deja de latir lentamente, como una vela que se apaga por la acción del viento. Solo entonces, se da cuenta de que la Muerte ya le gobierna, de que ya es uno de los suyos. Damián arroja un grito lastimero al cielo, que se entremezcla con el aullido de los lobos. Ya está escrito en el libro de la vida y de la muerte. Damián regresará cada noche a la ventana de su oscura habitación, hasta el final de los tiempos, esperando a que salga su amada inmortal.

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